1 . La dirección espiritual, tarea pastoral
La dirección espiritual es tarea propia de la pastoral de la Iglesia, que tiene como fin ayudar al hombre a conseguir la salvación eterna, según el designio de Dios «que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1Tim 2, 4). Como trabajo específico, la dirección sitúa al cristiano, bajo la moción del Espíritu, en el camino del seguimiento de Jesús. Es tan antigua esta práctica que se encuentran ejemplos en la Sagrada Escritura y en todas las épocas de la historia de la Iglesia. No es raro tropezar con testimonios orales y escritos de santos y autores espirituales que aconsejan encarecidamente este medio de perfección cristiana. Gracias a la ayuda de la dirección, muchos creyentes han encontrado el camino que Dios les señalara para adquirir la santidad. San Vicente y santa Luisa son ejemplos, entre otros muchos que se han dado en la historia, de cómo recibir una orientación pastoral y cómo ayudar a los demás en el discernimiento de la voluntad de Dios.
Es cierto que cuantos tienden a la santidad, buscando en todo la voluntad divina, recurren frecuentemente a una dirección espiritual que les permita conocerse mejor a sí mismos y el designio de Dios sobre ellos. Esto tiene lugar sobre todo en circunstancias de la vida, o en momentos de especial dificultad a la hora de elegir estado, o en tiempo de turbación interior en el camino ya escogido. Entonces es cuando la ayuda pastoral se hace más necesaria, ayuda que recibe muchos nombres según sean las circunstancias del que la pide: dirección espiritual, consejo, entrevista, encuentro, acompañamiento y orientación. Cada uno de estos términos posee su propia significación y contenido pastoral. En los ejemplos aludidos de san Vicente y de santa Luisa observamos la utilización de estos términos que hacen sus biógrafos.
El joven Vicente de Paúl recibió de Pedro de Bérulle la primera orientación sacerdotal. Poco más tarde cayó bajo la dirección de Andrés Duval, amigo, consejero y confesor suyo; al ilustre profesor de la Sorbona debió el Sr. Vicente la dedicación a los pobres. El mismo Sr. Vicente asumió la tarea de confesar, aconsejar y dirigir a muchas personas, clérigos y laicos, entre los que destaca la Srta. Le Gras. Ésta, después de serios intentos por encontrar la paz interior en el cumplimiento de la voluntad de Dios, dejándose aconsejar, primero, por su tío Miguel de Marillac, y dirigir, después, por Honorato de Champigny y Pedro Le Camus, se acogió a la dirección espiritual del Sr. Vicente, verdadero instrumento de Dios para tranquilizar la conciencia de su dirigida.
Tanto el uno como la otra nos han dejado preciosas enseñanzas que avalan la tradición sobre la necesidad de la dirección espiritual. En dichas comunicaciones van mezcladas la teoría y la práctica, la doctrina y la experiencia. Gran parte de su correspondencia, la cruzada entre ellos mismos y la despachada a distintas comunidades y personas particulares, está cargada de sabios consejos acerca de la dirección. Son tan abundantes esos consejos que gran parte de las «voces» estudiadas en este Diccionario testimonian por sí solas la sabiduría asistente a nuestros dos Santos cuando aconsejaban ponerse bajo la dirección del Espíritu, guía insustituible de los hijos de Dios. Pero la pastoral direccional posee su campo propio dentro de la teología espiritual, sus objetivos y sus líneas de acción.
2. «El arte de las artes»
A través de la palabra de san Vicente no resulta siempre fácil aquilatar el sentido de «dirección espiritual»; con frecuencia es equivalente a «gobierno». El oficio de «superior» se confunde con el de «director espiritual». Conducir una comunidad significa llevar las almas a Dios. En aquel tiempo no estaban aún delimitados los oficios. La comunidad, según los casos, podía llamarse «diócesis», «parroquia», «seminario», «casa-misión». El responsable del gobierno de esas comunidades estaba obligado «a guiar y a conducir unos espíritus, cuyo movimiento sólo Dios conoce» y «a inspirar los sentimientos de virtud cristiana y eclesiástica a los que la Providencia ponga en sus manos para que contribuya a su salvación o perfección» (XI, 235. 236). Evidentemente, este consejo dado por san Vicente al padre Durand, nombrado superior del Seminario de Agde, puede aplicarse también a cualquier director espiritual, sea o no superior de la comunidad. Para san Vicente, la dirección espiritual está comprendida, en líneas generales, en el oficio de predicar la Palabra al pueblo de Dios, haciendo de ella las aplicaciones pertinentes; pero está referida, de modo particular, a aquellas personas que espontáneamente vienen en busca de ayuda y de perfección. Por eso, «el superior, el pastor y el director tiene que purificar, iluminar y unir con Dios a las almas que Dios mismo le ha encomendado» (XL, 241).
