Espiritualidad vicenciana: Educación – Enseñanza

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Isabel Florido Florido, H.C. · Año publicación original: 1995.

SUMARIO: 1. Historia de la educación vicenciana.- 2. Na­turaleza de la educación.- 3. Coordenadas históricas.- 4. «Pe­queñas escuelas» vicencianas.- 5. Formación de las Hijas de la Caridad, maestras de escuela.- 6. Proyecto pedagógico vicen­cieno: 6. 1. Objetivos.- 6. 2. Destinatarios.- 6. 3. Currículo.- 7. La Escuela Vicenciana, hoy.


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1. Historia de la educación vicenciana

En sentido muy amplio, en la historia de la educación vicenciana se pueden señalar tres gran­des períodos, cada uno tributario de su época, pe­ro unificados y animados por un impulso común: la evangelización y promoción de los pobres.

La primera etapa se inicia, naturalmente en los orígenes y finaliza con la revolución de 1830. Has­ta 1660, constituye un período relativamente cor­to, pues en él se establecen las bases que habían de sostener todo el edificio pedagógico vicen­ciano posterior. Entre sus instituciones se cuen­tan las escuelas elementales o «pequeñas es­cuelas», regidas por las reglas particulares dadas por Vicente de Paúl, documento que encierra las constantes que iban a definir e identificar sus co­legios a través del tiempo. Dichos centros, cerca de 400 en vísperas de la Revolución francesa, desaparecen en 1833 con la Ley Guizzot.

Con la revolución de 1830 comienza una se­gunda etapa, testigo de la gestación de planes y proyectos que cuajaron en la configuración de la «Escuela Nueva». La primera revolución industrial trajo como efecto la irrupción de la mujer en el mundo del trabajo. Como consecuencia, la crea­ción de escuelas maternales y de párvulos, en cuyos inicios y consolidación las Hijas de la Caridad de Paris jugaron un papel relevante y sig­nificativo junto a mesdames Pastoret y Millet, logrando adaptar el método de las «lnfants Schools» de Froebel a Francia, lo mismo que haría Pablo Montesino en España.

En el siglo decimonono la labor educativa vi­cenciana entra en relación con el mundo del tra­bajo, apareciendo los Obradores y los Patronatos de Jóvenes Obreras. Ello supuso una mejora aca­démica, profesional y personal de la mujer tra­bajadora. La promoción social de sus miembros a través de actividades como la participación, la decisión libre y el compromiso personal culmi­narían, en los primeros treinta años del actual si­glo, en la creación de los «Sindicatos Profesionales Femeninos».1

Entre ellos merecen especial mención tres organizaciones sindicales: Obreras de la Confec­ción, Institutrices Privadas, Empleadas de Co­mercios e Industrias. Seguirían, en aparición progresiva, los establecimientos de bachillerato general y técnico, las Escuelas de Magisterio, de A. T. S., de Asistentes Sociales, y otros estudios profesionales.

Con el Concilio Vaticano II se inicia una tercera etapa. A nivel interno marcaron huellas los Superiores Generales, padres William Stetter), y Ja­mes W. Richardson, así como la madre Susana Guillemin. En la actualidad, los centros vicencianos se definen por una voluntad de identificarse con el carisma que les anima, recogido en el «Ca­rácter Propio»; por una exigencia curricular de acuerdo a los avances de la técnica, de la cien­cia, y por nuevas preocupaciones pedagógicas y didácticas de sus miembros. Como marco, el pa­pel del Estado y organismos oficiales, determi­nantes en todos los campos de la educación y que afectan directamente al tema de la libertad de enseñanza.

2. Naturaleza de la educación

Desde sus inicios, la escuela vicenciana ha concebido la educación en su versión de «edu­care», plasmada en conducir, guiar, orientar. El concepto del joven como protagonista de su pro­pio destino era desconocido en el siglo XVII. Con el paso del tiempo, se fue haciendo con el valor semántico de «educere», traducido por hacer sa­lir, extraer, dar a luz. Hoy, ambos modelos se han asumido, entendiéndose por educación la inter­vención o dirección y el perfeccionamiento o des­arrollo.

