Espiritualidad vicenciana: Dirección espiritual

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Antonino Orcajo, C.M. · Año publicación original: 1995.

SUMARIO: 1.- La dirección espiritual, tarea pastoral. 2.- «El arte de las artes». 3.- Objetivos de la dirección, 4.- Formas y lugares de la dirección. 5.- Cualidades del director. 6.- Amis­tad y dirección espiritual.


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1 . La dirección espiritual, tarea pastoral

La dirección espiritual es tarea propia de la pastoral de la Iglesia, que tiene como fin ayudar al hombre a conseguir la salvación eterna, según el designio de Dios «que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento ple­no de la verdad» (1Tim 2, 4). Como trabajo espe­cífico, la dirección sitúa al cristiano, bajo la mo­ción del Espíritu, en el camino del seguimiento de Jesús. Es tan antigua esta práctica que se en­cuentran ejemplos en la Sagrada Escritura y en todas las épocas de la historia de la Iglesia. No es raro tropezar con testimonios orales y escritos de santos y autores espirituales que aconsejan en­carecidamente este medio de perfección cris­tiana. Gracias a la ayuda de la dirección, muchos creyentes han encontrado el camino que Dios les señalara para adquirir la santidad. San Vicente y santa Luisa son ejemplos, entre otros muchos que se han dado en la historia, de cómo recibir una orientación pastoral y cómo ayudar a los de­más en el discernimiento de la voluntad de Dios.

Es cierto que cuantos tienden a la santidad, buscando en todo la voluntad divina, recurren fre­cuentemente a una dirección espiritual que les permita conocerse mejor a sí mismos y el de­signio de Dios sobre ellos. Esto tiene lugar sobre todo en circunstancias de la vida, o en momen­tos de especial dificultad a la hora de elegir es­tado, o en tiempo de turbación interior en el ca­mino ya escogido. Entonces es cuando la ayuda pastoral se hace más necesaria, ayuda que reci­be muchos nombres según sean las circunstan­cias del que la pide: dirección espiritual, consejo, entrevista, encuentro, acompañamiento y orien­tación. Cada uno de estos términos posee su propia significación y contenido pastoral. En los ejemplos aludidos de san Vicente y de santa Lui­sa observamos la utilización de estos términos que hacen sus biógrafos.

El joven Vicente de Paúl recibió de Pedro de Bérulle la primera orientación sacerdotal. Poco más tarde cayó bajo la dirección de Andrés Duval, amigo, consejero y confesor suyo; al ilustre profesor de la Sorbona debió el Sr. Vicente la de­dicación a los pobres. El mismo Sr. Vicente asu­mió la tarea de confesar, aconsejar y dirigir a mu­chas personas, clérigos y laicos, entre los que destaca la Srta. Le Gras. Ésta, después de serios intentos por encontrar la paz interior en el cum­plimiento de la voluntad de Dios, dejándose acon­sejar, primero, por su tío Miguel de Marillac, y dirigir, después, por Honorato de Champigny y Pe­dro Le Camus, se acogió a la dirección espiritual del Sr. Vicente, verdadero instrumento de Dios para tranquilizar la conciencia de su dirigida.

Tanto el uno como la otra nos han dejado pre­ciosas enseñanzas que avalan la tradición sobre la necesidad de la dirección espiritual. En dichas comunicaciones van mezcladas la teoría y la prác­tica, la doctrina y la experiencia. Gran parte de su correspondencia, la cruzada entre ellos mismos y la despachada a distintas comunidades y per­sonas particulares, está cargada de sabios con­sejos acerca de la dirección. Son tan abundantes esos consejos que gran parte de las «voces» es­tudiadas en este Diccionario testimonian por sí so­las la sabiduría asistente a nuestros dos Santos cuando aconsejaban ponerse bajo la dirección del Espíritu, guía insustituible de los hijos de Dios. Pe­ro la pastoral direccional posee su campo propio dentro de la teología espiritual, sus objetivos y sus líneas de acción.