De acuerdo con el sentir de los maestros espirituales, san Vicente afirma que «la dirección de las almas es el arte de las artes… En todo esto no hay nada humano: no es obra de un hombre, sino obra de Dios. Grande opus. Es la continuación de la obra de Jesucristo y, por tanto, el esfuerzo humano lo único que puede hacer aquí es estropearlo todo, si Dios no pone su mano» (XI, 235-236). La importancia de la cita merece una explicación detallada.
Que la dirección espiritual sea «el arte de las artes» significa que es una gracia o carisma del Espíritu que algunos han recibido para provecho de la comunidad. Ellos no son merecedores del don, sino depositarios del regalo divino que gratuitamente se les ha concedido. Por el contexto de la palabra vicenciana se deduce que la dirección espiritual puede incluirse entre los carismas de gobierno o de enseñanza citados por san Pablo (1Cor 12, 28). Sin duda que esta clasificación violenta el pensamiento paulino. Es más acertado decir que se trata de un carisma no expresamente mencionado por el Apóstol, pero sí gracia procedente del Espíritu de Dios. La gratuidad del don no niega que el director necesite, por otra parte, prepararse en las disciplinas de la teología y psicología, pero tendrá muy en cuenta que «no es la filosofía, ni la teología, ni los discursos los que logran nada en las almas; es petiso que Jesucristo trabaje con nosotros, o nosotros con él; que obremos en él, y él en nosotros; que hablemos como él y con su espíritu» (XI, 236).
Con estas palabras, san Vicente nos introduce en la materia principal de la dirección. Dios o el Espíritu de Dios, o como dice en otros lugares, Jesucristo o el Espíritu de Jesús es el verdadero director de las almas, el maestro interior y el guía de los hombres. Refiriéndose a la tercera Persona de la Santísima Trinidad, dijo Jesús a sus apóstoles: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26). De modo que no existe un guía humano que pueda sustituir la «obra maravillosa» que el Espíritu realiza en el corazón de los creyentes, hasta el punto que «todos y sólo los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8, 14). El término «espiritual», aplicado a la dirección, explica la causa principal y eficiente de la transformación operada por el Espíritu en aquellos que se dejan conducir por él. Obedecer las inspiraciones del Espíritu constituye la esencia de la verdadera dirección espiritual.
Por consiguiente, la ayuda humana tiene sólo carácter de instrumentalidad vicaria y subsidiaria, pero nunca es sustitutiva de la acción del Espíritu Santo. El mero intento de querer suplir la «mano de Dios» sería estropearlo todo. Lo único acertado aquí es «revestirse del Espíritu de Jesús» para realizar la obra que él mismo completó con los Apóstoles, convirtiéndoles en «pescadores de hombres» y en enviados por el mundo entero.
No es otra la experiencia de san Vicente cuando aconsejaba a la Srta. Le Gras: «Nuestro Señor le tendrá en cuenta esa pequeña mortificación (de mi ausencia de París), si lo tiene a bien, y él mismo desempeñará el oficio de director; ciertamente que lo hará, y de forma que le hará ver que se trata de él mismo» (I, 96-97). Mientras esto indicaba a su dirigida, no descuidaba la aplicación de los medios sugeridos por las ciencias teológicas y psicológicas para casos aquejados de síndrome de ansiedad. Más tarde, escribiendo al padre Guérin, abundaba en los mismos sentimientos: «Como solamente el Espíritu de Jesucristo, nuestro Señor, es el verdadero director de las almas, le ruego a su divina Majestad que nos conceda su Espíritu para el gobierno particular y el de la Comparta» (II, 302).