El papel de la educación ha evolucionado con la historia. Según leemos en el Carácter Propio, el hecho de educar persigue el perfeccionamiento de las facultades del alumno, de acuerdo a una concepción cristiana del hombre, de la vida, del mundo, preparándole para participar activamen­te en la transformación y mejora de la sociedad con estilo vicenciano.2

Estos principios se fundamentan en unas con­vicciones, columna vertebral que sostiene el que­hacer pedagógico:

  1. La tarea educativa contribuye al plan sal­vífico de Dios sobre los hombres; la educación de los niños es una obra altamente meritoria an­te Él.
  2. Este proyecto descansa sobre una fe vi­va. Educar a un alumno no es sólo enseñarle a leer, escribir, etc., es sobre todo, darle a conocer su destino, proporcionándole los medios para ello: formar la personalidad cristiana. La escuela se convierte así en un lugar privilegiado de evange­lización, de fecundo apostolado y de acción pas­toral.
  3. En consecuencia, se concibe la educación como instrumento imprescindible en cuanto que previene el mal. La formación religiosa se con­vierte en un proyecto ético y en una conducta moral; en una opción de valores sobre saberes.
  4. Sus destinatarios son los pobres, los ni­ños y jóvenes que sufren las carencias materia­les y económicas. Es una institución abierta, inserta en un lugar, que es aceptada por todos co­mo cosa común, propia.
  5. En su actuación se conduce por unos cri­terios básicos: la prioridad del ser y del vivir so­bre el decir y el hacer; de lo vocacional sobre lo profesional; de la relación sobre la enseñanza; del conjunto sobre lo particular; de la resonancia so­bre la influencia; de la transparencia sobre el ac­tivismo.

3. Coordenadas históricas

La herencia pedagógica de la escuela vicen­ciana hunde sus raíces en Vicente de Paúl, uno de los grandes propulsores de la enseñanza po­pular que lograron institucionalizarla. En la Fran­cia de su época convergen dos factores que van a configurar fuertemente su historia: las conse­cuencias de las Guerras de Religión y las deter­minaciones del Concilio de Trento.

En el siglo XVI la enseñanza primaria estaba muy extendida por toda Francia; así lo constata­ba el embajador Mariano Justiniani que escribía en 1535: «Todo el mundo por pobre que sea, aprende a leer y a escribir».3 Las patronas, las amas de casa, que acogían jóvenes para que aprendiesen un oficio o para su servicio domés­tico, las enviaban a la escuela. No obstante, co­mo consecuencia de las continuas guerras, de los pillajes e incendios causados por las mismas, la ignorancia y el analfabetismo habían crecido precipitadamente sobre el Reino francés. Para colmo de males, la mayor parte de las aldeas no tenían pastores instruidos y vigilantes que se pu­diesen ocupar de la formación religiosa de los ni­ños.

La historia de la alfabetización de masas co­mo la escolar encontró su origen en el seno de la Reforma y de la Contrarreforma. Lutero, reco­nociendo como única fuente de fe la Sagrada Escritura, dio una importancia capital a la ins­trucción. De ahí el auge que experimentó el cre­cimiento de «pequeñas escuelas» en la zona protestante, como medio de asegurar a todos el acceso directo a la biblia.

La multiplicación de «pequeñas escuelas» ca­tólicas a partir de la segunda mitad del siglo XVI, fue en parte un reto a la reforma rival. La Iglesia vio en ellas un medio de educar la fe de los ni­ños, de hacerles vivir en un ambiente de profun­da religiosidad; con esto la eficacia sería mayor de lo que se podía esperar del solo catecismo
parroquial dominical y de las buenas costumbres.

La educación se consideraba como una obra de caridad y no como un derecho inalienable del hombre. El Estado había dejado el campo a la au­toridad exclusiva de la Iglesia. El primer docu­mento que legisló en este terreno data de 1698. El Rey ordenó que en todas las parroquias se es­tableciese una escuela, sostenida por los habi­tantes, en donde los niños permaneciesen hasta la edad de los catorce años. En 1724, otra dis­posición se reafirmaba en los mismos términos.4

Por esta época surgen numerosas congrega­ciones religiosas dedicadas a la enseñanza y edu­cación de las clases populares. En su mayoría ejercían su acción en ciudades y pueblos grandes. El mundo rural, inmenso, permanecía alejado de esta influencia. Vicente de Paúl, sensible a este abandono del campo, se siente llamado a reme­diarlo. «Las ciudades están prácticamente llenas de clérigos y religiosos, es justo que vayáis a tra­bajar a los campos». Es así como surgen las «pe­queñas escuelas» vicencianas.

