Espiritualidad vicenciana: Congregación de la Misión

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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Author: José María Román, C.M. · Year of first publication: 1995.

SUMARIO: - Los orígenes. La fundación (1617-1625).- La consolidación (1625-1633).- Configuración constitucional. Re­glas y votos.- Configuración constitucional. Reglas y votos.-Crecimiento y expansión (1633-1660).


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Sociedad de vida apostólica compuesta de sa­cerdotes y laicos, fundada por San Vicente de Paúl en París el 17 de abril de 1625 y aprobada por el Papa Urbano VIII el 12 de enero de 1633, me­diante la Bula Salvatoris Nostri. Sus miembros se denominan en España, Paúles; en Francia, Laza­ristas; en otros países, Vicencianos o Vicentinos.

Los orígenes. La fundación (1617-1625)

El origen de la Congregación de la Misión es inseparable de la vocación personal de Vicente de Paúl. En enero de 1617, Vicente, que ejercía el cargo de preceptor de los hijos de la familia Gon­di, tuvo una experiencia decisiva. En Gannes, un pueblecito de los dominios de dicha familia, fue llamado a confesar a un moribundo. Le exhortó a hacer una confesión general. El enfermo la hi­zo y a continuación, haciendo entrar a todos los acompañantes de Vicente, entre los que figura­ba la misma señora de Gondi, manifestó públi­camente que, si no hubiera hecho aquella con­fesión, se habría condenado irremisiblemente pues llevaba muchos años callando por vergüen­za en sus confesiones pecados muy graves. La señora de Gondi hizo a Vicente esta reflexión: «Si este hombre, que pasaba por hombre de bien, estaba en estado de condenación, ¿qué ocurrirá con los demás, que viven tan mal?» Vicente pen­saba lo mismo. Y de común acuerdo decidieron que, en la semana siguiente, Vicente predicaría en Folleville un sermón sobre la confesión general. La fecha escogida fue el miércoles 25 de enero. El sermón de Vicente tuvo tal éxito que la gente acudió en masa a confesarse. Vicente y un sa­cerdote que le acompañaba no daban abasto. Pi­dieron ayuda a los jesuitas de Amiens, que se la enviaron. Luego repitieron la predicación en las aldeas vecinas con idénticos resultados. Vicente diría más tarde que aquel sermón había sido «el primer sermón de misión» y consideraría la fecha del 25 de enero de 1617 como la del nacimiento de la Congregación de la Misión. En realidad, aquel día no fundó nada, pero la experiencia vivi­da marcó para siempre a Vicente de Paúl que, gra­cias a ella, encontró su vocación personal: la evan­gelización de los pobres y, en concreto, de los pobres campesinos, mediante las misiones. Esa vocación personal estaba llamada a ser la voca­ción comunitaria de la Congregación de la Misión.

Acontecimientos posteriores de la vida de Vi­cente irían completando y perfilando la intuición original. Entre ellos, hay que contar otra expe­ riencia común a Vicente y a la señora de Gondi. Ambos observaron que algunos sacerdotes no sabían la fórmula de la absolución. Vicente com­prendió que los males que aquejaban al pueblo cristiano no se remediarían en tanto no se con­tara con un clero idóneo y bien preparado para ejer­cer las funciones sacerdotales. Había que em­prender ambas tareas, lo que coincidía exacta­mente con el programa de reforma de la Iglesia propugnado por el Concilio de Trento: catequiza­ción del pueblo y formación del clero en centros adecuados.

No menor influencia ejercieron en la vocación personal de Vicente y en la de su Congregación otros hechos ocurridos aquel mismo año de 1617, en Châtillon les Dombes, pueblecito de la Bres­se, en las cercanías de Lyon, a donde Vicente se había retirado, dejando la casa de los Gondi, pa­ra ser fiel a su vocación de evangelizar a los po­bres del campo. Allí, conoció de primera mano la miseria corporal del pobre pueblo al comprobar la de una familia avecindada en los alrededores y tuvo la idea de fundar una asociación destinada a remediarla: la cofradía de la Caridad que sería el germen de la Compañía de las Hijas de la Ca­ridad. Para los orígenes de la Congregación de la Misión, el hecho cuenta sobre todo como reve­lador para Vicente de la doble vertiente de su vo­cación: «El pobre pueblo se muere de hambre y se condena». No bastaba, pues, con predicar; a un pueblo carente de lo más indispensable había que procurarle tanto el pan del cuerpo como el de la palabra. Las dos alas de la vocación vicen­ciana completa serán en adelante la misión y la caridad, cada una de las cuales implica necesa­riamente a la otra.

