Espiritualidad vicenciana: Castidad

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Miguel Pérez Flores, C.M. · Año publicación original: 1995.

SUMARIO: Situación. ¡Qué virtud tan hermosa! Castidad consagrada. Las motivaciones: enseñanzas y ejemplos de Cris­to. Los medios. Las tentaciones contra la castidad. San Vicen­te y las mujeres. Juicio global sobre la doctrina de san Vicente acerca de la castidad.


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Situación

En los últimos años ha habido cambios pro­fundos y desconcertantes en la comprensión de la castidad; se ha pasado de una visión domina­da por el pudor a una situación de plena permi­sividad. La virtud de la castidad ha roto el marco estrecho del sexto mandamiento y se ha coloca­do en el punto clave para esclarecer temas tan importantes como el del amor, el de la amistad, el de las relaciones interpersonales y el de las re­acciones de la persona humana ante los estímu­los exteriores del orden afectivo. La castidad, co­mo ha dicho el Vaticano II, «toca las capas más profundas de la persona humana» (Perfectae Ca­ritatis nº 12).

La virtud de la castidad es la virtud del amor y la que tiene como fin principal capacitar a la persona humana a amar, a amar más y a amar me­jor e impedir que elementos extraños impidan a la persona realizar plenamente su capacidad de amar.

Pretender buscar esta visión de la castidad en san Vicente es pretender algo imposible. San Vicente en esto, como en otras cosas, fue hijo de su tiempo. Y si en otros aspectos de la vida sa­cerdotal, consagrada y apostólica aportó ele­mentos importantes, de antemano tenemos que decir que en el campo de la castidad no ha apor­tado novedades especiales, si no es el valor de la experiencia que se palpa en sus palabras y en sus consejos.

La lectura de los escritos que conservamos de san Vicente sobre el tema de la castidad deja la impresión de que era excesivamente moralizan­te, desconfiado de las personas, de tener un gran temor al pecado de impureza. Llama igualmente la atención de que no aborde el tema del celi­bato sacerdotal. Según los historiadores, parte considerable del clero dejaba mucho que desear en este campo, sin embargo, san Vicente no alu­dió a esa situación. Tampoco desarrolló los aspectos teológicos que la patrística y escolástica veían en el consejo evangélico de la castidad por el reino de los cielos y en la virginidad.

San Vicente se comportó como un buen pre­dicador: exageró un poco sus expresiones, aler­tó fuertemente ante los peligros y abundó en me­dios para evitar el pecado contra la castidad.

¡Qué virtud tan hermosa!

En la conferencia del 12 de diciembre de 1659, san Vicente trató el tema de la castidad. Se hizo esta pregunta: ¿en qué consiste esta virtud? Y él mismo respondió: «Todos los niños oyen hablar a sus padres de la malicia del pecado contrario a esta virtud. ¡Qué virtud tan hermosa! Hay dos o tres especies de castidad: la castidad conyugal que modera los afectos del placer carnal y la que arranca del corazón todos esos afectos. Esta úl­tima es una virtud muy excelsa, ya que lleva a quienes la practican a vivir con toda pureza». En su explicación descartó la castidad conyugal por­que, como es obvio, no interesaba a aquel grupo de misioneros: sacerdotes y hermanos que habían optado por el celibato. «La castidad conyugal mo­dera los placeres de la carne y nosotros no debemos tener ninguno». Por tanto, es la otra castidad la que interesa. «Es la virtud que pide de nosotros que arranquemos del corazón todos los afectos hacia las acciones de impureza, las ma­las inclinaciones y todo lo demás». Y corno si hu­biera dicho mucho, añadió: «No voy a hablar más de ello, ni en concreto de sus actos particulares. ¡Qué virtud tan singular y cómo procura el de­monio hacer que la perdamos!»

Si analizamos esta exposición de san Vicen­te, parece como si la hubiera preparado en un manual de moral tradicional, y como los manua­les tradicionales de entonces no ofrecían muchos elementos espirituales, dejó a un lado la mayor parte de lo que en ellos leyó y se centró en el as­pecto que más interesaba a sus oyentes: la cas­tidad del corazón, la virtud que pide «arrancar los malos afectos, no sólo de nuestra fantasía y de nuestro espíritu, sino de nuestro corazón, y las afecciones a la impureza».

Entre las divisiones que los manuales de mo­ral daban de la castidad, san Vicente se fijó en dos: la castidad: pureza de cuerpo y la castidad: pure­za de espíritu. Dejó a un lado la primera, porque para hombres que profesan la castidad perfecta, la pureza de cuerpo se da por descontada. Insis­tió sobre la pureza de espíritu, porque es el ele­mento esencial de esta virtud; ella es la que echa del pensamiento, del espíritu, de la memoria y de la fantasía todos los malos afectos.

No es desdeñable la insistencia de san Vi­cente sobre el elemento interior de la castidad, pues, como dijo nuestro Señor, «del corazón salen las intenciones malas…» (Mt 15, 19). No pue­de haber castidad verdadera si no tiene sus raí­ces en un corazón casto, ni puede haber castidad exterior, si no hay una higiene espiritual del co­razón.