4. «Pequeñas escuelas» vicencianas

En París, desde un principio, estas institucio­nes tomaron auge gracias a la fundación de las caridades parroquiales que introducían en su pro­grama las obras de escuela y el cuidado de los enfermos. La intervención de Luisa de Marillac en su marcha las dotó en su mayoría de escue­las. Señalando el hecho, Gobillon atestigua: «Si había maestra en el lugar le daba consejos, y si no, formaba una».5

Desde los orígenes de la doble Compañía mar­charon, pues, unidos las misiones, el cuidado de los enfermos y la instrucción de los niños. Ello res­pondía a la voluntad de los Fundadores de dar res­puesta a las distintas llamadas que iban surgiendo.

Según el diccionario de la Academia France­sa, en su edición de 1770, se llama «Pequeñas Escuelas» aquellas en donde se enseña a leer, es­cribir, la gramática; es decir, aquella que se evo­ca cuando se dice «maestra de escuela». Se tra­taba de centros gratuitos, llamados de caridad; una enseñanza distinta de la que se impartía en los colegios. Tenía como misión dar a los niños hu­mildes económicamente, un nivel de conoci­mientos estimados necesarios y suficientes pa­ra su propia situación social.

Las escuelas vicencianas se situaban en las aldeas, eran, pues, rurales. Desde sus orígenes esta intencionalidad estuvo muy presente. Algu­nas se encontraban ubicadas en ciudades como París, Sedan, y eran urbano-parroquiales. Desti­nadas a niños pobres, se caracterizaban por su gra­tuidad.

Estos centros sólo se distinguían de las res­tantes casas del lugar por un cartel colocado en la puerta o ventana de la vivienda, con la inscrip­ción:

«Aquí mantenemos «Pequeña Escuela»
(nombre del maestro/a)
maestro/a de escuela que enseña a la juventud el servicio (religioso),
a leer, escribir, a hacer las letras, la gramática».6

Ningún maestro podía ejercer su tarea sin ha­ber obtenido «carta de aprobación», expedida por el gran chantre de Nótre Dame. En las aldeas bastaba la autorización del señor cura párroco, que se había tomado esta prerrogativa.

La red de «pequeñas escuelas» rurales y ur­banas vicencianas actuaron como verdadera mi­sión pedagógica. Jugaron un papel importante en la alfabetización de la población femenina: «No cabe duda que las escuelas de caridad han reci­bido su impulso, como otras muchas obras, del gran movimiento de caridad suscitado en la ca­pital por Vicente de Paúl y sus seguidores. Él mis­mo ha creado reglamentos modelos que fueron imitados, en su mayoría, por las parroquias».7

5. Formación de las Hijas de la Caridad, maestras de escuela

Por regla general, las jóvenes que se presen­taban a la Señorita Le Gras tenían un corazón de oro pero, criadas en el oscuro horizonte de sus aldeas, no contaban con preparación alguna. Mar­garita Naseau fue la primera Hija de la Caridad; murió mártir de su celo. Era vaquera de Suresnes, aldea próxima a París. Esta autodidacta había em­pezado su obra caritativa, enseñando a leer a los niños después de haber aprendido ella.

Al principio se les exigía muy poco: salud, ca­pacidad de trabajo, una psicología sana y, sobre todo, buen espíritu. Se les va inculcando la ne­cesidad de la vida comunitaria, unos principios de convivencia, el testimonio de vida. Se les en­seña a leer, escribir, coser y cuidar enfermos. Más de una vez, Vicente de Paúl había aconsejado a Luisa de Marillac que pensase en medios para su preparación, creando una escuela para ellas.

