Al caer de la tarde del 23 de enero de 1643 —día en que San Vicente había dado a las Hermanas la célebre conferencia sobre el espíritu de las buenas aldeanas—, Santa Luisa le escribía:
«Espero que nuestras Hermanas harán buen uso de la instrucción que su caridad nos ha dado hoy; su corazón está lleno de ese deseo y bien quisiera tenerlo siempre presente.
Es lo que me hace suplicarle humildemente nos envíe la minuta de los puntos tratados que tenía usted; creo que con él recordaré gran parte de lo que nuestro buen Dios nos ha dicho por su boca.» (Carta n.° 73. Ed. fr. Escritos, p. 98.)
El manuscrito de Santa Luisa que reproduce esta conferencia ha llegado a nuestro poder. Ocupa un lugar destacado entre los tesoros de la Compañía, que siempre ha tenido empeño en referirse a él para desprender el retrato de la Hija de la Caridad tal y como se hallaba en el pensamiento y en el corazón de los Fundadores. No en vano el propio San Vicente dijo aquel día a modo de conclusión:
«Sabed, hijas mías, que si alguna vez os he dicho cosa importante y verdadera es la que acabo de deciros ahora: que debéis ejercitaros por mantenernos en el espíritu de las verdaderas y buenas jóvenes del campo, tanto aquellas a las que Dios ha concedido la gracia de dárselo naturalmente, como las que no lo tienen, habéis de trabajar para llegar a adquirirlo en la perfección que acabo de señalar existe en las verdaderas aldeanas.
Que las que pertenezcan a familias más acomodadas y tengan deseo de entrar en vuestra Compañía, ¡ay Hermanas! tiene que ser con esas condiciones de vida, en lo que se refiere al cuerpo y al espíritu, de las jóvenes que verdaderamente tienen las virtudes de las aldeanas, como las tuvo nuestra gran Santa Genoveva, tan honrada hoy por su sencillez, humildad, sobriedad, modestia y obediencia, todas ellas virtudes que hemos observado en las buenas aldeanas.
¡Dios sea bendito! Pero ¡qué digo, hijas mías! Es mucho más: Son las que practicó el Hijo de Dios cuando estaba en la tierra y su Santa Madre, cuya vida debéis honrar especialmente vosotras en la vuestra» (traducción literal del texto manuscrito).
I.- «La perfección que Dios os pide»…
Sin duda este retrato de la aldeana nos parece hoy, por lo menos en muchos de nuestros países, obsoleto y un tanto idílico. Pero puede servirnos de reflexión. En todo caso, le proporcionó a San Vicente oportunidad para esbozar un «perfil» de la sierva de Jesucristo en los pobres. Más que el «hacer», es el «ser» lo que importa (ya decía el antiguo aforismo: «el obrar sigue al ser»), el «ser» juntamente con el «estilo de vida» (en el sentido más fuerte de la palabra) que lleva consigo. Los «puntos de referencia», a modo de hitos, que dan los Fundadores, traducen un espíritu, y si es cierto que su expresión externa requiere ser revisada, no por eso dejan de ofrecer a la Hija de la Caridad el comprobar, a través de ellos, si está respondiendo al designio de Dios sobre ella.
Es eso precisamente lo que también dice San Vicente en su conclusión:
«Tomad de nuevo buenas y firmes resoluciones de estimar más que nunca vuestra vocación y de tratar de ser cada vez más fieles en trabajar en la perfección que Dios os pide.
…Suplico al Espíritu Santo que derrame en vuestros corazones las luces de que tenéis necesidad para que, caldeados con un gran fervor, os hagáis fieles y os aficionéis a la práctica de todas estas virtudes para que, a mayor gloria de Dios, estiméis vuestra vocación en lo que vale v la améis de tal suerte que lleguéis a perseverar toda vuestra vida, sirviendo a los pobres con espíritu de humildad, obediencia, paciencia y caridad.»
Pongamos atención en expresiones tales como «la perfección que Dios os pide» o «estimar vuestra vocación en lo que vale». No veamos en ellas simples exhortaciones de alcance general. Se trata en ellas y con una insistencia no desmentida, del ideal de la Hija de la Caridad en lo que tiene de específico, y ante todo del espíritu que para alcanzarlo debe animarla.
Esta será hasta su último suspiro la preocupación primordial de los Fundadores, como lo demuestra una de las últimas cartas de Santa Luisa, dirigida a Margarita Chétif, que estaba en Arras:
«Dios sea bendito por todo y dígnese El dar a la Compañía la fortaleza y la generosidad para mantenerse en el espíritu primitivo que Jesús le infundió con el suyo y sus santas máximas. Démonos a Dios con frecuencia para alcanzar de su bondad esta generosidad, para gloria de sus designios sobre la Compañía.»
