Seguramente que hemos tenido esta sensación en cualquiera de las distintas áreas de la experiencia humana. Saborear un alimento al que no estamos acostumbrados, levantarnos o acostarnos a una hora inusual para nosotros, el frío o el calor extremados, o sencillamente soportar a alguien que nos resulta desagradable, se nos antoja que es superior a nuestras fuerzas.
Sin embargo no es fácil saber hasta donde llegan nuestras fuerzas. Y terminamos saboreando los gustos que en un principio nos parecían extraños, encontrando agradable el agua de la playa que al principio nos parecía fría, haciéndonos madrugadores o trasnochadores impertérritos y, quién sabe, si hasta haciéndonos amigos de aquellos que en un principio no tolerábamos en nuestra presencia.
Experiencias similares afectan a nuestra fidelidad cristiana. Desde fuera puede parecer que el programa de Cristo es superior a las fuerzas del hombre, que es un programa sólo para los valientes, para los héroes, para los «santos». Y resulta que estos, que veían las cosas desde dentro, encontraban su fidelidad de lo más normal y se atrevían con todo.
Ellos habían experimentado la fuerza del Espíritu de Dios que actuaba en ellos, que les cubría con su sombra, como María, que les confortaba para enfrentarse a todo como Pablo, que les capacitaba para hacer signos de salvación, en el nombre del Señor Jesús, como Pedro y Juan, a las puertas del templo. El pensar en ellos hizo que otros se atrevieran con otro tanto, en la seguridad de estar ayudados de la misma fuerza de lo alto.