2. «El arte de las artes»

A través de la palabra de san Vicente no resulta siempre fácil aquilatar el sentido de «dirección es­piritual»; con frecuencia es equivalente a «go­bierno». El oficio de «superior» se confunde con el de «director espiritual». Conducir una comuni­dad significa llevar las almas a Dios. En aquel tiem­po no estaban aún delimitados los oficios. La co­munidad, según los casos, podía llamarse «dió­cesis», «parroquia», «seminario», «casa-misión». El responsable del gobierno de esas comunidades estaba obligado «a guiar y a conducir unos espíri­tus, cuyo movimiento sólo Dios conoce» y «a inspirar los sentimientos de virtud cristiana y ecle­siástica a los que la Providencia ponga en sus ma­nos para que contribuya a su salvación o perfec­ción» (XI, 235. 236). Evidentemente, este consejo dado por san Vicente al padre Durand, nombrado superior del Seminario de Agde, puede aplicarse también a cualquier director espiritual, sea o no su­perior de la comunidad. Para san Vicente, la di­rección espiritual está comprendida, en líneas generales, en el oficio de predicar la Palabra al pueblo de Dios, haciendo de ella las aplicaciones pertinentes; pero está referida, de modo particu­lar, a aquellas personas que espontáneamente vienen en busca de ayuda y de perfección. Por eso, «el superior, el pastor y el director tiene que pu­rificar, iluminar y unir con Dios a las almas que Dios mismo le ha encomendado» (XL, 241).

De acuerdo con el sentir de los maestros es­pirituales, san Vicente afirma que «la dirección de las almas es el arte de las artes… En todo es­to no hay nada humano: no es obra de un hom­bre, sino obra de Dios. Grande opus. Es la conti­nuación de la obra de Jesucristo y, por tanto, el esfuerzo humano lo único que puede hacer aquí es estropearlo todo, si Dios no pone su mano» (XI, 235-236). La importancia de la cita merece una explicación detallada.

Que la dirección espiritual sea «el arte de las artes» significa que es una gracia o carisma del Espíritu que algunos han recibido para provecho de la comunidad. Ellos no son merecedores del don, sino depositarios del regalo divino que gra­tuitamente se les ha concedido. Por el contex­to de la palabra vicenciana se deduce que la dirección espiritual puede incluirse entre los ca­rismas de gobierno o de enseñanza citados por san Pablo (1Cor 12, 28). Sin duda que esta cla­sificación violenta el pensamiento paulino. Es más acertado decir que se trata de un carisma no expresamente mencionado por el Apóstol, pero sí gracia procedente del Espíritu de Dios. La gratuidad del don no niega que el director necesite, por otra parte, prepararse en las dis­ciplinas de la teología y psicología, pero tendrá muy en cuenta que «no es la filosofía, ni la te­ología, ni los discursos los que logran nada en las almas; es petiso que Jesucristo trabaje con nosotros, o nosotros con él; que obremos en él, y él en nosotros; que hablemos como él y con su espíritu» (XI, 236).

Con estas palabras, san Vicente nos introdu­ce en la materia principal de la dirección. Dios o el Espíritu de Dios, o como dice en otros lugares, Jesucristo o el Espíritu de Jesús es el verdadero director de las almas, el maestro interior y el guía de los hombres. Refiriéndose a la tercera Perso­na de la Santísima Trinidad, dijo Jesús a sus após­toles: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Pa­dre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26). De modo que no existe un guía humano que pueda sustituir la «obra maravillosa» que el Espíritu realiza en el corazón de los creyentes, hasta el punto que «todos y sólo los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8, 14). El término «espiritual», aplicado a la dirección, explica la causa principal y eficiente de la transformación operada por el Espíritu en aque­llos que se dejan conducir por él. Obedecer las inspiraciones del Espíritu constituye la esencia de la verdadera dirección espiritual.