Un tercer hecho importante se produjo, en fin, unos años más tarde mientras Vicente pre­dicaba sendas misiones en Montmirail (1620) y Marchais (1621). Un protestante de la primera lo­calidad encontraba para convertirse una dificul­tad insuperable en el hecho de ver las ciudades llenas de sacerdotes y religiosos mientras los ca­tólicos del campo estaban confiados a pastores viciosos e ignorantes. Venció la dificultad al ver a Vicente y sus compañeros predicar en Marchais al año siguiente. Vicente vio en aquel episodio la confirmación de sus propias convicciones de que el abandono espiritual de los pobres y la igno­rancia y el escaso celo de muchos sacerdotes eran las dos grandes plagas de la Iglesia que a toda costa era necesario extirpar. Ese sería el gran ob­jetivo de la Congregación que insensiblemente se sintió llamado a fundar. Entre 1618 y 1625, Vicen­te, que había regresado a la casa de los Gondi, se dedicó preferentemente a la predicación de mi­siones en los dominios de sus señores. Lo hacía a título personal, buscando colaboradores ocasio­nales entre sus conocidos del clero de París. La se­ñora de Gondi quería dar a aquella actividad ocasional un carácter más permanente; pensaba en una fundación destinada a misionar periódica­mente todas sus posesiones. Acudió con su pro­yecto a varias comunidades y, en particular, a los jesuitas y los oratorianos. Ambas rehusaron, ale­gando diversos motivos. Entonces, pensó en que fuera el mismo Vicente quien creara para el caso una comunidad nueva y así se lo propuso. Vi­cente tardó en decidirse. Le detenía, sobre todo, la duda de si era ésa verdaderamente la voluntad de Dios. Hasta que su confesor y director espiri­tual, el Dr. Duval, le dio el empujón definitivo. Vi­cente aceptó la sugerencia de la Señora de Gon­di y empezó a hacer los preparativos para el despegue. Se licenció en Derecho por la Sorbo­na y enseguida fue nombrado «principal» del co­legio universitario de Bons Enfants del que tomó posesión por procurador el 16 de marzo de 1624. De ese modo, disponía de domicilio propio en que albergar a la futura comunidad. Un año más tarde, el 17 de abril de 1625, firmaba ante nota­rio con los señores de Gondi el contrato de fun­dación de la «compañía, congregación o cofra­día» de la Misión.

Como se deduce de esos nombres, la natu­raleza jurídica de la nueva asociación no estaba aún muy definida. En cambio, sí lo estaban sus fines: «se dedicarán entera y exclusivamente a la salvación del pobre pueblo, yendo, a expensas de su bolsa común, de aldea en aldea, a predicar, ins­truir, exhortar y catequizar a aquella gente e in­ducirlos a todos a hacer una buena confesión general de toda su vida pasada». La estructura ju­rídica era también muy elemental: se reducía a nombrar superior y director vitalicio a Vicente de Paúl y capacitar a los demás miembros, quienes durante ocho o diez años renunciarían a cualquier otro cargo o dignidad eclesiástica, para elegir a su sucesor. Se preveía la redacción de un reglamento y se estipulaba que no se predicaría en ciudades para hacerlo sólo en aldeas y pueblos del campo. En principio, la asociación asumía la carga de mi­sionar por entero cada cinco años las tierras del señor y la señora. de Gondi. A cambio de todo ello, los señores de Gondi dotaban a la nueva institu­ción de un capital social estipulado en 45. 000 li­bras, tomadas sobre las rentas de la abadía de Bu­zais, cuyo titular era el hijo menor de los señores de Gondi, que andando el tiempo sería famoso con el nombre de Cardenal de Retz. En razón de to­das estas circunstancias, Vicente consideraba a la señora de Gondi como la fundadora de su Con­gregación. Lo era realmente en el sentido eco­nómico del término. En el sentido espiritual, Vi­cente insistió siempre en que él no había tenido la idea de crear una nueva Congregación y que ésta debía atribuirse sólo a Dios. Es la típica «ig­norancia» de los fundadores respecto de su obra, que forma parte integrante del carisma de fundador.

La consolidación (1625-1633)

A pesar de todas las formalidades del con­trato fundacional, la «compañía o cofradía de la Misión» era sólo un proyecto sobre un papel. Por ello, la primera preocupación de Vicente fue con­seguir la consolidación de la naciente comunidad y a ello dedicaría su principal esfuerzo en los años inmediatos.

Ante todo, en el terreno del personal. En los primeros momentos, Vicente no contaba con más compañero estable que un joven sacerdote, An­tonio Portail, quien le había seguido fielmente desde doce o trece años antes. Para atender a las cargas de la fundación, contrataban a un sacer­dote amigo al que pagaban cincuenta libras. Al sa­lir de misión, cerraban la residencia, el colegio de Bons Enfants, y dejaban las llaves a un vecino. Ello no obstante, Vicente obtuvo la primera aprobación canónica de su sociedad por un decreto del ar­zobispo de París, Mons. Juan Francisco de Gon­di, hermano de los fundadores, firmado el 24 de abril de 1626. Cuatro meses más tarde, el 4 de septiembre del mismo año, firmaban su afiliación a la comunidad los tres primeros misioneros: el referido Portail y dos sacerdotes de la diócesis de Amiens, Francisco de Coudray y Juan de la Se­lle. Poco después, se incorporaron otros cuatro miembros: Juan Becu, Antonio Lucas, José Bru­net y Juan D’Horgny. Por fin, empezaba a ser una realidad la «pequeña compañía de la Misión», co­mo Vicente la llamaría toda su vida.