Castidad consagrada

Si, en general, podemos decir que para san Vicente la virtud de la castidad tenía como obje­to cumplir el sexto mandamiento: moderar el ejer­cicio de lo venéreo y prohibir los malos pensa­mientos, las palabras obscenas y las acciones deshonestas, sería, sin embargo, un error creer que san Vicente se quedó ahí. Era consciente de que los misioneros y las Hijas de la Caridad eran personas consagradas. Aunque no de una ma­nera abundante, sí suficiente, expuso algunos va­lores que la teología actual de la castidad consa­grada pone de relieve.

a) «Nunca les tendréis demasiado cariño»

Juan Pablo II ha descrito la castidad como la «fuerza espiritual que sabe defender al amor de los peligros del egoísmo y de la agresividad, y sabe promover el amor hacia su plena realiza­ción» (Familiaris Consortio 33). En otros térmi­nos, la castidad cristiana permite a la persona ser dueña de sí misma, de sus instintos y tendencias, y le permite igualmente orientar todos los afec­tos al servicio del amor. Esto es lo que san Vicente vino a decir a las Hermanas que cuidaban de los niños expósitos: «Además del mérito y recom­pensa que Dios os da por servir a esos niños… está algunas veces la satisfacción que se siente, y es­toy convencido de que sentís muchas veces gran cariño hacia ellos. Hijas mías, nunca les tendréis demasiado cariño. Estad seguras de que nunca ofenderéis a Dios por amarlos mucho, pues son sus hijos, y el motivo que os ha hecho poneros a su servicio es el amor que le tenéis a él». Pa­rece que san Vicente se salió de la lógica pesi­mista habitual en su doctrina incitando a desple­gar el amor humano hacia los niños abandonados. En esta circunstancia no tuvo miedo a los trucos de la naturaleza humana, confió en las Hermanas y, sobre todo, tuvo fe en la fuerza del motivo que las llevaba a manifestar ese cariño a los niños abandonados.

b)«Al entrar en la Compañía escogisteis a nues­tro Señor por esposo».

Al tratar sobre la indiferencia en la conferen­cia del 6 de junio de 1656, san Vicente tocó el te­ma del amor esponsal: «Fijaos, bien, hijas mías, al entrar en la Compañía, escogisteis a nuestro Señor por esposo y él os recibió como esposas, o mejor dicho, os prometisteis a él; luego, al ca­bo de cuatro años, poco más o menos, os en­tregasteis a él por medio de los votos, de forma que sois sus esposas y él vuestro esposo. Y co­mo el matrimonio no es sino una donación que la mujer hace de sí misma a su marido, también el matrimonio espiritual que habéis contraído con nuestro Señor, no es más que una entrega que le habéis hecho de vosotras mismas».

La castidad consagrada y el matrimonio son dos expresiones del amor de Dios, distintas, pe­ro se iluminan mutuamente. San Vicente siguió la línea de los santos Padres. El amor de la cas­tidad ha de ser como el amor matrimonial en sus cualidades esenciales: indisoluble y exclusivo. Nuestro Señor «se ha entregado a vosotras, ya que se entrega a las almas que se dan a él por un contrato irrevocable, que nunca jamás se rom­perá», la castidad, es por tanto, un amor indiso­luble. Pero también la castidad es un amor ex­clusivo, porque «así como una mujer prudente no mira a ningún otro hombre más que a su ma­rido, o se convierte en adúltera, así también la Hi­ja de Caridad que tiene la dicha de ser espo­sa del Hijo de Dios, es adúltera cuando prefiere una criatura a Dios. ¡Qué pena para un esposo ver a su esposa faltar a la fidelidad que le debe!» (IX, 784-785).

San Vicente se expresó como se ha expresado un autor moderno: «Como el hombre entrega cuerpo, corazón y alma a su esposa, dándose to­talmente a ella, encontrado en ella su plenitud, así la virgen que se da a Cristo, entregándose plenamente a él, encuentra en él la plenitud. Y co­mo la castidad del hombre está en amar verda­deramente a su mujer con todo lo que es él, con un vínculo sagrado e indisoluble, así es la casti­dad de la virgen con relación a Cristo» (cf. Pigna, A., Consigli evangelici, O. C. D. Roma, 1990, p. 193).

c) «Vosotras, hijas mías, sois vírgenes y madres»

La constitución dogmática Lumen Gentium del Vaticano II recoge y actualiza la tesis tradi­cional de que «la continencia por el reino de los cielos, siempre ha sido tenida por la Iglesia en grandísima estima, como señal y estímulo de la caridad y como un singular manantial de espiri­tual fecundidad en el mundo» (nº 42; Presbyte­rorum Ordinis, 16). En el Perfectae Caritatis, el Concilio repite la idea, pero la expresión es dis­tinta. La castidad, «don eximio de la gracia libera el corazón del hombre de modo singular (cf. 1 Cr. 7, 32-35) para que se inflame más en la cari­dad para con Dios y los hombres» (nº 12). San Vi­cente aplicó esta doctrina, antigua y nueva, a las Hijas de la Caridad que cuidaban a los niños abandonados: «¡Qué consuelo, hijas mías! Vosotras sois vírgenes y madres a la vez. Sí, sois madres de esos pobres niños, puesto que cumplís con ellos los deberes fundamentales. Sois vírgenes, puesto que habéis dejado al mundo por eso y pa­ra conservar ese precioso tesoro» (el de la virgi­nidad) (XI, 740). El don de la castidad, no sólo es fuente de santidad personal para los misioneros y las hermanas, es para ellos una continua exi­gencia de donación apostólica, el mejor modo de manifestar el amor a Dios y a los pobres. Es di­fícil concebir una castidad fuente de santidad que no sea al mismo tiempo fuente de fecundidad apostólica.