Luisa organizó una pequeña «Escuela de Ma­gisterio». El centro estuvo situado primero en su casa particular, calle San Víctor, próximo a San Ni­colás de Chardonnet; después pasaría a La Cha-pelle, cerca de París; más tarde, de nuevo se es­tablecería en la capital, en el arrabal de San Dio­nisio, parroquia de San Lorenzo.

Se trataba de algo totalmente nuevo. No exis­tían normas, ni tradiciones, ni un plan preconce­bido; era una creación, una experiencia original. Como la Compañía naciente no estaba ligada a exi­gencias canónicas, se pudo establecer un semi­nario muy flexible.

No obstante, San Vicente muy pronto se dio cuenta de que no se podía ejercer un servicio vá­lido si no se contaba con una cierta especializa­ción. Las hermanas serían escogidas para tal o cual ocupación en función de su capacidad. Tenían que aprender a enseñar. Para ello, además de es­tudiar en privado bajo la dirección de Luisa de Marillac, a veces se las envía a otros centros, co­mo a las ursulinas, para que se perfeccionen en métodos de enseñanza.

En este plan de formación ocupaba un lugar destacado la preparación religiosa, moral y cate­quética de las hermanas. Vicente de Paúl partió de una convicción. «Los pobres se pierden porque ignoran lo necesario para salvarse». Por eso qui­so que todas las Hijas de la Caridad fuesen por naturaleza catequistas de los pobres, enseñán­doles en la escuela, en el hospital, al aire libre o en sus propios domicilios.

San Vicente, hombre práctico, hacia 1640 com­puso dos manuales para los misioneros, las da­mas y hermanas. El más breve lleva el sello vicenciano muy marcado; es el «catecismo oca­sional» como decía él. Sus tres núcleos son: el misterio de la Santísima Trinidad, la Encarnación y la Eucaristía. Es el primer esbozo de un catecismo básico. Con este manual se preparaba a los niños de primera comunión. El «catecismo superior», para san Vicente, era el de adultos, que podía servir en misiones largas. Se componía de cinco partes: fin del hombre, Dios uno y trino, mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia, sacramentos y prácticas cristianas. Como prepa­ración catequética, las hermanas realizaban el «catecismo entre nosotras»; una hacía preguntas y otra contestaba y esto en presencia de Luisa de Marillac. Se les aconsejaba que, siempre que les fuera posible, acudiesen a aquellos lugares en donde podrían aprender, como eran las parro­quias que tenían reputación de hacerlo bien.

6. Proyecto pedagógico vicenciano

Ni Vicente de Paúl ni Luisa de Marillac fueron especialistas en pedagogía; no fueron teóricos de la educación. Su obra, como todos los actos urgentes de caridad, no está basada en la lógica de los teóricos, sino en principios válidos que les permitirán durar y desarrollarse. Sus hijos sólo permanecerán fieles a su espíritu, descubriendo estos principios y explicitándolos de un modo personal, según los tiempos y las circunstancias en que hayan de aplicarse.

Las directrices del proyecto educativo se sus­tentan en las Reglas Particulares para las es­cuelas. Este documento elaborado por Vicente de Paúl y concretado por Luisa de Marillac, está des­tinado a todos los centros vicencianos de su tiem­po y futuros. Significa la voluntad de establecer en sus escuelas un plan conjunto con miras a un me­jor servicio educativo. Sus líneas maestras han contribuido, de un modo decisivo, a fijar los prin­cipios en que se había de inspirar su praxis peda­gógica. Su estudio se ha de hacer dentro del contexto del pensamiento de los Fundadores, teniendo además muy en cuenta las aspiraciones que sobre educación flotaban en el marco histó­rico en que se gestó la doble Compañía.

6. 1. Objetivos

El punto esencial de la doctrina de Vicente de Paúl es asistir al pobre, corporal y espiritualmen­te. Consecuente con las exigencias del Concilio de Trento, insiste en que el objetivo principal de la instrucción es el religioso: cooperar en la sal­vación de los pobres. Todas las ocasiones serían buenas para recordarlo. Esta meta la llevaría a ca­bo preferentemente a través de los seminarios pa­ra la formación de los sacerdotes, de las misio­nes populares para la evangelización del pueblo y de las escuelas para la instrucción de la niñez y juventud.