Lo mismo ocurría en el terreno apostólico. Los primeros misioneros dedicaban todo su tiem­po a las misiones, que los ocupaban continua­mente desde octubre a junio. Ello significaba unos doscientos noventa días de trabajo al año. Pron­to se contó con un reglamento inicial que regu­laba la vida común y la actividad apostólica y se fue elaborando la espiritualidad propia de una comunidad apostólica. Las misiones eran ente­ramente gratuitas y los misioneros llevaban con­sigo incluso las camas. Se cumplían estrictamente las obligaciones del contrato fundacional. Pero se asumían nuevas obligaciones. Así por ejemplo, se estableció la costumbre de dejar constituida en todas las localidades misionadas la cofradía de la Caridad. Era la forma de dar cauce a la doble vocación, misionera y caritativa, de la comunidad. A los pocos años, en 1628, una nueva ocupación vino a diversificar las tareas de los misioneros. A instancias del obispo de Beauvais, Mons. Potier, la comunidad de Vicente se encargó de predicar a los ordenandos de aquella diócesis unos ejer­cicios espirituales preparatorios de su ordenación. Tales ejercicios eran una especie de cursillo de urgencia para proporcionar a los nuevos sacer­dotes ocasión de reflexionar seriamente sobre su vocación y sus exigencias espirituales y pro­curarles un mínimo de conocimientos teóricos y prácticos con que hacer frente a sus deberes pas­torales. La experiencia tuvo tal éxito que tres años más tarde se instalaba la misma práctica en la dió­cesis de París. También esto respondía al diseño inicial. En efecto, como hemos visto, la aspiración a la reforma del clero formaba parte integrante de la inspiración original de la Compañía desde los años anteriores a la fundación.

Económicamente, la Congregación de la Mi­sión parece haberse defendido bien los primeros años. Las rentas del capital fundacional y los in­gresos procedentes del Colegio de Bons Enfants aseguraban la manutención de un reducido gru­po de misioneros, los seis o siete que preveía el contrato inicial. Pero, a medida que aumentaba el personal –se llegó a los 26 miembros en 1631–, las necesidades se multiplicaban. Vicente admi­tía donaciones que no procedieran de las locali­dades misionadas: «No tenemos derecho a re­chazar lo que se nos da por amor de Dios». Pe­ro no bastaba. La consolidación económica pro­vino de un frente inesperado. En las afueras de París, se alzaba un antiguo priorato, San Lázaro, fundación medieval destinada a leprosería. A prin­cipios del siglo XVII, apenas si quedaban en ella leprosos. La fundación estaba en posesión de los Canónigos de San Víctor, pertenecientes a la Or­den de San Agustín. Desavenencias comunitarias llevaron a su prior, Adrián Le Bon, a la decisión de renunciar al cargo. Algunos amigos le sugirie­ron entonces el nombre de Vicente de Paúl y su joven Congregación, que tanto bien hacía a las al­mas. Después de largas conversaciones en las que, paradójicamente, la resistencia principal pro­vino del presunto beneficiario de la donación, se llegó a un acuerdo. La Congregación de la Misión recibía en propiedad todos los bienes anejos al priorato, que, ciertamente, eran numerosos, y se comprometía, a cambio, a seguir asistiendo a los leprosos, a abonar sustanciosas pensiones anua­les a los antiguos canónigos y prior, quienes, ade­más, tendrían el derecho de seguir residiendo en el priorato a misionar gratuitamente todas las pa­rroquias de la diócesis de París ocupando en ello a ocho misioneros y a recibir, también gratis, por quince días cada vez, a todos los clérigos de la misma diócesis que se dispusieran a recibir las sagradas órdenes. El contrato se firmó el 7 de ene­ro de 1632, previa autorización del Arzobispo, y la Congregación de la Misión pasó inmediata­mente a ocupar los locales. En el mismo mes de enero, se hicieron públicas las letras patentes del Rey autorizando la unión y el 24 de marzo dio su consentimiento el ayuntamiento de París. Con la adquisición de San Lázaro, puede decirse que la Congregación de la Misión, aunque no se vio del todo libre de problemas y penurias, vio despeja­das las incógnitas que se cernían sobre su futu­ro económico. En ese sentido, San Lázaro pue­de considerarse como una segunda fundación.

Paralelamente a la consolidación apostólica y económica, se fue produciendo la consolidación institucional. Desde los primeros momentos, se trabajó con ahínco por conseguirla tanto en la es­fera eclesiástica como en la civil. Como hemos visto, apenas un mes después de la firma del pri­mer contrato dio su aprobación el arzobispo de París. También fue temprana la aprobación real, que se otorgó en mayo de 1627. Los problemas empezaron cuando se trató de obtener del Par­lamento de París la ratificación de las Letras Re­ales. A ello, se opusieron los párrocos de París, cuyo síndico dirigió al Parlamento una larga ex­posición de motivos entre los que ocupa lugar importante el recelo de que la nueva Congrega­ción pudiera menoscabar los derechos de los párrocos. Por eso, exigía que los misioneros firmasen un compromiso de renunciar a toda retribución y salario por sus trabajos ni a costa del beneficio donde predicaran ni a costa del pueblo. En nombre de su Congregación, Vicente aceptó con gusto aquellas exigencias, que coincidían con las notas distintivas de la misma, formuladas en el contrato de fundación. El 4 de abril de 1631, dio por fin su aprobación el Parlamento de París. Quedaba pendiente la aprobación pontificia.