d) Un corazón con las dimensiones del corazón de Cristo

La castidad consagrada crea en el corazón del consagrado las dimensiones del corazón de Cris­to. El amor de Cristo es universal, cabe dentro de él toda la humanidad. Él ha venido para salvar a todos los hombres. Para san Vicente, la Hija de la Caridad y el misionero están llamados a ser universales, sin excepción alguna y estar dis­puestos a ejercer la caridad con todos los pobres. El misionero y la Hija de la Caridad, no se deben recluir en los límites de una parroquia o de una diócesis «nuestra vocación consiste en ir, no a una parroquia, ni sólo a una diócesis, sino por toda la tierra ¿para qué? Para abrazar los corazones de todos los hombres, hacer lo que hizo el Hijo de Dios, que vino a traer fuego a la tierra para infla­mada de su amor. ¿Qué otra cosa hemos de desear, sino que arda y se consuma todo? Es cierto que yo he sido enviado, no sólo para amar a Dios, sino para hacerlo amar» (XI, 553). La uni­versalidad de ambas comunidades vicencianas, se consigue, no sólo mediante las instituciones, si­no principalmente por la disponibilidad que la cas­tidad crea en el corazón de los hijos e hijas de san Vicente.

e) La castidad realiza ya en este mundo la alian­za entre Dios y los hombres

Se trata del valor escatológico de la castidad. La castidad cristiana tiene sentido escatológico, pero de una manera especial la castidad consa­grada. . Según el Concilio, las castidad consagra­da «recuerda a todos los cristianos aquel mara­villoso matrimonio establecido por Dios, y que ha de revelarse totalmente en la vida futura por el que la Iglesia tiene a Cristo como único esposo» (Perfectae Caritatis, 12). Las constituciones ac­tuales de la Congregación de la Misión recogen este sentido escatológico considerando a la castidad como «la expresión del amor entre Cristo y la Iglesia que se manifestará en la vida futura» (Constituciones y Estatutos de la CM, CEME, Sa­lamanca, 1985, art. 29 § 2). Igualmente, las cons­tituciones de la Compañía de las Hijas de la Ca­ridad: La castidad «realiza ya en este mundo la Alianza entre Dios y los hombres, que tendrá su pleno cumplimiento en el mundo futuro; es una forma de hacer actual la esperanza» (Constitu­ciones de las Hijas de la Caridad de san Vicente de Paúl, Madrid, 1984, C 2, 6).

La pregunta es si el sentido escatológico de los textos normativos tiene raíz vicenciana o no. No me parece fácil demostrarlo. No creo que san Vicente tuviera preocupaciones escatológicas. San Vicente citó el texto escatológico de las vírgenes del Apocalipsis (Ap. 14, 4) en la conferencia sobre la castidad: «Por causa de esta virtud, las vírge­nes acompañarán por todas partes al Cordero can­tando un cántico nuevo» (XI, 682). Los exégetas no están conformes en la interpretación de este texto, si se refiere a los que en este mundo viven en estado de virginidad o se refiere a los elegidos que gozan de la presencia del Cordero por haber sido fieles y no se prostituyeron con la idolatría. De todas maneras, una cosa es cierta, los que vi­ven en estado de virginidad expresan un grado de perfección de la vida cristiana que transciende el hecho de esta vida par. a tener pleno sentido en la otra (cf. Pigna, A., o. c. p. 263-264).

El otro texto escatológico citado por san Vi­cente es el de las vírgenes sabias y prudentes (Mt 25). La parábola pone de manifiesto la actitud de espera al Esposo que ha de venir. San Vicente aprovechó la parábola para pedir a las hermanas un desprendimiento total para fijar su pensa­miento en el Esposo, no sea que por estar ocu­padas en otras muchas cosas, venga el Esposo y ellas no estén preparadas. No basta esperarle, hay que prepararse para recibir al Esposo. El sentido escatológico posible del texto fue apro­vechado por san Vicente para evitar que las hermanas fueran como las vírgenes necias que esperaron, pero se entretuvieron en cosas ajenas, y tuvieron que oír aquella reprobación del Señor: «Estabais dormidas en la observancia de vuestras reglas, ya no os conozco como esposas, mar­chaos, os abandono» (XI, 1144).

Las motivaciones

La vida del cristiano tiene como meta princi­pal reproducir lo que fue Jesús. La vida consa­grada refuerza esta finalidad y tiende hacer presente a Cristo casto, pobre y obediente. La mo­tivación, por tanto, del seguimiento de Cristo casto, pobre y obediente no puede ser otra que el mismo Jesús: sus palabras, su ejemplo y su conducta.

Por lo que se refiere a la castidad, el ejemplo de Cristo fue estremecedor, se hizo eunuco por el reino de los cielos. Jesús no tuvo reparo en ca­talogarse entre los eunucos, grupo social des­preciado en su tiempo como ahora.

a) El ejemplo de Cristo

En el ejemplo de Cristo, san Vicente con­templó una doble faceta. La primera se refiere al designio eterno de Dios sobre el modo cómo se encarnó su Hijo eterno: «Nuestro Salvador nos hi­zo ver claramente cuánto estimaba la castidad, y cuán ardientemente deseaba introducirla en los corazones, en el hecho de haber elegido nacer, por obra del Espíritu Santo y al margen de las le­yes naturales, de una Virgen sin tacha» (XI, 679; RC CM, IV, 1). Este motivo no falla cuando san Vi­cente quiere exhortar a la práctica de la castidad a la luz de Cristo. Jesús quiso que hubiera gran distancia entre él y todo lo que es contrario a la castidad.