En este mismo fin coinciden todas las obras puestas en marcha por el Santo. El 11 de no­viembre 1657 dirigiéndose a las hermanas enfer­meras les decía: «Dios os ha escogido preferente­mente para que deis a los enfermos la instrucción necesaria en orden a su salvación» IIX, 9171. Cuan­do las envía a los niños expósitos, les recuerda: «Vo­sotras sois sus madres…, si los instruís en el conocimiento de Dios; educando a estos niños, vosotras hacéis el mayor servicio posible; contri­buís con todo vuestro esfuerzo a que la muerte del Hijo de Dios no sea baldía» (IX, 144).

El objetivo es claro: formar buenos cristianos, pero también proporcionarles los medios para que se puedan ganar honradamente la vida: pro­moción integral, humana y cristiana.

6. 2. Destinatarios

Son los pobres preferentemente pues ellos constituyen los amos y señores para los hijos del señor Vicente; incluso, de optar, lo harían en lo posible por las zonas más marginadas: las alde­as; hoy también serían los suburbios y cordones deprimidos de las ciudades.

No obstante, esta exigencia viene marcada por la nota de flexibilidad. A falta de profesores, los niños de clases acomodadas también tendrán acceso a sus escuelas, pero a condición de que sus padres insistan mucho y que éstos no des­precien jamás a aquéllos (Reglas particulares pa­ra la Maestra de Escuela, art. 27).

Se sabe que jóvenes que han de cuidar su ganado o trabajar en el campo no podrán asistir a clase; una actitud de encuentro les llevará a su búsqueda activa. En las puertas de su casa, en los caminos, en los campos, allí donde se en­cuentren, levantan cátedra, no les detienen mo­mentos ni lugares (ib. art. 6º).

Durante la jornada escolar, la puerta se man­tiene entreabierta; en cualquier momento pue­den entrar aquellos que, por mendigar el pan o trabajar de sirvientes en casas particulares, no pueden sujetarse a un horario regular de clase fib. art. 59. En domingos y días de fiestas de guardar, atienden también a aquellos otros que, a causa de sus trabajos y obligaciones, se ven imposibi­litados de asistir durante la semana, impartiéndose así una auténtica educación compensatoria.

Otros destinatarios son los niños expósitos, los más marginados entre los pobres, parcela pre­dilecta de los Fundadores, que llevaría a exclamar a San Vicente: «Si la Señorita Le Gras pudiese te­ner ángeles, tendría que darlos para servir a es­tos inocentes» (IX, 687). Ellos marcaron uno de los objetivos prioritarios dentro de la misión vicen­ciana.

6. 3. Currículo

En la primera mitad del siglo XVII, según Fag­niez (o. c. 48), la educación femenina tendía prio­ritariamente a la formación de las conciencias mediante la instrucción y prácticas religiosas. Se trataba más de hacer mujeres piadosas, amas de casa respetuosas de las convivencias sociales, que mujeres instruidas.

El contenido del programa de una «pequeña escuela» vicenciana se aglutinaba en torno a tres núcleos fundamentales: la formación religiosa, la enseñanza de la lectura y escritura, y el aprendi­zaje de un oficio.

La formación cristiana marcaba el objetivo bá­sico de estos centros. Las restantes actividades, en ellos impartidas, no constituían más que un añadido que venía a diferenciar a la escuela de la catequesis parroquial dominical. Su currículo con­templaba el estudio del catecismo, la común asis­tencia a los oficios parroquiales, el aprendizaje de hábitos conforme a la moral católica.

La instrucción de la doctrina se centraba en los principales misterios de la fe. Se hacía por el mé­todo de preguntas y respuestas. Los catecismos generales habían dado paso a los diocesanos. Pa­ra su uso personal, las hermanas contaban además con un pequeño catecismo, redactado por Luisa de Marillac (SL 703-713) con motivo de sus visitas a las caridades; muy familiar, era expresión de las charlas que ella misma tenía con las alumnas de los pueblos y aldeas.