También los trámites para obtener la aproba­ción de la Santa Sede se iniciaron muy tempra­no. En 1627, es decir, a los dos años de la fun­dación, se consiguió una primera aprobación romana, otorgada por la Congregación de Propa­ganda Fide. Era un logro importante aunque modesto, pues se limitaba a reconocer como «mi­sión» la institución fundada por Vicente, sin dar­le carácter de congregación o compañía. Por eso, un año más tarde se intentó conseguir algo más. Pero esta vez, las gestiones no tuvieron éxito, a pesar de ir recomendadas por el Nuncio y los reyes de Francia. La Sagrada Congregación res­pondió que no podía conceder lo solicitado por­que «desborda los términos de la misión y tien­de a la fundación de una nueva orden religiosa». Sin duda, influyó en el rechazo la oposición que en Roma y en Francia le hizo el Cardenal Bérulle, el antiguo director espiritual de Vicente. Éste no se desanimó. Continuó sus gestiones por otro camino, dirigiéndose para ello a la Congregación de Obispos y Regulares, en vez de hacerlo a la de Propaganda y destacando a Roma un agente directo en la persona de uno de los primeros mi­sioneros, Francisco Du Coudray, con la misión de hacer saber allí que «el pobre pueblo se conde­na por no saber las cosas necesarias a la salva­ción y no confesarse». «Si Su Santidad supiese esta necesidad, no tendría descanso hasta hacer todo lo posible por poner orden en ello». Du Cou­dray actuó con tal habilidad que en sólo dos años obtuvo la aprobación y en la forma más solemne que podía pensarse: mediante una Bula pontifi­cia: la Salvatoris Nostri, expedida el 12 de enero de 1633, que erigía y aprobaba la Congregación de la Misión. En ella, después de reconocer la inspiración divina de la obra, se fijan las líneas bá­sicas de la institución. Ésta se configura como Congregación de sacerdotes seculares y laicos, sometidos a un Superior General vitalicio, Vicen­te de Paúl, quien podría redactar las Reglas y so­meterlas a la aprobación del arzobispo de París. Se fija además la finalidad de la Congregación: de­dicarse a la propia salvación y, juntamente, a la salvación de los campesinos, sin predicar en ciu­dades salvo para dirigir los ejercicios de orde­nandos. Como ministerios propios se enumeran la enseñanza de las verdades de la fe, las con­fesiones generales, la predicación, el catecismo, la fundación de cofradías de la caridad y las con­ferencias y ejercicios a sacerdotes. Por último, se señalan como puntos claves de la espiritualidad, la devoción a la Santísima Trinidad, al misterio de la Encarnación y a la Santísima Virgen, y como prin­cipales actos de piedad la misa diaria para los sa­cerdotes, la comunión para los laicos, una hora dia­ria de oración mental y tres exámenes diarios de conciencia. Con la Bula Salvatoris Nostri, queda­ba ultimada en lo esencial la institucionalización de la Congregación de la Misión. A los ocho años de su nacimiento, gozaba de un claro y sólido es­tatuto jurídico que la perfilaba nítidamente en la Iglesia.

Configuración constitucional. Reglas y votos

La estructura jurídica de que la Bula Salvato­ris Nostri dotaba a la naciente Congregación era, sin embargo, muy elemental. De ahí, que ésta tu­viera que afrontar un proceso constituyente en el que cabe distinguir tres etapas. En la primera (1633-1642), puede decirse que todo depende de la voluntad personal del fundador. No existía nin­gún órgano de gobierno colegiado ni siquiera un Consejo del General. Este fue introduciendo una serie de prácticas –entre ellas, la emisión de vo­tos simples y perpetuos de pobreza, castidad y obediencia, ordenada en 1641– cuya codificación posterior daría origen a las Reglas y constitucio­nes. En 1642, se produce un hecho importante que marca el comienzo de la segunda etapa (1642­-1653). El fundador convoca por primera vez una asamblea general de la Congregación, a la que asistieron todos los superiores. Dicha asamblea tenía como misión estudiar el proyecto de Re­glas y Constituciones elaborado por el fundador con la asistencia de algunos de los misioneros más destacados. Se dedicaron a ello dieciocho se­siones. Al cabo de las mismas, como no se ha­bían podido concluir los trabajos, se designó una comisión que culminara la obra. Vicente de Paúl tomó ocasión en esta primera reunión plenaria de la Congregación para presentar su dimisión como General. A su modo de ver, la Congrega­ción, una vez establecidos sus órganos de go­bierno, debía proceder a darse un superior elegi­do por ella misma. Pero la asamblea rehusó acep­tarla y, en último término, significó su decisión de no tener otro superior que «el que Dios mismo en su bondad nos ha deparado». El fundador no tuvo más remedio que someterse a la voluntad unánime de los congregados haciendo así «su primer acto de obediencia a la compañía». En re­alidad, lo que se había logrado –y éste era pro­bablemente el objetivo de Vicente en aquellos momentos– era la objetivación de la institución, que dejaba de ser una mera hechura del funda­dor para constituirse en corporación soberana, dueña de sus propios destinos. De hecho, la asam­blea procedió a estructurar la Congregación de un nuevo modo mediante su división en provincias y a dotar al General de un consejo asesor com­puesto por dos asistentes. En los años siguien­tes, se prosiguió la elaboración de las Reglas y Constituciones, hasta que en 1651, se tuvo un tex­to completo. Se convocó entonces una nueva asamblea general (julio-agosto de 1651) que le dio la última mano y, conforme a lo previsto en la Bula Salvatoris Nostri, se sometió a la aproba­ción del arzobispo de París, que la concedió el 23 de agosto de 1653. La última etapa de la elabo­ración de las Reglas y Constituciones (1653-1658) estuvo ocupada por la tarea de darlas a la im­prenta y someterlas a la aprobación directa de la Santa Sede. Todavía se hicieron algunas modifi­caciones de detalle y, por fin, salieron a la luz en 1658. El fundador las distribuyó a los misioneros en un emotivo acto celebrado el 17 de mayo de dicho año. Se trataba sólo del texto de las Reglas Comunes, sin las prescripciones estrictamente jurídicas o constitucionales, las cuales no serían aprobadas por la Santa Sede hasta después de la muerte del fundador.