Una objeción aparece de inmediato: ¿es que hay algo contra la castidad en el hecho de nacer conforme a las leyes de la naturaleza? Cierta­mente no, ni entonces, ni ahora, pero la sensibi­lidad cultural ante este hecho ha cambiado. Otro ejemplo lo da santa Luisa. La santa temió que la Compañía de las Hijas de la Caridad no subsistiera por los fallos que veía en ella. Cita expresamen­te las salidas de algunas hermanas con el propó­sito de casarse. Para santa Luisa, pensar casar­se siendo todavía hermana, era «acercarse a la impureza» (Luisa de Marillac, Correspondencia y Escritos, CEME, Salamanca, 1985, c. 394).

San Vicente se sumergió en el misterio di­ciendo: «Hemos de decir que algo grande hay en esta virtud, ya que el santo de los santos rompió el orden de la naturaleza para ser concebido y nacer de una forma que demuestra lo mucho que apreciaba la castidad» (XI, 680).

El segundo aspecto es el comportamiento de Jesús que, por amor a la castidad y por horror al vicio contrario, «permitió que se le imputaran en falso los peores crímenes, para quedar saturado de infamia, según sus deseos. No se lee, sin em­bargo, en el evangelio que fuese tachado, no di­ré ya acusado, ni siquiera de la menor sospecha de impureza». En la conferencia sobre la castidad, san Vicente fue más explícito y recogió los «mil reproches y las acusaciones de los judíos contra Jesús, llamándole impostor, borracho y ende­moniado» (XI, 680; RC CM, IV, 1).

b) La enseñanza de Jesús

La advertencia de Jesús de que si no se de­ja padre, madre o mujer, no es digno de él (Lc 14, 26) causó gran impacto en san Vicente. Leyó es­te texto del evangelio en clave de castidad y, se­gún él, esta advertencia de Jesús hizo que los dis­cípulos que tenían esposa la dejaran y que las mujeres dejaran a sus maridos y que muchos cristianos no usaran el matrimonio. Es más, pa­ra san Vicente, está aquí el origen de la huida de los monjes al desierto y de las órdenes monaca­les (XI, 680-681).

La exégesis no es correcta, san Vicente apa­rece tocado de la corriente que subestimó el ma­trimonio, siguió la opinión de aquellos que ven en el uso del matrimonio la «fetidez del acto car­nal», a fin de poner de relieve al hombre espiri­tual.1 Pero tampoco se puede excluir, sin más, el impacto que en la vida de los primeros cristianos e inmediatos seguidores de Jesús causó su ce­libato, hasta crear cierto desconcierto y confu­sión sobre la institución matrimonial. San Pablo esclareció el valor del matrimonio, pero terminó aconsejando la virginidad. El Concilio de Trento, contra el planteamiento protestante, se declaró en favor de la virginidad. Hoy hacemos otros plan­teamientos y la prioridad se da al que mejor res­ponda a la propia vocación, sea matrimonial o de consagración virginal.2

A los motivos cristológicos, hay que añadir otros que tienen gran importancia en san Vicen­te, devoto de la voluntad de Dios, claramente sig­nificada. Tales motivos son el mandato de Dios y la ofensa a Dios: «¿Hay un niño, por muy pe­queño que sea que no haya oído a sus padres que es pecado y es pecado grave cometer acciones impuras?» (XI, 91, 679)

Sentido pastoral de la castidad

Todos los motivos dados por san Vicente a los misioneros y a las hermanas tienen una finalidad apostólica. No se trata sólo de reproducir a Jesús casto y célibe, como elemento de perfección de la vida espiritual, se trata de seguir a Cristo evangelizador o servidor de los pobres. Los tra­bajos misioneros, las circunstancias de estos tra­bajos, el trato con personas tan diversas exigen el cuidado, no sólo de practicar la castidad inte­rior y exterior, sino también de no causar ni la más mínima sospecha, porque de lo contrario sería inútil todo trabajo apostólico: «Por eso, es muy de desear que la Congregación se inflame con un deseo muy vivo de la adquisición de esta virtud y que profese el practicarla con toda perfección siempre. Esto lo debemos tener tanto más en cuenta, cuanto los trabajos de la Misión nos obli­gan a un trato muy estrecho y continuo con se­glares de ambos sexos. Todos, pues, nos esfor­zaremos por aplicar toda la reserva, diligencia y precaución necesarias para mantener fielmente la castidad de alma y de cuerpo» (RC CM, IV, 1). «Una sola sospecha, aunque infundada, será más perjudicial a la comunidad y a sus santos ejerci­cios que todas las demás culpas que falsamente les puedan imputar» (RC HC, III, 1).

Cuando san Vicente intentó motivar a las Her­manas para que fueran fieles a la castidad les propuso, además del modelo de Jesús y de la Vir­gen, «que se sorprendió al hablar con un ángel en forma de hombre dentro de su casa» (IX 952), el modelo de las buenas aldeanas: «Las buenas aldeanas tienen una gran pureza, nunca se en­cuentran a solas con los hombres, ni les miran ja­más al rostro, ni escuchan sus galanterías, no sa­ben lo que es un piropo…» (IX, 96, 1010).

Los medios

En el campo de los medios, san Vicente fue abundante. Se nota en él la tendencia a descen­der a los medios siempre que aborda el tema de la castidad. Como hombre realista, lo que le inte­resaba era que la virtud de la castidad se practicase.