La enseñanza de la lectura constituía la acti­vidad intelectual esencial para los alumnos de es­tas escuelas, y la única para muchos de ellas. La escritura quedaba reducida a un pequeño nume­ro de personas. Este aprendizaje, pasada la pri­mera etapa del alfabeto y del silabario, se hacía con el auxilio de textos litúrgicos, máximas cris­tianas y vidas de santos.

En las escuelas vicencianas, las niñas apren­dían a coser, a hacer medias de estameña, tra­bajos de tapicería, elaboración de encajes (SL. c. 2II, 408, p. 218. 386). Esta enseñanza, que atra­ía la atención del alumnado, quedaba, no obstan­te, por debajo de la recibida por las pensionistas que hacían labores «más estimadas, más exqui­sitas, más raras».

El aprendizaje de arte y oficios fue uno de los medios de que se valió Vicente de Paúl para aten­der a un gran número de niños pobres y huérfa­nos. Así, en Reims, las señoras de la caridad, im­pulsadas por san Vicente, colocaron cerca de 120 niños en distintos oficios e industrias en el espacio de ocho meses (V, 561s).

Pero el interés de Vicente de Paúl en este te­rreno llegó más allá, según se desprende de un reglamento que dio para una escuela de artes y oficios. Este documento no indica fecha ni lugar, pero muy probablemente corresponde a Magon y se sitúa entre 1621 y 1622 (X, 646-652). Se tra­taba de una cofradía mixta. Las mujeres cuidaban a los enfermos; los hombres se encargaban de la escuela. La junta directiva estaba integrada por seis personas: el párroco, un presidente, dos asis­tentes, un tesorero y un visitador.

7. La Escuela Vicenciana, hoy

Para cualquier Sacerdote de la Misión e Hija de la Caridad, el sentido de la escuela cristiana tie­ne un valor de tradición vicenciana, que es tam­bién exigencia evangélica. La Escuela Vicenciana se entiende hoy como un centro privado, con un Carácter Propio o Ideario. Comparte el servicio pú­blico de la enseñanza como una misión de Igle­sia, abierta al mundo. No es un gueto, donde uno se encierra para definirse, sino un espacio de acogida, de diálogo y de comunión con los otros.

Se presenta como una oferta dentro del plu­ralismo escolar. La libertad de enseñanza, inscri­ta en la Declaración de los Derechos del hombre, hace que esta escuela sea reconocida en su es­pecificidad y que tenga derecho a contar con los medios para ejercer su misión. Los padres, pri­meros responsables de la educación del niño, fundamentan y justifican la libertad de enseñan­za, principio inalienable para ellos.

Se define en sí misma por el logro de un do­ble objetivo: conducir al hombre a su perfección humano-cristiana, y a su maduración en la fe.

Se identifica por ser una escuela popular:

a) Abierta realmente al mundo de los pobres, los cuales entran con pleno derecho en ella; la co­munidad escolar es profundamente sensible y consciente de su problemática que es la de todos.

b) Que educa para la pobreza, es decir, para ir asumiendo con naturalidad una vida austera, una permanente comunicación de los bienes de que se dispongan, en una voluntad de coopera­ción a todos los niveles, sabiendo optar por el ser en lugar del tener.

c) Encarnada en un lugar humano, capaz de producir la sorpresa de una clara y gratuita em­patía popular, lejos de aparecer una estructura dominante, distante, de poder; es algo que per­tenece a cada hombre del entorno social en que está ubicada.

Está inmersa en un clima animado por el es­píritu evangélico de libertad y de caridad. Su am­biente escolar se modela con la riqueza de su tra­dición educativa, fundamentada en el carisma de sus fundadores.

Su dinamismo profético se traduce en el diá­logo fe promovido y programado en sus dos ver­tientes:

a) Por un lado, la inculturación de la fe, pres­tando atención a los desafíos que el saber le ha­ce, y que busca expresarse a través de los mol­des culturales vigentes.

b) Por otro lado, la evangelización de la cul­tura, que lleva a la escuela a asimilar los valores del Reino, a reconocerlos allí donde están, pero también a denunciar sus contravalores vigentes en la sociedad actual.