Y un poco más adelante, hablando de posibles vocaciones, añade:
«Se necesitan espíritus equilibrados y que deseen la perfección de los verdaderos cristianos; que quieran morir a sí mismos por la motivación y la verdadera renuncia, ya hecha en el santo bautismo, para que el espíritu de Jesucristo reine en ellas y les dé la firmeza de la perseverancia en esta forma de vida, del todo espiritual, aunque se manifieste de continuo en acciones exteriores que parecen bajas y despreciables a los ojos del mundo, pero que son grandes ante Dios y sus ángeles» (Carta n.» 650, Escr. Ed. fr. p. 789.).
Una vez más, se habrá podido observar:
- la insistencia en el espíritu de la devoción,
- la relación de este espíritu con el de Cristo, es decir, el Espíritu Santo,
- la traducción de ese espíritu en el servicio más humilde, todo ello para corresponder al designio de Dios sobre la Compañía.
II. «Son las que practicó el Hijo de DIos cuando estaba en la tierra«…
Si la Hija de la Caridad quiere ser verdaderamente «sierva», en el sentido en el que Dios se lo pide y no sólo en el de «hacer como si lo fuera», es evidente que su primera referencia tiene que ser el mismo Jesucristo.
El primer artículo de las Reglas Comunes tal y como San Vicente lo presentaba y comentaba a las Hermanas en 1655, estaba redactado así:
«Pensarán con frecuencia que el fin principal para el que Dios las ha llamado y reunido es para honrar a Nuestro Señor, su Patrono, sirviéndole corporal y espiritualmente en la persona de los pobres.»
Y San Vicente insistía en esta frase: «pensarán con frecuencia»… Porque, en efecto, es lo esencial a lo que hay que volver siempre y de lo que nunca se estará lo bastante penetrada. Sin ello todo quedará arruinado desde la base.
Por lo demás, las Reglas (o reglamentos como solían decir los Fundadores) no son otra cosa sino la expresión vital de ese ideal y como «otros tantos medios para llegar a conseguirlo». Por eso es por lo que dice San Vicente en forma de comparación:
«Así como se complace uno en contemplar un hermoso jardín cuajado de flores de todas clases, así debéis vosotras pensar con complacencia en vuestras reglas que son corno otras tantas flores en el jardín de Nuestro Señor vuestro Esposo, quien os invita a cogerlas, lo que se hace pensando en ellas.
Porque del mismo modo que una persona al deleitarse en pensar y considerar en las flores y frutos de un jardín es como si las transfiriera a sí misma, así también queridas Hermanas, las Hijas de la Caridad que se complazcan en el pensamiento de sus reglas, se adornarán con otras tantas hermosas flores que las tornarán gratas a Nuestro Señor» (Coste, X, 122).
Y queda en seguida hecha la relación con el fin principal:
«Os recomiendo que ocupéis vuestro espíritu en vuestras reglas, que las retengáis tanto como os sea necesario para adquirir las virtudes propias del fin principal para el que la Compañía ha sido establecida.»
Vemos, pues, que de lo que se trata es de unirse a Cristo y servirle en todos y cada uno, Los «empleos» a que podemos ser destinadas no tienen sentido si no es en esta perspectiva de fidelidad a Jesucristo «Servidor» y de identificación creciente con El:
«No sabemos si viviréis lo bastante para ver corno da Dios nuevos empleos a la Compañía. Pero lo que sí sabemos es que si vivís de conformidad con el fin que Nuestro Señor os pide, si desempeñáis debidamente vuestras obligaciones, tanto por lo que se refiere al servicio a los pobres como al cumplimiento de las reglas, si obráis bien como espero que vais a empezar, entonces, Dios bendecirá cada vez más vuestros ejercicios y os conservará; pero tenéis que serle fiel para haceros dignas de ello» (ibid. 126).