El mejor compendio de los medios que san Vicente ofreció a los padres y a las hermanas pa­ra guardar la castidad son las Reglas comunes, dadas a ambas comunidades. Son los medios tra­dicionales que los fundadores dieron a sus se­guidores, garantizados por la tradición secular de la Iglesia. Lo más importante, como ya dije, es la carga de experiencia que lleva cada uno de los me­dios que san Vicente propone.

Cuando exhortó a las Hijas de la Caridad a guardar la castidad o pureza, les propuso como medios:

  • La oración, el medio por excelencia, y el rezo del santo rosario, «una devoción muy her­mosa, particularmente para las Hijas de la Cari­dad, que tanta necesidad tienen de la asistencia de Dios para practicar la pureza, que les es tan necesaria. ¡Bienaventuradas las almas que se en­tregan a Dios por la pureza!» (IV, 551; IX, 212-213).
  • La humildad para vencer la vanidad feme­nina, el deseo de llamar la atención, el que las ve­an, etc. «porque Dios permite que las personas vanidosas caigan en pecados de impureza para humillarlas» (IX, 952).
  • La mortificación de los sentidos externos, la curiosidad, no mirando por las ventanas (IX, 770. 952), pero sobre todos, la mortificación de los sentidos internos, como la memoria, no re­cordando ni las caricias de los padres, ni las pro­puestas de matrimonio (IX, 771).
  • La modestia a ejemplo de san Francisco de Asís que, el pasear por la ciudad con gran mo­destia, lo consideró como una predicación muda (IX, 952-953);
  • La sobriedad en el comer y en el beber, por­que «la sobriedad y el buen orden que se obser­va en la comida contribuyen a la buena salud del alma y del cuerpo…» (IX, 770; Pérez Flores, M., Reglas comunes. ., o. c. p. 96).
  • El control de la cordialidad. Especiales ad­vertencias dio san Vicente sobre las relaciones con personas del mismo y, sobre todo, del otro se­xo: muestras de afecto, controlar la cordialidad o afectividad, y evitar los tocamientos. San Vicen­te exageró, sin duda, cuando dijo que las herma­nas no tenían que besar ni al hermano, ni al pro­pio padre (IX, 770, 953).
  • Evitar los peligros. Las Hijas de la Caridad pueden tener peligros contra la castidad, mientras prestan los servicios a los pobres. Una hermana le preguntó cómo tenían que comportarse con los soldados en convalecencia. San Vicente res­pondió: «Hijas mías, tiene que ser siempre con mucha caridad y modestia; pues como ya no tie­nen más que el cuerpo enfermo, hay que tener mucho cuidado, lo mismo que con todo los de­más hombres. Si por casualidad hubiera algún in­solente, habría que reprocharle con severidad. Si volviera a molestar, habría que amenazarle con quejarse» (IX, 812). El temor de san Vicente de que algunas hermanas tuvieran especiales riesgos en la fidelidad a la castidad, le llevó a suprimir cier­tos servicios (IX, 1196).
  • El cuidado en el trato con los hombres. San Vicente no se cansó de advertir a las hermanas los peligros que les podrían venir del trato con los hombres. Posiblemente, esta insistencia fue de­bida a la novedad y a la audacia de la fundación de las Hijas de la Caridad, poniendo a jóvenes campesinas en medio del mundo, relacionándo­se con toda clases de personas, prestando ser­vicios moralmente peligrosos; quizás, también, insistió en estos peligros para evitar objeciones y acusaciones difíciles de poder responder ante hechos consumados y que podrían hacer peligrar la conservación de la Compañía. Las hermanas de­ben tener cuidado con los hombres en la calle, de­ben hablar con ellos lo justo y comedidamente, nunca jamás deben admitir a hombres en sus ha­ bitaciones, ni a los sacerdotes, ni a los confesores, si no hay necesidad, ni al mismo san Vicente, a quien deben dar «con la puerta en las narices», si lo intentara (VII, 385; IX, 303, 531, 684, 909, 952, 978, 980-981, 983, 990, 1010, 1162, 1166, 1191, 1198, 1201; X, 808, 841; XI, 93).
  • El cuidado con los confesores. No menos sensible fue san Vicente con relación a los con­fesores. Las hermanas deben desconfiar de los confesores, «porque puede originarse una relación peligrosa entre el confesor y el penitente» (IX, 421. 951. 980. 1176. 1201).
  • Descubrir las tentaciones a los superiores y directores. No obstante el peligro antes dicho, san Vicente creyó que un buen medio para superar los peligros contra la pureza era descubrir las ten­taciones al confesor y a los superiores (IX, 421).