Las Reglas Comunes son el código de per­fección de los miembros de la C.M. En ellas, cristaliza definitivamente el pensamiento vicen­ciano sobre la vida espiritual de los misioneros. Son un libro de poco más de cien páginas, agru­padas en doce capítulos que definen los deberes fundamentales: fin y naturaleza de la Congrega­ción, enseñanzas evangélicas, pobreza, castidad, obediencia, cuidado de los enfermos, modestia, relaciones de los misioneros entre sí, trato con los externos, ejercicios de piedad, misiones y otros ministerios, medios de desempeñar bien las ac­tividades de la Congregación. Más que a regular minuciosamente la vida diaria, tienden a fijar el es­píritu con que el misionero debe afrontar las exi­gencias de su vocación. Rasgo característico es que cada capítulo se abre con una llamada a la imi­tación de Cristo en la materia correspondiente. En el dedicado a las enseñanzas o máximas evan­gélicas se define el espíritu propio de la Con­gregación, que debe hacer suyas las disposiciones interiores de Cristo: amor y reverencia hacia el Padre, caridad compasiva y eficaz para con el pobre y docilidad a la divina Providencia y plas­marse en las cinco virtudes típicas del misione­ro: sencillez, humildad, mansedumbre, mor­tificación y celo por la salvación de las almas. Como armas eficaces para adquirir, conservar y mantener incólume el ideal de la Congregación, situando a ésta «en el estado más perfecto po­sible sin entrar en el de religión», el fundador re­currió a la profesión por votos simples –y por lo tanto, privados, según el derecho de la época– de los consejos evangélicos de pobreza, cas­tidad y obediencia, a los que se añadía un cuar­to de estabilidad en la Congregación para dedi­carse toda la vida a la salvación de los pobres del campo. La regulación constitucional de los vo­tos recorrió un camino paralelo al de las Reglas. Desde 1627 ó 1628, los misioneros empezaron a emitir los votos de modo voluntario. Más ade­lante, hacia 1639 ó 1640, el fundador promulgó una ordenanza por la que se obligaba a emitir los cuatro votos mencionados a todos los miembros que en adelante fueran admitidos en la Congre­gación. Tal ordenanza fue aprobada por el arzo­bispo de París, el 19 de octubre de 1641 en virtud de las facultades que le otorgaba la Bula Sal­vatoris Nostri. En la aprobación, se hacía constar expresamente que, «no obstante la emisión de dichos votos, la Congregación no será contada en el número de las órdenes religiosas ni dejará, por tanto, de pertenecer al cuerpo del clero secular». El 24 de febrero siguiente, la mayoría de los mi­sioneros emitieron o renovaron sus votos. A raíz de ese momento, surgió en el seno de la Con­gregación una aguda polémica que no bastaron a acallar ni el prestigio ni la autoridad del funda­dor. Se argumentaba que los votos situaban a la Congregación en el estado religioso y que eran inválidos pues la facultad concedida al arzobispo de París de aprobar las reglas de la Congregación no se extendía a la aprobación de los votos. La polémica alcanzó su punto culminante en la asam­blea de 1651, en que se debatió ampliamente la conveniencia o no de hacer votos. La resolución final fue someter el asunto a la aprobación de la Santa Sede. Así se hizo. El 22 de septiembre de 1655, el papa Alejandro Vil publicaba el Breve «Ex commissa nobis», por el que aprobaba los vo­tos de la Congregación de la Misión y concedía a ésta la exención de los ordinarios. Eran votos simples, perpetuos y reservados al sumo Pontí­fice y al superior general de la Congregación. Ello no obstante, el Breve hacía constar que «esta congregación no será considerada por ello en el número de las órdenes religiosas, sino que será del cuerpo del clero secular». De esa manera, a los treinta años de su fundación, la congregación de la Misión lograba fijar definitivamente su carácter jurídico, un carácter que hace de ella una de las creaciones más originales de la Iglesia has­ta entonces: una congregación perteneciente al clero secular, pero exenta de los ordinarios loca­les y dotada de votos.

Configuración ministerial

En cuanto a los ministerios, la Congregación se mantuvo en sus comienzos estrictamente fiel a los dos ministerios iniciales, las misiones y la formación de ordenandos, conforme a la consig­na dada por el fundador: «nuestro Instituto no tiene más que dos fines principales, esto es, la instrucción de la pobre gente del campo y los se­minarios».