Acompaña igualmente a los jóvenes que edu­ca en la fe; es lo que se llama estrictamente «pas­toral escolar». Por supuesto, este quehacer no está sujeto al corsé académico de los cursos es­colares, sino que se prolonga más allá de la estancia del chico en el colegio. La comunidad cristiana del centro será quien apadrine su proceso catecumenal.

Es una escuela generadora de valores. Sólo formando al hombre desde dentro, le libera de los condicionantes que pudiesen impedirle vivir ple­namente su dignidad humana. Promueve como valores esenciales: la fraternidad, el darse a los demás. Esto le obliga a revisar continuamente sus estructuras para lograr que sean transmiso­ras de aquéllos.

Educa para la esperanza, que es lo mismo que educar en el valor de la vida, su significado, su destino, el sentido del más allá, la superación de sus estructuras, la capacidad de mejorar el presente. La esperanza arrastra tras de sí el es­fuerzo, la confianza, la responsabilidad.

Educa para la búsqueda, lo cual supone:

  • desarrollar la capacidad de preguntarse, y no sólo de aprender;
  • desarrollar la actitud crítica y transformado­ra, y no sólo de integrarse en el sistema;
  • desarrollar la apertura al Misterio, en lugar de promover tan sólo el descubrimiento cientí­fico.

Es una escuela que permite la expansión y la educación de la libertad, lo cual posibilita la elec­ción de actividades como:

  • la solidaridad y convivencia desde las dife­rencias;
  • flexibilidad y currículo abierto;
  • no imposición de modelos, pues cada uno debe encontrarse a sí mismo;
  • desarrollo de las propias capacidades, de la expresión personal y grupal;
  • autodisciplina, pero con un soporte de ge­nerosidad, alegría, colaboración, disponibilidad crítica.

Es una escuela que educa para una mayor justicia, contribuyendo a:

  • reducir desigualdades de origen social, me­diante una pedagogía efectivamente diversifica­da y personalizada;
  • inserción normal de los niños que tienen al­guna desventaja física, intelectual o religiosa;
  • oposición a una competencia fuera de lo co­rriente;
  • solidaridad con los que son víctimas de las injusticias o de desigualdades a nivel local, nacional y al otro lado de las fronteras.

Como ser histórico que es, está llamada a redefinirse, a reinterpretarse, a resituarse en el nuevo contexto educativo, haciéndolo desde su propia identidad. Este cambio no es un impedi­mento, al contrario, es una exigencia vital de encontrar una fidelidad en profundidad.

La escuela católica ha tomado, como fenó­meno eclesial y social, una importancia enorme. En la actualidad hay muchos temas de evangeli­zación, pero éste ha pasado a ser prioritario. So­mos conscientes de que la presencia de Iglesia se hace efectiva de un modo privilegiado a través de la instrucción escolar. Todos sabemos que el educador es un «aventurero de lo imposible», pe­ro nada es imposible ante Dios. Su Reino es ser­vicio y promoción integral del hombre; es una op­ción por la liberación de los pobres.

  1. Sor I. GUELLIER, Céans on tient Petites Ecoles. Mé­moire présentée par… ISPEC, Angers, mai 1979. (Polico­piada en la Central de Obras de las HC en París); M. [Lo­RET, Una actuación del carisma vicenciano: el Mensaje Ma­riano de 1830, en Eco 3 (1988)91-94.
  2. PP. Paúles e Hijas de la Caridad, Propuesta educati­va de los Centros Educativos Vicencianos, 1986.
  3. G. FAGNIEZ, La femme et la société francaise dans la premiére moitié du XVIle. siécle, Paris, J. Gamber, 1929, p. 12.
  4. B. GROSPERRIN, Les Petites Ecoles dans l’Ancoen Ré­gime, Rennes, Ouest-France, 1984.
  5. N. GOBILLON, La vie de Mademoiselle Le Gras, Bru­ges, 1886, 30.
  6. L. PRUNEL, La Renaissance Catholique en France au XV11e. siécle, Paris, DDB, 1921, p. 227; FANIEZ, G., a. c. p. 42.
  7. M. FOSSEYEux, Les Écoles de Chanté á Paris sous 1;4n-cien Régime et dans la premiére partie du X1Xe. siécle, Pa­ris, Societé de l’Histoire de Paris, 1912, p. 28.

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