A los Misioneros les recomendó:

  • La oración a nuestro Señor y a la Santísima Virgen como los medios más importantes. A un padre le escribió diciendo: «No se extrañe de las tentaciones que Vd. sufre, es un ejercicio que Dios le envía para humillarle y para inspirarle te­mor; pero tenga confianza en él. Le basta con tal de que huya de las ocasiones, que le manifieste su fidelidad y que reconozca su pobreza y nece­sidad que tiene de su ayuda. Acostúmbrese a po­ner su corazón en las sagradas llagas de nuestro Señor Jesucristo, siempre que se vea asaltado por esas impurezas; hay allí un asilo inaccesible al enemigo» (VIII, 445).
  • La humildad: «La humildad es un medio ex­celente para adquirir y conservar la castidad. Quie­nes conozcan a algunos de la Compañía inclinados a este vicio, tienen que avisar al superior, sobre to­do cuando sean personas a las cuales se quiere en­viar a las Indias o a las islas Hébridas, y el que no lo haga será culpable de las faltas que ellos cometan en aquellas misiones y del mal que sobrevenga» (XI, 94).
  • La mortificación de los sentidos, sobre to­do, el de la vista para que no les suceda lo que a David. La mortificación del tacto, no tocándose unos a otros, ni por juego. La sobriedad en la be­bida, bebiendo poco vino y mezclado con agua, no comiendo manjares exquisitos, porque «la fal­ta de templanza es madre y nodriza de la impu­reza» (XI, 92. 127. 683; RC CM, IV, 3).
  • El trabajo: Un misionero debe tener más trabajo que el que puede hacer para evitar la ociosidad que es «la madrastra de todas las vir­tudes, en especial de la castidad» (RC CM, IV, 5).

Los peligros del ministerio

  • El trato con las mujeres. No hay que hablar a «solas con una mujer, en lugares o en horas ina­propiadas» (RC CM, IV, 2). Se admiró de cómo algunos miembros de la comunidad se comportaban: «No tengo más remedio que deciros la gran falta que cometen los que hablan en el lo­cutorio pequeño con una mujer o una joven a so­las. ¡Cuánto me disgusta saber que alguno lo hace así, ocupando el rincón obscuro, con la otra persona enfrente, dándole la luz, y así durante dos o tres horas! Estas son ocasiones muy pe­ligrosas» (XI, 92. 338. 683).
  • La correspondencia activa y pasiva también puede ser fuente de peligros. Hay que evitar es­cribir cartas cariñosas y el recibirlas. En una car­ta a un misionero le dijo: «Quiero creer que esa persona que le ha escrito con tanta ternura no ve en ello ningún mal; pero hay que reconocer que su carta es capaz de hacer alguna herida en el co­razón que sintiera alguna disposición a ello y no fuera tan fuerte como el suyo. ¡Quiera nuestro Se­ñor guardarnos del trato con una persona que puede causar alguna pequeña alteración en nues­tro espíritu» (VI, 332; XI, 93. 685).
  • La confesión de las mujeres puede ser otra ocasión de peligro contra la castidad. San Vicen­te advierte el peligro de arrimarse demasiado al rostro de las mujeres: «Todas las cosas envían sus reflejos. Lo mismo que esta lámpara encendida envía sus rayos y su resplandor. También de la cabeza, del rostro, de los vestidos de los peni­tentes salen ciertos reflejos que, mezclándose con los que salen de los confesores, dan fuego a la tentación y, si no se pone cuidado, hacen verdaderos estragos». Hasta pensó que debería hacerse confesionarios portátiles en forma de ta­bique (XI, 93. 684).
  • San Vicente fue intransigente sobre la pre­sencia de las mujeres dentro de las casas de los misioneros. Hoy, quizás, no haya una casa en to­da la Congregación de la Misión que, por razón del servicio, no haya mujeres. San Vicente ha fra­casado totalmente en su insistencia de que no hu­biera mujeres en nuestras casas y que no entra­ran dentro de ella. Era la doctrina seguida hasta entonces por todos los fundadores. Sin embargo, extraña la insistencia y el modo de resolver los casos particulares. «Puesto que ya ha expirado el contrato con su hortelano, no hay que tolerar que las mujeres entren en su recinto. Hasta ahora, no sabía que gozasen de esa libertad en el pasado, o al menos no me habla fijado en ello. Hay que procurar encontrar otro hortelano que no tenga mujer» (V111, 234).
  • El ministerio con las religiosas no fue del agrado de san Vicente, no obstante su compro­miso con las monjas de la Visitación. Justificó su trabajo porque se lo pidieron San Francisco de Sa­les, la Madre Chantal y las autoridades eclesiás­ticas. Por su gusto, lo hubiera dejado. Posiblemente, el P. Santiago de la Fosse vio cierta incoherencia en la prohibición de atender espiritualmente a las religiosas y no a las Hijas de la Caridad. El 7 de febrero de 1660, san Vi­cente le escribió una larga carta en la que justi­fica la atención espiritual que se presta a las hermanas. En cuanto se refiere al tema de la castidad, san Vicente le dijo: «Si se dice que no­sotros nos ponemos en peligro al tratar con esas hermanas, responderé que hemos tenido en es­to todo el cuidado que se podía tener, estable­ciendo en laCompañía la norma de no visitarlas jamás en su casa y en las parroquias, y ellas tam­bién tienen como regla mantener la clausura en sus habitaciones y no dejar entrar jamás a los hombres, especialmente a los misioneros, de forma que si yo mismo me presentase allí para entrar, ellas mismas me cerrarían la puerta» (VIII, 227; XI, 92. 685).
  • El peligro de las devotas. Aunque nuestro Señor y los apóstoles las tuvieron y otros mu­chos santos, las devotas pueden ser ocasión de peligro contra la castidad. «¡Pero qué peligroso es eso! Hay que temer por la Compañía cuando vengan devotas alabando a aquel confesor a quien han abierto su corazón y su conciencia. ¡Mala cuestión es ésa! ¡Desgraciada la Compañía que tenga que sufrir a semejantes personas!… Sé de un lugar donde las mujeres son tan afectuosas con su confesor que más vale no hablar» (Xl, 686).
  • El Ministerio de la penitencia. Desde el pun­to de vista pastoral, san Vicente estuvo preocu­pado del comportamiento de algunos de sus mi­sioneros sobre las preguntas que hacían en las confesiones sobre el sexto mandamiento. En va­rias ocasiones, manifestó esta preocupación y el temor de que de un comportamiento poco cui­dadoso vinieran grandes males a la Compañía. Propuso, incluso, sesiones para estudiar este te­ma (XI, 685). Al P. Lamberto, le escribió diciendo: «En nombre de Dios, padre, hay que ser muy cir­cunspectos en la explicación del sexto manda­miento. Algún día tendremos que soportar una tempestad por esto». En otra carta, poco poste­rior al mismo P. Lamberto, le manifestó el mis­mo temor: «Si no ponemos cuidado en eso, la Compañía sufrirá algún día por ello». Al P. Co­doing, le prohibió hablar más sobre la castidad: «En cuanto a lo que me dice del P. Codoing, que se detiene mucho en explicar el sexto manda­miento, le suplico, padre, que le diga que no ha­ble más, por muchas razones que le diré y que son de importancia» (I, 456. 463. 466; XI, 684).