Las misiones tenían por finalidad «dar a co­nocer a Dios a los pobres». Por ello, el catecis­mo representaba una parte muy importante de la labor de los misioneros. Éstos debían predicar conforme a un método trazado por el fundador – «el pequeño método» – que exigía, de una parte, un lenguaje sencillo, acomodado a la capacidad de comprensión del pueblo y, de otra, un esque­ma de fácil asimilación, condensado en tres pun­tos: motivos de practicar una virtud o evitar un vicio, naturaleza de los mismos y medios para re­alizarlo. La misión se coronaba con la confesión general de todos los misionados y la administra­ción de la Eucaristía, conforme a las líneas de la reforma tridentina. No existe una estadística se­ria de las misiones predicadas por la C.M. en vi­da de su fundador. Se sabe, por ejemplo, que só­lo las dos comunidades de París –Bons Enfants y San Lázaro– dirigieron un total de 840. A ellas, hay que sumar las dadas desde otras casas den­tro y fuera de Francia. La eficacia de la misiones era grande. En todas ellas, abundaban las con­versiones de pecadores públicos, y cristianos po­co practicantes. Y, aunque no faltaron detracto­res, en conjunto, el sistema resultó sumamente útil para la reforma del pueblo cristiano, para su reevangelización. Conforme a la idea fundacio­nal, la C.M. declinó siempre la predicación en las ciudades, ciñéndose estrictamente a las po­blaciones campesinas. Si hubo alguna excepción, fue durante las luchas de la Fronda, pero tam­bién entonces, la predicación iba dirigida a los campesinos refugiados en París a causa de la guerra. Y cuando se recurrió a la C.M. para pre­dicar en la Corte o en ciudades populosas como Metz, el fundador encomendó la tarea a ecle­siásticos de las Conferencias de los martes asesorados por algunos misioneros. A las misiones, se unieron otros ministerios afines, como los ejer­cicios espirituales a toda clase de personas, que se facilitaban en San Lázaro, la predicación a los ejércitos en varias de las innumerables campañas de la época y la asistencia caritativa a las regiones devastadas por las guerras de la Fronda y de los treinta años, singularmente Lorena, Champa­ña, Picardía y la isla de Francia.

La formación del clero, que, como se ha vis­to, formaba también parte de la vocación origi­nal de la C.M. tuvo un desarrollo no menos es­pectacular. Desde Beauvais y París, los ejercicios a ordenandos fueron propagándose como en olas concéntricas al resto de las diócesis fran­cesas. Prácticamente, todas las casas de la C.M. eran a la vez casas de misión y de ejercicios de ordenandos. La obra culminó en 1659, año en que el Papa Alejandro VIII publicó un mandato obligando a todos los candidatos al sacerdocio de la diócesis de Roma a practicar los ejercicios en la casa de los misioneros antes de su orde­nación.

Insensiblemente, estos ejercicios preparato­rios de la ordenación evolucionaron hacia la cre­ación de seminarios. Comprendiendo que diez u once días eran muy poco tiempo para dar a los candidatos la formación que necesitaban, el pe­ríodo de preparación empezó a extenderse pri­mero a dos meses y luego a seis. Más tarde, se organizaron dos estancias, una antes de la re­cepción del diaconado y otra antes del sacerdo­cio. Por fin, se fijó en dos o tres años la época de preparación. La concepción primitiva del Semi­nario no era la de una escuela de teología. Lo esencial era la formación espiritual de los aspi­rantes y su entrenamiento en los ministerios sa­cerdotales. El ideal era una escuela técnica que proporcionara a la Iglesia sacerdotes piadosos, celosos y bien preparados en la práctica pastoral. La formación estrictamente intelectual seguía siendo cometido de las facultades universitarias. El alejamiento de los centros universitarios obli­gó en algunos casos a crear en los seminarios cá­tedras de teología y filosofía. Al generalizarse la costumbre, los seminarios acabaron por ser cen­tros de enseñanza en sentido estricto. El primer seminario formalmente aceptado por la C.M. fue el de Annecy en 1642, casi simultáneamente con otro fundado en el antiguo colegio de Bons Enfants, la primera residencia de la Congregación. Otras diócesis siguieron el ejemplo y en poco tiempo, la C.M. fue una de las más importantes fuerzas en el campo de la reforma del clero.

La tercera arma utilizada por la C.M. para esa misma reforma fueron las llamadas Conferencias de los martes, asociación de eclesiásticos que se comprometían a reunirse una vez a la sema­na para reflexionar en común sobre sus deberes morales y pastorales. Bajo la inspiración de su fundador, la C.M. las instituyó y fomentó no só­lo en su casa madre de San Lázaro sino también en las residencias periféricas. Con ello, fue cre­ando una tupida red de sacerdotes implicados en la implantación de un nuevo estilo de vida sacer­dotal, acorde con las exigencias de Trento.

Crecimiento y expansión (1633-1660)

El desarrollo numérico fue bastante lento en los primeros años. Hasta 1636, los misioneros no llegaron a 50. Influyó en ello el hecho de que san Vicente se oponía al proselitismo vocacional y, al principio, incluso a orar por vocaciones. En 1637, se crea el Seminario Interno o Noviciado y el crecimiento se acelera. A la muerte del funda­dor, en 1660, eran alrededor de 250. Para esa misma fecha, habían ingresado un total de 425. Geográficamente, las primeras vocaciones pro­cedían en su mayoría del nordeste de Francia. Socialmente, la mayor parte eran vocaciones de carácter humilde, de extracción campesina o ar­tesana, lo que complacía al fundador, sin que fal­taran algunos hombres ilustres. En cuanto a eda­des, se produjo una evolucón muy perceptible. Los primeros fueron casi todos sacerdotes. Más ade­lante, se incrementó el número de vocaciones juveniles de clérigos todavía no ordenados.