Por consiguiente, la ayuda humana tiene só­lo carácter de instrumentalidad vicaria y subsi­diaria, pero nunca es sustitutiva de la acción del Espíritu Santo. El mero intento de querer suplir la «mano de Dios» sería estropearlo todo. Lo úni­co acertado aquí es «revestirse del Espíritu de Jesús» para realizar la obra que él mismo com­pletó con los Apóstoles, convirtiéndoles en «pescadores de hombres» y en enviados por el mundo entero.

No es otra la experiencia de san Vicente cuan­do aconsejaba a la Srta. Le Gras: «Nuestro Señor le tendrá en cuenta esa pequeña mortificación (de mi ausencia de París), si lo tiene a bien, y él mismo desempeñará el oficio de director; cierta­mente que lo hará, y de forma que le hará ver que se trata de él mismo» (I, 96-97). Mientras esto in­dicaba a su dirigida, no descuidaba la aplicación de los medios sugeridos por las ciencias teológi­cas y psicológicas para casos aquejados de sín­drome de ansiedad. Más tarde, escribiendo al padre Guérin, abundaba en los mismos senti­mientos: «Como solamente el Espíritu de Jesu­cristo, nuestro Señor, es el verdadero director de las almas, le ruego a su divina Majestad que nos conceda su Espíritu para el gobierno particular y el de la Comparta» (II, 302).

El pensamiento del Santo queda resumido en la nota enviada a sor Juana Lepeintre: «Tiene us­ted razón al decir que la dirección espiritual es muy útil; es un lugar de consejo en las dificultades, de ánimo en los sinsabores, de refugio en las ten­taciones, de fuerza en los desánimos; en fin, es una fuente de bienes y consuelos, cuando el di­rectores caritativo, prudente y experimentado. Pe­ro ¿no sabe usted que donde los hombres fallan, allí empieza la ayuda de Dios? Él es el que nos instruye, nos robustece, nos es todo y nos lleva hacia él por sí mismo. Si no permite que tenga usted un padre espiritual a quien acudir en todas las ocasiones, ¿cree usted que es para privarle del beneficio de la dirección de tal padre? Ni mucho menos. Al contrario, es nuestro Señor el que ocu­pa su lugar y el que tiene la bondad de dirigirla. Así lo ha hecho hasta ahora y no dude usted de que lo seguirá haciendo hasta que no provea otra cosa. Siempre he notado este cuidado especial de la Providencia en muchas personas piadosas, privadas de semejante ayuda por parte de los hombres, y podría ponerle muchos ejemplos elo­cuentes y decirle cosas admirables sobre este punto» (III, 572-573).

Queda claro, según la mente de san Vicente, que corresponde al Espíritu Santo, Espíritu de Dios, de Jesucristo, guiar, enseñar y santificar a los hijos de la Iglesia, mientras que a los direc­tores humanos les toca acompañar, aconsejar y ayudar a los fieles en la búsqueda de la voluntad de Dios, subordinando su consejo a la alta direc­ción del Espíritu, «que se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8, 16). De no portarse así, el guía humano se apropiaría de la persona que se le ha confiado e impondría su parecer al plan de Dios sobre quien no tiene dominio. Con sumo respeto a la libertad de sus hermanos en la fe, el director examina las comunicaciones recibidas e intenta dar cauce a todas ellas.

Santa Luisa no pensaba ni actuaba de distin­ta manera, atenta siempre a las inspiraciones del Espíritu. La devoción a la fiesta de Pentecostés y a la divina Providencia, que se encarga de descubrirnos el camino que hemos de seguir, manifiesta su íntima disposición de permanecer sujeta a la Ley del Espíritu de Dios, que «es quien activa el querer y el obrar, como bien le parece» (Flp 2, 13).

3. Objetivos de la dirección espiritual

Sentado el principio de la recurrencia al Espí­ritu Santo, agente principal de la dirección, co­rresponde al instrumento humano acompañar a sus hermanos hasta el encuentro personal con Cristo, desbrozando la maleza que impide avan­zar por la senda de la perfección cristiana. El se­guimiento de Jesús, la práctica de la oración y el ejercicio de las renuncias evangélicas son los tres objetivos más recalcados en la dirección vicen­ciana.