Las tentaciones contra la castidad

Como superior y director de varias comuni­dades era casi imposible que san Vicente no tu­viera ocasiones de aconsejar a personas tentadas contra la castidad. Las tuvo y, según las diversi­dad de personas y situaciones, les dio los consejos oportunos, tendiendo a no dar mucha importancia a las tentaciones, a liberar a la persona de la angustia y del temor al pecado. La Providencia quiso que se encontrara con un misionero, el P. Tholard, que desde su juventud sintió grandes tentaciones contra la castidad al ejercer el mi­nisterio de la confesión con las mujeres, pero lo malo no era que tuviera tentaciones, lo peor era que el P. Tholard padecía de escrúpulos y, como todo escrupuloso, era testarudo y sin claridad de conciencia a la hora de actuar. San Vicente acep­tó ayudar a este joven que perseveró en la vo­cación y llegó a ser Visitador de la Provincia de Francia. No podemos seguir paso a paso el tra­bajo que san Vicente llevó a cabo para sacar a flo­te a este hombre tentado contra la castidad y es­crupuloso. Lo fue llevando como pudo, pero sin dejarlo caer en la cuneta. En primer lugar, lo tran­quilizó: confesar mujeres es una cosa buena, no deje de hacerlo porque se sienta tentado, no co­mete pecado porque su intención es recta, no hay pecado si no hay voluntariedad, un escrupu­loso, por serio, no comete pecado, pase por alto esas cosas, Dios le quiere purificar, sea humilde, no pierda la alegría. Esto es lo que san Vicente le fue diciendo en su correspondencia. Ordinaria­mente, lo animó a que continuase en el ministe­rio de las confesiones, pero otras veces parece que san Vicente se doblegó ante la insistencia de las tentaciones: «Si le aprieta la tentación fuer­temente, deje de confesar y dedíquese a ser pa­cificador de las gentes».

Casi nunca se sabe cuándo se consigue libe­rar a un escrupuloso y si se ha liberado por los consejos que se le han dado o porque llegó el mo­mento de la luz, de la fuerza y de la claridad. Se­guro que san Vicente sufrió, como se sufre siem­pre con los escrupulosos, pero ayudó y salvó al P. Tholard como sacerdote.3

San Vicente y las mujeres

Como dije antes, llama la atención lo que san Vicente escribió sobre las relaciones con las mu­jeres y cómo se comportó con ellas. Su conduc­ta niega totalmente lo que escribió y aconsejó: re­laciones habituales con toda clase de mujeres, desde las Reinas de Francia y de Polonia y Se­ñoras de la nobleza hasta campesinas analfabe­tas. Son muchas las cartas que escribió a varias mujeres y con frecuencia manifestó sus sentimientos de ternura, cariño y afecto hacia ellas, es­pecialmente a santa Luisa: «Perdone que mi co­razón no se explaye un poco más en la presen­te. Le estoy escribiendo a media noche. Sea fiel a su fiel amante, que es nuestro Señor» (I, 100).

Podemos preguntarnos: ¿san Vicente hubie­ra sido lo que ha sido en la historia de la Iglesia sin las mujeres? Una gran parte de su obra en fa­vor de los pobres estuvo en manos de mujeres: santa Luisa, las damas de la caridad y las Hijas de la Caridad. ¿Qué tenía aquel sacerdote que atrajo hacia sí la admiración, el respeto de tantas mujeres, santas como la Madre Chantal y santa Luisa, nobles como la Señora de Gondi, la Du­quesa de Aiguillon, campesinas como sor Mar­garita Naseau, sor María Jolly y sor Ana Harde­mont, por mencionar solamente algunas? Humanamente hablando, si estuvo cercano a las hermanas por su origen y raíces campesinas, se distanciaba de ellas por su saber y su prestigio. Si se distanciaba de las grandes Señoras por su origen y decisión de conservar su aire campesi­no, se les acercó por el encanto de su sencillez.