Las fundaciones siguieron un ritmo parecido. El fundador se oponía a toda política de busca de fundaciones, contentándose con las que ofrecie­ra la Divina Providencia. Hasta 1635, no hubo si­no las dos casas de París. Entre 1635 y 1642, se fundaron otras ocho. Esta última fecha marca una inflexión. No sólo aumenta el número de casas hasta alcanzar la treintena en vida del fundador, sino que se inicia la expansión geográfica fuera de Francia: Italia en 1642, Túnez en 1645, Islas Británicas en 1646, Madagascar en 1648 y Polo­nia en 1651, sin contar los proyectos frustrados de fundar en España, Brasil y Canadá.

La expansión fuera de Francia comenzó por Italia. Ya en 1631, se había destacado a Roma al P. Du Coudray con la misión de gestionar en los organismos pontificios la aprobación de la C.M. En 1639, se envió a otro, Luis Lebreton, encar­gado de conseguir una fundación en la ciudad eterna, para lo que obtuvo un rescripto favorable el 11 de julio de 1641. La fundación efectiva se llevó a cabo al año siguiente, si bien hasta 1659 no logró establecerse en casa propia en las altu­ras de Monte Citorio. A la fundación romana, si­guieron la de Génova en 1645, por iniciativa del Cardenal Durazzo, y en 1655, la de Turín, debida al interés del marqués de Pianezza. Las tres ca­sas italianas se dedicaron al doble ministerio de las misiones y los ejercicios a ordenandos con notable éxito, sobre todo el primero, que cosechó conversiones espectaculares y contó entre sus re­alizaciones la pacificación de regiones como Cór­cega, azotadas endémicamente por el bandidaje y la «vendetta». «Los bandidos se convierten», comentaba el fundador. Característica también de la misión italiana fue la rapidez con que se ini­ció el reclutamiento de vocaciones del país, para lo que las casas de Génova y Roma se erigieron muy pronto en Seminario Interno.

A Italia, siguió la misión de Irlanda. En 1645, la Propaganda Fide pidió a la C.M. que enviara sacerdotes a la isla. Roma estaba interesada en potenciar el renacimiento católico de aquel país en la época de sus luchas independentistas con­tra Inglaterra. Se pretendía, sobre todo, trabajar a fondo en la formación del clero. La C.M. con­taba para entonces con una quincena de miem­bros de origen irlandés reclutados entre los exiliados a causa de las persecuciones. Fueron en­viados seis que llegaron a su destino a principio de 1647 y en seguida iniciaron el trabajo con sen­das misiones en las diócesis de Cashel y Lime­rick. Pero la guerra y la represión inglesa acaba­ron con la misión irlandesa, que duró apenas seis años. Todos los expedicionarios menos uno lo­graron regresar a Francia. Sólo el más joven de todos, Tadeo Lee, no consiguió escapar y fue bár­baramente ejecutado por los ingleses. Es el pro­tomártir de la Congregación de la Misión.

La misión de Irlanda tuvo una continuación imprevista en la emprendida a partir de 1650 en el norte de Escocia y las islas Orcadas y Hébri­das. Fueron destinados a ella algunos de los misioneros que habían trabajado en Irlanda. Su tra­bajo allí fue muy diferente. Se dedicaron a reco­rrer clandestinamente las regiones donde per­sistían núcleos católicos para confirmarlos en la fe y hacerles posible la recepción de los sacra­mentos. Lo hicieron disfrazados de las más diversas formas y siempre bajo el peligro de la de­lación, la prisión y la muerte. Trabajaron en me­dio de indecibles dificultades, que varias veces los redujeron a prisión. Hasta 1704, no se extinguió del todo la misión vicenciana de Escocia.

La misión de Polonia se debió a la iniciativa de la francesa María de Gonzaga, antigua dama de la Caridad y esposa sucesivamente de los reyes de Polonia, Ladislao IV y Juan Casimiro II. Una vez instalada en su nuevo país, pidió misioneros e Hi­jas de la Caridad a Francia. El primer grupo de mi­sioneros, compuesto por dos sacerdotes, dos clé­rigos y un hermano coadjutor al mando del P. Lambert aux Couteaux, llegó a Varsovia en no­viembre de 1651. Dificultades imprevistas impi­dieron que se hicieran cargo del seminario de Vil­na, como había proyectado la reina. Esto colocó a los misioneros en una situación precaria. Se vieron obligados a aceptar parroquias, siempre inestables, hasta que se les asignó la de la San­ta Cruz de Varsovia, que sería en lo sucesivo la casa-madre de la C.M. en Polonia. Por otra par­te, las guerras que se abatieron interminable­mente sobre el país dificultaron el ejercicio del principal ministerio, las misiones. En cambio, les dieron ocasión de practicar intensamente la asis­tencia caritativa a los apestados, los heridos y los damnificados por la guerra. En la práctica de esas obras de misericordia, sucumbieron varios de los misioneros, empezando por el propio P. Lambed.

La heroicidad caritativa es, por ello, la caracterís­tica fundamental de la misión polaca en la época del fundador.