Ante todo es necesario asegurar el segui­miento de Jesús de Nazaret evangelizador de los pobres y el revestimiento de su Santo Espíritu, pues asegura san Pablo que «el que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece» (Rm 8, 91. Se­guir a Jesús equivale a hacer lo que él hizo en la tierra y con su mismo espíritu, es decir, practi­cando sus dos grandes virtudes: «la religión pa­ra con su Padre y la caridad con los hombres» (V1, 370). Fuera de este objetivo principal, com­pendio de todos los demás, la dirección espiritual pierde su sentido, y resultan vanos todos los es­fuerzos humanos. La participación progresiva en la vida y muerte del Salvador del mundo es el principio y fin del anhelo cristiano.

El segundo objetivo, la práctica de la oración, se deriva del anterior, pues es imposible mante­nerse durante largo tiempo en el seguimiento fiel de Jesús sin una dedicación expresa a la oración. De aquí se sacan las fuerzas necesarias para con­tinuar la obra de Cristo; aquí se descubre progre­sivamente la voluntad de Dios que nos quiere em­pleados en la misma obra de su Hijo. El director tendrá que enseñar en muchas ocasiones y de muchas maneras el modo de hacer oración, has­ta que el orante acierte a encontrarse consigo mismo y con el Espíritu que mora en nosotros co­mo en un templo (cf. 1Cor 3, 16; 6, 19) y aprenda que «el Espíritu viene en ayuda de nuestra fla­queza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene» (Rm 8, 26).

En la dirección espiritual se aconseja igual­mente la ascesis requerida por el llamamiento a seguir a Jesús: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sí­game» (Mt 16, 24). No se trata de imponer sacri­ficios al dirigido, sino que él mismo vaya descu­briendo que sin las renuncias prescriptas por el Evangelio no alcanzará a Jesús. Entra dentro de la prudencia del director aprobar o desaprobar ciertas formas de mortificación corporal que po­drían dañar la salud con perjuicio del trabajo o que en momentos de mayor fervor se cometan exageraciones, que el director ha de corregir a tiempo. Ello no obsta para que se aconseje la lu­cha contra la triple concupiscencia de que habla san Juan (1Jn 2, 16), contando además con el an­tagonismo existente en el hombre entre la ley de Dios y la ley de la carne (cf. Rm 7, 14-25).

Los tres objetivos señalados no impiden la presencia de otros, según sean las circunstan­cias personales, de tiempo, de estado o de tra­bajo. En la comunicación se verá qué objetivos conviene fijarse a largo y a corto plazo, sabiendo que lo único necesario es afianzarse en el segui­miento de Jesús. En términos generales, las en­señanzas vicencianas sobre los objetivos de la dirección puntualizan la necesidad de la purifica­ción, de la iluminación y de la unión con Dios, tér­minos que evidentemente hacen referencia a la clasificación de la triple vía purificativa, iluminati­va y unitiva (cf. XI, 241).

4. Formas y lugares de la dirección

Según san Vicente, «apenas puede nadie pro­gresar en la virtud sin la ayuda de un director es­piritual. Es muy difícil que el dirigido llegue a la perfección requerida si de vez en cuando no in­forma, como conviene, a su director sobre su es­tado interior» (RC, CM, X, II). He aquí otra obser­vación, fruto de la experiencia personal y ajena, que destaca en la historia de la pastoral direccio­nal. Es raro encontrarse con autores que traten del tema y que no aconsejen la ayuda espiritual.

La «información del estado interior» es la pri­mera norma de la dirección. Puede darse dentro o fuera del sacramento de la penitencia. La co­municación interior, celebrada en un clima de con­fianza, permite al director conocer el estado real de su confidente, y a éste, exponer su situación particular comentando sus aspiraciones y fallos, cómo cortar las raíces del mal o defenderse de los ataques del maligno. La información hecha por medio de una entrevista se realiza en un diá­logo sobre puntos referentes a la vocación y mi­sión cristiana. San Vicente denuncia algunas des­viaciones que pueden originarse del encuentro entre el director y el dirigido. Después de enu­merar una lista no excesivamente larga de de­fectos, concluye: «Cuando para su consuelo o progreso espiritual tengan (las Hijas de la Cari­dad) necesidad de los consejos de su director, acu­dan a él con confianza, ábranle el corazón con sencillez y sinceridad, pero brevemente, con de­seo de aprovecharse y el propósito de seguir lo que él les indique. Las Hijas de la Caridad tienen que decir poco y hacer mucho» (VI, 47).