El pensamiento del Santo queda resumido en la nota enviada a sor Juana Lepeintre: «Tiene usted razón al decir que la dirección espiritual es muy útil; es un lugar de consejo en las dificultades, de ánimo en los sinsabores, de refugio en las tentaciones, de fuerza en los desánimos; en fin, es una fuente de bienes y consuelos, cuando el directores caritativo, prudente y experimentado. Pero ¿no sabe usted que donde los hombres fallan, allí empieza la ayuda de Dios? Él es el que nos instruye, nos robustece, nos es todo y nos lleva hacia él por sí mismo. Si no permite que tenga usted un padre espiritual a quien acudir en todas las ocasiones, ¿cree usted que es para privarle del beneficio de la dirección de tal padre? Ni mucho menos. Al contrario, es nuestro Señor el que ocupa su lugar y el que tiene la bondad de dirigirla. Así lo ha hecho hasta ahora y no dude usted de que lo seguirá haciendo hasta que no provea otra cosa. Siempre he notado este cuidado especial de la Providencia en muchas personas piadosas, privadas de semejante ayuda por parte de los hombres, y podría ponerle muchos ejemplos elocuentes y decirle cosas admirables sobre este punto» (III, 572-573).
Queda claro, según la mente de san Vicente, que corresponde al Espíritu Santo, Espíritu de Dios, de Jesucristo, guiar, enseñar y santificar a los hijos de la Iglesia, mientras que a los directores humanos les toca acompañar, aconsejar y ayudar a los fieles en la búsqueda de la voluntad de Dios, subordinando su consejo a la alta dirección del Espíritu, «que se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8, 16). De no portarse así, el guía humano se apropiaría de la persona que se le ha confiado e impondría su parecer al plan de Dios sobre quien no tiene dominio. Con sumo respeto a la libertad de sus hermanos en la fe, el director examina las comunicaciones recibidas e intenta dar cauce a todas ellas.
Santa Luisa no pensaba ni actuaba de distinta manera, atenta siempre a las inspiraciones del Espíritu. La devoción a la fiesta de Pentecostés y a la divina Providencia, que se encarga de descubrirnos el camino que hemos de seguir, manifiesta su íntima disposición de permanecer sujeta a la Ley del Espíritu de Dios, que «es quien activa el querer y el obrar, como bien le parece» (Flp 2, 13).
3. Objetivos de la dirección espiritual
Sentado el principio de la recurrencia al Espíritu Santo, agente principal de la dirección, corresponde al instrumento humano acompañar a sus hermanos hasta el encuentro personal con Cristo, desbrozando la maleza que impide avanzar por la senda de la perfección cristiana. El seguimiento de Jesús, la práctica de la oración y el ejercicio de las renuncias evangélicas son los tres objetivos más recalcados en la dirección vicenciana.
Ante todo es necesario asegurar el seguimiento de Jesús de Nazaret evangelizador de los pobres y el revestimiento de su Santo Espíritu, pues asegura san Pablo que «el que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece» (Rm 8, 91. Seguir a Jesús equivale a hacer lo que él hizo en la tierra y con su mismo espíritu, es decir, practicando sus dos grandes virtudes: «la religión para con su Padre y la caridad con los hombres» (V1, 370). Fuera de este objetivo principal, compendio de todos los demás, la dirección espiritual pierde su sentido, y resultan vanos todos los esfuerzos humanos. La participación progresiva en la vida y muerte del Salvador del mundo es el principio y fin del anhelo cristiano.
El segundo objetivo, la práctica de la oración, se deriva del anterior, pues es imposible mantenerse durante largo tiempo en el seguimiento fiel de Jesús sin una dedicación expresa a la oración. De aquí se sacan las fuerzas necesarias para continuar la obra de Cristo; aquí se descubre progresivamente la voluntad de Dios que nos quiere empleados en la misma obra de su Hijo. El director tendrá que enseñar en muchas ocasiones y de muchas maneras el modo de hacer oración, hasta que el orante acierte a encontrarse consigo mismo y con el Espíritu que mora en nosotros como en un templo (cf. 1Cor 3, 16; 6, 19) y aprenda que «el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene» (Rm 8, 26).
En la dirección espiritual se aconseja igualmente la ascesis requerida por el llamamiento a seguir a Jesús: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16, 24). No se trata de imponer sacrificios al dirigido, sino que él mismo vaya descubriendo que sin las renuncias prescriptas por el Evangelio no alcanzará a Jesús. Entra dentro de la prudencia del director aprobar o desaprobar ciertas formas de mortificación corporal que podrían dañar la salud con perjuicio del trabajo o que en momentos de mayor fervor se cometan exageraciones, que el director ha de corregir a tiempo. Ello no obsta para que se aconseje la lucha contra la triple concupiscencia de que habla san Juan (1Jn 2, 16), contando además con el antagonismo existente en el hombre entre la ley de Dios y la ley de la carne (cf. Rm 7, 14-25).