Más azarosa aún fue la misión emprendida por la C.M. en Túnez y Argel en 1645. Estos dos enclaves norteafricanos del imperio turco conta­ban como una de sus principales actividades, la piratería mediterránea, que era a la vez un medio de hostilizar a las potencias cristianas y un ins­trumento de recaudación de mano de obra gra­tuita y de recursos económicos producidos por el rescate de los cautivos. Resultado de ella, era una población cristiana cautiva que en algunos momentos se cifró en cincuenta mil hombres y mujeres, cuyas condiciones de vida eran absolu­tamente lamentables tanto desde el punto de vis­ta material como del espiritual y religioso. La C.M. se comprometió a partir de 1645 a enviar a ca­da una de las dos plazas norteafricanas sacerdo­tes y hermanos para asistir a los cautivos. No era su misión ni la conversión de musulmanes ni el rescate de los prisioneros, sino, simplemente, la atención espiritual de los cristianos. Para hacer más fácil su labor, los misioneros allí destacados se hicieron cargo del oficio de cónsules de Francia, al mismo tiempo que desempeñaban el de Vicarios generales del arzobispo de Cartago. En ambas ca­lidades, llevaron a cabo una importante labor asis­tencial de todas clases: protesta contra los malos tratos e injusticias sufridos por los prisioneros, ar­bitraje de conflictos entre comerciantes cristia­nos y musulmanes, negociación de rescates, no obstante las reservas iniciales sobre esa actividad, servicio de giro y estafeta entre los cautivos y sus familias y, sobre todo, consuelo espiritual en forma de predicación, catequesis, misiones, administración de sacramentos en los «baños», galeras y demás sitios de detención, incluso en el interior del país. Rivalizaron en estas activida­des dos hermanos, los Padres Juan y Felipe Le Vacher, emplazados respectivamente en Túnez y Argel. Entre los frutos más notables de la obra, hay que contar el martirio sufrido por un joven cau­tivo mallorquín apóstata llamado Pedro Borguny. Convertido por la predicación de Felipe Le Va­cher, volvió al seno de la Iglesia, confesó públi­camente la fe y, en consecuencia, fue condena­do a muerte, pena que sufrió en la hoguera con heroicas muestras de fervor. Mártires fueron asi­mismo algunos de los misioneros. Julián Guérin murió víctima de su celo en asistir a los apesta­dos durante una epidemia y después de la muer­te del fundador, Juan Le Vacher y el H° Francillon fueron ejecutados por el bárbaro procedimiento de atarlos a la boca de un cañón que a continua­ción fue disparado. Sus miembros se dispersaron por las aguas del puerto de Argel.

La más lejana de las expediciones misioneras de la C.M. en vida de su fundador tuvo como es­cenario Madagascar. A instancias de la Propaganda Fide, la C.M. asumió en 1648, el compro­miso de enviar misioneros a la isla africana para acompañar a los colonos franceses de la Compa­ñía de Indias allí establecidos y convertir a los indígenas. Fue una misión dificilísima, casi impo­sible. A la distancia, que hacía interminables los viajes, se unían las deficientes condiciones sani­tarias y la actitud de los colonos franceses cuyo único móvil era engañar y explotar a los nativos. De las seis expediciones de misioneros que sa­lieron sucesivamente de San Lázaro rumbo a la is­la, (1648, 1654, 1655, 1656, 1658 y 1659), tres no consiguieron llegar a ella y las otras tres lo hicie­ron después de meses de navegación y más de un naufragio. Los misioneros que lograron poner pie en la isla murieron todos en muy breve espa­cio de tiempo. Otros perecieron por el camino. Pese a todo, la C.M., bajo la guía de San Vicen­te, se esforzó con tenacidad en hacer honor a su compromiso y los misioneros que lograron traba­jar, hicieron no pocas conversiones, enviaron a París a algunos jóvenes negros para que se hi­cieran sacerdotes, y trazaron imaginativos pro­yectos para la evangelización total de la población, entre los que hay que contar la traducción al mal­gache del catecismo de la doctrina cristiana, que es el primer libro impreso en aquella lengua. Fue obra del primero de todos los misioneros envia­dos por el fundador, el P. Carlos Nacquart.

Al morir en 1660 su fundador Vicente de Paúl, la Congregación de la Misión era una Congrega­ción no muy numerosa – sus miembros no supe­raban seguramente los 250-, pero bien consoli­dada, con un perfil espiritual muy definido en sus Reglas y Votos, jurídicamente segura en el te­rreno tanto civil como eclesiástico, económica­mente solvente, implantada en diversos países y con un lugar específico en la Iglesia de su tiem­po, a la que proveía de un instrumento necesa­rio para una de sus tareas fundamentales, la evan­gelización de los pobres.

BIBLIOGRAFÍA:

Además de las biografías de S. Vicente citadas en el artículo correspondiente, véanse:

A. ALLOU, Précis de l’histoire de la C.M. depuis sa fondation en 1625 jusqu’a la mort de M. Etien­ne en 1874.- Separata de Annales, t. 89- 90(1924-1925).- P. COSTE, La Congrégation de la Mission, dite de Saint Lazare, Gabalda, Pa­ris 1927, 231 p. .- J. HERRERA, Historia de la Con­gregación la Misión, La Milagrosa, Madrid 1949, 556 p. .- C1.-J. LACOUR, Histoire généra­le de la Congrégation de la Mission depuis sa fondation jusqu’a 1725, en Annales T. 62-67.- ANÓNIMO, Mémoires de la Congrégation de la Mission, Maison principale de la C.M., Paris 1863-1899, 11 vol. .- Stafford POOLE, A history of the Congregation of the Mission (1625- 1843), XVII+473 pg.

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