Cuando el coloquio resulta difícil dentro o fue­ra del sacramento de la penitencia, el dirigido pue­de recurrir al medio de la correspondencia, don­de algunos encuentran más facilidad y exactitud en la información de su estado interior. El caso de santa Luisa con san Vicente confirma el me­dio por correo, práctica que se ha dado en todos los tiempos con más o menos ventajas e incon­venientes.

No hay horas ni lugares fijos para la dirección espiritual: depende mucho de las circunstancias en que se encuentren tanto el director corno el dirigido. Especial mención merece el tiempo de los Ejercicios Espirituales. Es aquí, en el silencio y en la meditación, donde el Espíritu inspira de­seos más ardientes de santidad y donde el ejer­citante ansía comunicar sus propósitos a un guía espiritual. Santa Luisa aprovechaba preferente­mente este tiempo para dar cuenta de su interior, y aconsejaba a sus compañeras que hicieran lo mismo con algún sacerdote de la Misión, «ya que existe una estrecha unión entre la manera de vi­da de la Compañía de las Hijas de la Caridad y la de la Congregación de la Misión, y los intereses de ambas son comunes» (SLM, p. 756; cf. Const. HH. C., 2. 13).

5. Cualidades del director

San Vicente tiene presente las sugerencias de Pedro de Bérulle y de Francisco de Sales cuan­do comenta las cualidades que han de adornar a un director espiritual o superior de la comunidad. De acuerdo con los objetivos propios de la di­rección, el guía espiritual ha de reflejar la perfec­ción que a otros recomienda. Pasando por alto algunas cualidades como la debida preparación teológica, la apertura de mente y de corazón, el fácil acceso a su persona y la confianza que ha de inspirar, señalamos tres principales.

La primera dice así: «Vaciarse de sí mismo pa­ra revestirse de Jesucristo». El Santo parte de la famosa teoría de las «jerarquías dionisianas», se­gún la cual «las causas ordinarias producen los efectos propios de su naturaleza: los corderos engendran corderos_ y el hombre engendra otro hombre. Del mismo modo, si el que guía a otros está animado solamente del espíritu humano, quienes le escuchen… se convertirán en meros hombres. Por el contrario, si está lleno de Dios, todas sus palabras serán eficaces, de él saldrá una virtud que edificará a todos» (XI, 236). El vacío de sí mismo es condición indispensable para llenar­se luego del espíritu de Cristo, que «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual, sino que se despojó de sí mismo, toman­do condición de siervo» (Flp 2, 6-7). El Espíritu es el que imprime «su sello y su carácter» en los fie­les cristianos, pero el que está lleno del Espíritu de Dios engendra, lo mismo que san Pablo, nue­vos hijos de nuestro Señor {cf. XI, 237). El direc­tor se siente obligado a «referir a Dios todo el bien que se hace por medio de nosotros…, evitando toda complacencia, que es una peste que co­rrompe las acciones más altas» y a avisar de an­temano a sus dirigidos que «no va a enseñarles nada, sino a servirles» (XI, 237-238).

El espíritu de oración es la segunda cualidad que acredita a un director: «Tener mucho trato con Dios en la oración. Aquí está la despensa de don­de se podrá sacar las instrucciones necesarias y donde se pide por las necesidades de las perso­nas que están bajo nuestra dirección» (XI, 237- 238). ¿Cómo animar a otros al seguimiento de Je­sús y al revestimiento de su espíritu si el guía o pastor no va delante de su rebaño? El ejemplo es la razón más convincente de la necesidad que existe de la oración.