Los tres objetivos señalados no impiden la presencia de otros, según sean las circunstancias personales, de tiempo, de estado o de trabajo. En la comunicación se verá qué objetivos conviene fijarse a largo y a corto plazo, sabiendo que lo único necesario es afianzarse en el seguimiento de Jesús. En términos generales, las enseñanzas vicencianas sobre los objetivos de la dirección puntualizan la necesidad de la purificación, de la iluminación y de la unión con Dios, términos que evidentemente hacen referencia a la clasificación de la triple vía purificativa, iluminativa y unitiva (cf. XI, 241).
4. Formas y lugares de la dirección
Según san Vicente, «apenas puede nadie progresar en la virtud sin la ayuda de un director espiritual. Es muy difícil que el dirigido llegue a la perfección requerida si de vez en cuando no informa, como conviene, a su director sobre su estado interior» (RC, CM, X, II). He aquí otra observación, fruto de la experiencia personal y ajena, que destaca en la historia de la pastoral direccional. Es raro encontrarse con autores que traten del tema y que no aconsejen la ayuda espiritual.
La «información del estado interior» es la primera norma de la dirección. Puede darse dentro o fuera del sacramento de la penitencia. La comunicación interior, celebrada en un clima de confianza, permite al director conocer el estado real de su confidente, y a éste, exponer su situación particular comentando sus aspiraciones y fallos, cómo cortar las raíces del mal o defenderse de los ataques del maligno. La información hecha por medio de una entrevista se realiza en un diálogo sobre puntos referentes a la vocación y misión cristiana. San Vicente denuncia algunas desviaciones que pueden originarse del encuentro entre el director y el dirigido. Después de enumerar una lista no excesivamente larga de defectos, concluye: «Cuando para su consuelo o progreso espiritual tengan (las Hijas de la Caridad) necesidad de los consejos de su director, acudan a él con confianza, ábranle el corazón con sencillez y sinceridad, pero brevemente, con deseo de aprovecharse y el propósito de seguir lo que él les indique. Las Hijas de la Caridad tienen que decir poco y hacer mucho» (VI, 47).
Cuando el coloquio resulta difícil dentro o fuera del sacramento de la penitencia, el dirigido puede recurrir al medio de la correspondencia, donde algunos encuentran más facilidad y exactitud en la información de su estado interior. El caso de santa Luisa con san Vicente confirma el medio por correo, práctica que se ha dado en todos los tiempos con más o menos ventajas e inconvenientes.
No hay horas ni lugares fijos para la dirección espiritual: depende mucho de las circunstancias en que se encuentren tanto el director corno el dirigido. Especial mención merece el tiempo de los Ejercicios Espirituales. Es aquí, en el silencio y en la meditación, donde el Espíritu inspira deseos más ardientes de santidad y donde el ejercitante ansía comunicar sus propósitos a un guía espiritual. Santa Luisa aprovechaba preferentemente este tiempo para dar cuenta de su interior, y aconsejaba a sus compañeras que hicieran lo mismo con algún sacerdote de la Misión, «ya que existe una estrecha unión entre la manera de vida de la Compañía de las Hijas de la Caridad y la de la Congregación de la Misión, y los intereses de ambas son comunes» (SLM, p. 756; cf. Const. HH. C., 2. 13).
5. Cualidades del director
San Vicente tiene presente las sugerencias de Pedro de Bérulle y de Francisco de Sales cuando comenta las cualidades que han de adornar a un director espiritual o superior de la comunidad. De acuerdo con los objetivos propios de la dirección, el guía espiritual ha de reflejar la perfección que a otros recomienda. Pasando por alto algunas cualidades como la debida preparación teológica, la apertura de mente y de corazón, el fácil acceso a su persona y la confianza que ha de inspirar, señalamos tres principales.