Así comprendida, la disponibilidad a las llamadas de los pobres no es —y no debe ser— más que una cosa con la disponibilidad a las llamadas de Cristo:
«Así es como tenéis que estar dispuestas a servir a los pobres por todas partes a donde se os envíe: en el ejército, como lo hicisteis cuando os llamaron, con los pobres criminales y, en general, en todos los lugares en que tengáis que asistirlos pues que éste es vuestro fin. Y para ello, queridas Hermanas, bueno será que os preguntéis a menudo, como San Bernardo, para qué habéis entrado en la Compañía…
Debéis preguntaron también: ¿Por qué ha establecido Dios la Compañía de las Hijas de la Caridad? ¿Por qué me ha llamado aquí? responderos:
Para honrar a Nuestro Señor, servirle en la persona de los pobres y hacer todo aquello en lo que El quiera emplearme» (ibid. p. 127;
III. «Dios pide lo primero el corazón y después las obras«
Al presentar a las «verdaderas aldeanas» como modelo para las Hijas de la Caridad, San Vicente quería sobre todo convencerlas de nue lo primero que se impone para ellas es un «espíritu». Porque solamente ese espíritu es el que da valor y significado a su servicio:
«¿Pensáis, Hermanas, que sea tan grande hacer lo que hacéis si no lo eleva vuestra intención? ¡Pues qué! ¿Os parece que servir a los enfermos por inclinación, ir a tal lugar porque en él encontráis complacencia, obedecer porque lo que se manda os gusta, trabajar porque no se puede quedar uno sin hacer nada, orar porque las demás lo hacen… es cumplir vuestro deber?
De ninguna manera, Hermanas; no os engañéis; el mérito de nuestras acciones procede de la finalidad por la que las hacemos…
¿Pero queréis que todas vuestras obras sean gratas a Dios? Hacedlas en espíritu de humildad, de caridad, en unión con las que Nuestro Señor hizo y recordar que es menester tener esta intención…
Las Hijas de la Caridad que hacen sus ejercicios de esa manera que hemos dicho y sin intención alguna no agradan a Dios que pide lo primero el corazón y después la obra» (ibid. p. 131).
Ese espíritu debe impregnar toda la vida, toda la personalidad espiritual de la Hija de Caridad y establecer en ella la unidad. Si es sierva, tiene que serlo del todo: el servicio se halla en el centro de su existencia y la inspira pero tiene que ser, a su vez, la traducción de un ser profundo. Por eso, para verificarlo, hay que hacerlo a nivel de actitudes fundamentales y de su autenticidad evangélica: sencillez, humildad, sobriedad, pureza, modestia, pobreza, obediencia, en una palabra, todos los rasgos que San Vicente destaca en la verdadera aldeana, rasgos que deben ser efectivos.
No en vano el reglamento que está comentando dice:
«Harán todos sus ejercicios, tanto corporales como espirituales, en espíritu de humildad, sencillez y caridad y en unión de los que Nuestro Señor Jesucristo hizo en la tierra con el mismo espíritu, dirigiendo su intención a este fin desde la mañana y al principio de cada acción principal, particularmente cuando van a servir a los enfermos, y no deben olvidar que estas tres virtudes son como las tres facultades del alma que debe animar a todo el cuerpo en general y a cada miembro en particular de su Comunidad y que, en una palabra, éste es el espíritu propio de su Compañía» (traducción del texto de 1655).
De hecho, San Vicente pide a las Hermanas la misma actitud fundamental en su vida de oración, en su vida de comunidad y en el mismo servicio. Es todo un estilo de vida, corno decíamos antes, dictado y penetrado por lo que constituye su eje específico, es decir: la entrega total a Dios para el servicio a los pobres, en unión con Jesucristo y con Aquella que, en la Fe, más se ha identificado con El en calidad de Esclava, María Santísima.
Sí, es la unidad de vida de la sierva bajo el signo de un amor sencillo y humilde:
«Cuando vais a la parroquia a servir a los enfermos, id para honrar a Nuestro Señor en sus personas; cuando vais a la oración, pensad poco más o menos así: ¡ay! pobre y miserable de mí, ¿soy digna de ir a hacer oración, de hablar con Dios? Pero con todo, no dejéis de ir complaciéndoos en vuestra abyección y para honrar las oraciones de Nuestro Señor. Cuando vayáis a comer, pensad lo mismo, que no sois digna de tomar vuestra comida con las otras, y decíos: Señor mío, no merezco ir a comer el bien de los pobres, ni estar en compañía de mis Hermanas que tan bien los sirven en comparación conmigo que no valgo para nada». (Ibid. p. 128).
Si, al salir de la conferencia «sobre las buenas aldeanas», Santa Luisa experimentó la necesidad de escribir a San Vicente las palabras que hemos citado al empezar, bien podemos pensar hasta qué punto ella y sus Hermanas habían percibido en las palabras del Fundador la «fisonomía espiritual» que correspondía verdaderamente al designio de Dios sobre la Compañía.