La tercera cualidad se refiere al interés que se ha de tener por la persona entera, por su salud corporal y espiritual, por su bienestar temporal y por su gozo en el Espíritu. En efecto, el superior o director «ha de mirar no solamente por las co­sas espirituales, sino que ha de preocuparse tam­bién de lo temporal; pues, como sus dirigidos es­tán compuestos de cuerpo y alma, debe también mirar por las necesidades del uno y de la otra, y esto según el ejemplo de Dios» (XI, 241). Jesús aparece en el Evangelio como médico de los cuer­pos y de las almas, interesándose por el hombre completo. De ahí que el director tenga que pre­guntarse muchas veces: «Señor, si tú estuvieras en mi lugar, ¿qué harías en esta ocasión? ¿cómo instruirías a este pueblo? ¿cómo consolarías a es­te enfermo de espíritu o de cuerpo?» (XI, 239. 240).

Las cualidades apuntadas y otras no mencio­nadas van siempre acompañadas de un principio de gobierno: «Hay que ser firme e invariable en el fin, pero manso y humilde en los medios» (II, 250). Con otras palabras, el director ha de evi­tar la volubilidad propia y la de sus dirigidos, pe­ro ha de ser comprensivo con toda clase de desalientos, fallos y caídas. El fin invariable de la direccion es asegurar el seguimiento de Jesús, cuya conquista es fruto de la acción del Espíritu y de la humilde colaboración del hombre.

6. Amistad y dirección espiritual

Es inevitable que el trato frecuente y confia­do entre dos personas engendre verdadera amis­tad. La historia de la Iglesia relata numerosas casos de santos que, debido a la dirección espi­ritual, llegaron a disfrutar de profunda confianza. El mismo Jesús distinguió a Pedro, a Juan y a San­tiago con señales de especial amistad, aunque no excluyó a ninguno de los apóstoles del círculo de su amor. Después de Jesús, revelación de amor divino y humano, muchos seguidores suyos han experimentado el mismo sentimiento de «sim­patía» con otras personas del mismo o de distinto sexo que se confiaron a su ayuda y oración.

El caso Vicente de Paúl – Luisa de Marillac confirma una larga tradición de amistades espiri­tuales. Su plena inteligencia, exenta de sospe­chas de pecado, crecía en la participación de un mismo ideal apostólico. Luisa de Marillac da gra­cias a Dios por el encuentro providencial con Vi­cente de Paúl de quien recibió más ayuda que de nadie. El respeto que siempre le profesó no la pri­vó de una total confianza para pedirle se tornara la molestia de conocerla bien: «Yo, le escribe, no me reservaré nada que lo pueda impedir, según la gracia que Dios me ha concedido siempre de desear que pudiera usted ver todos mis pensa­mientos, acciones e intenciones tan inteligente­mente como su Bondad los ve, para mayor glo­ria suya» (V, 163).

El ideal común de seguir a Jesús, sirviéndole en la persona de los pobres, fraguó en amistad entre los dos santos que mutuamente se enco­mendaban a las oraciones y se comunicaban sus inquietudes apostólicas con espíritu de amor y confianza.

BIBLIOGRAFÍA:

P. BÉRULLE, Memorial de direction pour les Su­périeurs.- F. CONTASSOT, Saint Vincent de Paul, guide des Supérieurs.- A. D’AGNEL, Saint Vin­cent de Paul, directeur de consciente, Paris 1925 (trad. española, Madrid 1927).- S. FRAN­CISCO DE SALES, introducción a la vida devota. ­B. GIOFIDANI, Encuentro de ayuda espiritual, Sociedad de ediciones Atenas, Madrid 1985.- MAC AVERY, Direction spirituelle, en Diction­naire de Sp., Paris, Beauchesne 1957, T. III, 1002-1214.- L. M. MENDIZABAL, Dirección es­piritual, BAC, Madrid 1978.- J. F. VALDERRÁ­BANO, Dirección espiritual, en Diccionario Te­ológico de la vida consagrada, Publicaciones Claretianas, Madrid 1989.

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