La primera dice así: «Vaciarse de sí mismo para revestirse de Jesucristo». El Santo parte de la famosa teoría de las «jerarquías dionisianas», según la cual «las causas ordinarias producen los efectos propios de su naturaleza: los corderos engendran corderos_ y el hombre engendra otro hombre. Del mismo modo, si el que guía a otros está animado solamente del espíritu humano, quienes le escuchen… se convertirán en meros hombres. Por el contrario, si está lleno de Dios, todas sus palabras serán eficaces, de él saldrá una virtud que edificará a todos» (XI, 236). El vacío de sí mismo es condición indispensable para llenarse luego del espíritu de Cristo, que «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual, sino que se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo» (Flp 2, 6-7). El Espíritu es el que imprime «su sello y su carácter» en los fieles cristianos, pero el que está lleno del Espíritu de Dios engendra, lo mismo que san Pablo, nuevos hijos de nuestro Señor {cf. XI, 237). El director se siente obligado a «referir a Dios todo el bien que se hace por medio de nosotros…, evitando toda complacencia, que es una peste que corrompe las acciones más altas» y a avisar de antemano a sus dirigidos que «no va a enseñarles nada, sino a servirles» (XI, 237-238).
El espíritu de oración es la segunda cualidad que acredita a un director: «Tener mucho trato con Dios en la oración. Aquí está la despensa de donde se podrá sacar las instrucciones necesarias y donde se pide por las necesidades de las personas que están bajo nuestra dirección» (XI, 237- 238). ¿Cómo animar a otros al seguimiento de Jesús y al revestimiento de su espíritu si el guía o pastor no va delante de su rebaño? El ejemplo es la razón más convincente de la necesidad que existe de la oración.
La tercera cualidad se refiere al interés que se ha de tener por la persona entera, por su salud corporal y espiritual, por su bienestar temporal y por su gozo en el Espíritu. En efecto, el superior o director «ha de mirar no solamente por las cosas espirituales, sino que ha de preocuparse también de lo temporal; pues, como sus dirigidos están compuestos de cuerpo y alma, debe también mirar por las necesidades del uno y de la otra, y esto según el ejemplo de Dios» (XI, 241). Jesús aparece en el Evangelio como médico de los cuerpos y de las almas, interesándose por el hombre completo. De ahí que el director tenga que preguntarse muchas veces: «Señor, si tú estuvieras en mi lugar, ¿qué harías en esta ocasión? ¿cómo instruirías a este pueblo? ¿cómo consolarías a este enfermo de espíritu o de cuerpo?» (XI, 239. 240).
Las cualidades apuntadas y otras no mencionadas van siempre acompañadas de un principio de gobierno: «Hay que ser firme e invariable en el fin, pero manso y humilde en los medios» (II, 250). Con otras palabras, el director ha de evitar la volubilidad propia y la de sus dirigidos, pero ha de ser comprensivo con toda clase de desalientos, fallos y caídas. El fin invariable de la direccion es asegurar el seguimiento de Jesús, cuya conquista es fruto de la acción del Espíritu y de la humilde colaboración del hombre.
6. Amistad y dirección espiritual
Es inevitable que el trato frecuente y confiado entre dos personas engendre verdadera amistad. La historia de la Iglesia relata numerosas casos de santos que, debido a la dirección espiritual, llegaron a disfrutar de profunda confianza. El mismo Jesús distinguió a Pedro, a Juan y a Santiago con señales de especial amistad, aunque no excluyó a ninguno de los apóstoles del círculo de su amor. Después de Jesús, revelación de amor divino y humano, muchos seguidores suyos han experimentado el mismo sentimiento de «simpatía» con otras personas del mismo o de distinto sexo que se confiaron a su ayuda y oración.
El caso Vicente de Paúl – Luisa de Marillac confirma una larga tradición de amistades espirituales. Su plena inteligencia, exenta de sospechas de pecado, crecía en la participación de un mismo ideal apostólico. Luisa de Marillac da gracias a Dios por el encuentro providencial con Vicente de Paúl de quien recibió más ayuda que de nadie. El respeto que siempre le profesó no la privó de una total confianza para pedirle se tornara la molestia de conocerla bien: «Yo, le escribe, no me reservaré nada que lo pueda impedir, según la gracia que Dios me ha concedido siempre de desear que pudiera usted ver todos mis pensamientos, acciones e intenciones tan inteligentemente como su Bondad los ve, para mayor gloria suya» (V, 163).
El ideal común de seguir a Jesús, sirviéndole en la persona de los pobres, fraguó en amistad entre los dos santos que mutuamente se encomendaban a las oraciones y se comunicaban sus inquietudes apostólicas con espíritu de amor y confianza.
BIBLIOGRAFÍA:
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