El P. Dodin ha dado respuesta, al menos de una manera global, a estas preguntas en su bre­ve estudio: San Vicente y la mujer en la vida de la Iglesia (en Lecciones sobre vicencianismo, CE-ME, Salamanca, 1978, c. VII, P. 161). El éxito, por decirlo de alguna manera, de san Vicente con las mujeres ha sido debido a que se dejó evangeli­zar por ellas, se dejó impregnar de sus valores y les abrió cauces para que ellas, como mujeres cris­tianas, se realizaran plenamente dentro del pro­pio estado y situación social. No les pidió otra co­sa que lo que Dios les pedía y todo dentro de una sencillez y transparencia que ninguna pudo dudar, ni un solo instante, que sólo les pedía lo que les pedía Dios y lo que les pedían los pobres. Puso a Dios y a los pobres en el corazón de aquellas mujeres. En la conferencia a las Señoras de la Ca­ridad del 11 de julio de 1657, les dijo: «Lo más importante es no tener corazón más que para Dios, ni más voluntad que fa dé amarle. Si una se complace en su marido es por Dios; si se preo­cupa de sus hijos es por Dios; si se dedica a les negocios es por Dios» (X, 957).

Juicio global sobre la doctrina de san Vicente acerca de la castidad

La pregunta que surge es si la doctrina de san Vicente y su comportamiento valen para hoy. Sinceramente, sobre la doctrina son muchos los reparos que se pueden aducir, no porque no sea bueno, ni verdadero lo que enseñó, sino porque se quedó corto. El tema de la castidad se ha am­pliado mucho. Ha cambiado mucho y profunda­mente la sensibilidad ante los estímulos que vie­nen del mundo envuelto en un pansexualismo degradado y comercializado. Hay conciencia cla­ra de la crisis de castidad que el hombre y la mu­jer de hoy sufren, tanto en el estado matrimonial como en el del celibato o virginidad.

No obstante, las limitaciones que la doctrina vicenciana tiene sobre el tema de la castidad, su comportamiento merece ser atendido. Su expe­riencia todavía puede decir bastante, teniendo presente que el mundo que él vivió fue total­mente distinto al que se vive actualmente, al me­nos en occidente.

El misionero y la Hija de la Caridad, sin olvi­dar lo que su fundador les enseñó y ordenó, sin dejar a un lado su ejemplo, deben incluir en su formación y vivencia de la castidad y celibato mu­chos otros elementos del orden teológico, social y psicológico, de los que la doctrina, normativa y experiencia vicenciana carecen (Maloney, R., The four vicentian vows: Yesteday and Today, en Vin­centiana (1990) 230).

BIBLIOGRAFÍA:

Constituciones, Reglas comunes y Estatutos de la Congregación de la Misión, CEME, Sala­manca, 1985.- Constituciones y Estatutos de las Hijas de la Caridad, 1983, Madrid, edición española.- Explanatio votorum quae emittun­tur in Congregatione Missionis, Parisiis, 1911. – M. PÉREZ FLORES, Reglas comunes de las Hi­jas de la Caridad, siervas de los pobres en­fermos, CEME, Salamanca, 1989.- H. DE GRAF, De votis quae emittuntur in Congregatione Missionis, Nijmegen, 1955.- H. ESCOBAR, Los votos que se emiten en la Compañía de las Hijas de la Caridad, Bogotá, 1962.- Instruc­ción sobre los votos de las Hijas de la Caridad, Madrid, 1990.-J. JAMET, Los santos votos hoy, Madrid, Pablo López, s. d. .- Sor S. GUILLEMIN, Circulares sobre los santos votos. tomos I, II, Madrid, Pablo López, s. d. .- A. DODIN, Leccio­nes sobre vicencianismo, CEME, Salamanca, 1978.- R. MALONEY, The four vincentian Vows: Yesterday and Today, Vincentiana (1990) 230.-R. MALONEY, El camino de Vicente de Vicente de Paúl, CEME, Salamanca 1993.- M. LLORET, Castidad, pobreza y obediencia según las Constituciones, Eco (1983)216.- ID, La casti­dad perfecta en el celibato, Eco (1984)184.

  1. Cf. Colorado, A., Los consejos evangélicos a la luz de la teología actual, Sígueme, Salamanca, 1965, p. 141- 148. El autor expone la influencia que en la Iglesia han te­nido las ideas maniqueas y la opinión negativa de algunos Padres sobre el matrimonio.
  2. Cf. 1 Cr 7. Debido a la polémica con los protestan­tes, en Trento se planteó la cuestión de la siguiente ma­nera: «Si alguien dice que se ha de anteponer el estado con­yugal al de virginidad o celibato y que no es más perfecto (beatius) permanecer en la virginidad o celibato que casar­se, sea anatema. (cf. Denz 980). Hoy la cuestión se plan­tea de otra manera: desde el amor, es más perfecto quien más ama, sea casado o célibe. No obstante lo dicho, cf. Op­tatam Totius 10: «Los alumnos han de conocer debida­mente las obligaciones y dignidad del matrimonio cristiano que simboliza el amor entre Cristo y la iglesia (cf. Ef 5, 32); convénzanse, sin embargo, de la mayor excelencia de la vir­ginidad consagrada, de forma que se consagren genero­samente a! Señor, después de una elección maduramen­te considerada y con entrega total de cuerpo y alma».
  3. El Padre Vicente de Dios publicó un artículo delicio­so sobre la ayuda de san Vicente al P. Tholard. Sigue paso a paso la correspondencia de ambos. El título del trabajo es: Santiago Tholard ¿misión imposible? y está publicado en la Revista anual privada, escrita a policopia, del Semi­nario Interno de la Congregación de la Misión de Méjico, n. 4º, 1988, p. 81. Cf. II, 17, 89, 112; III, 120; V, 452, VII, 253, VIII, 59.

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