COMUNIDAD DE TRABAJO
Pienso que todo trabajo humano es de tipo comunitario. El trabajo de cada uno redunda en beneficio de toda la humanidad. Hablando en términos generales esta finalidad no es del orden de las motivaciones ni de las intenciones porque a donde apunta casi todo el mundo que trabaja es al provecho personal; pero pertenece, sin duda, al orden de los resultados. Todo el que trabaja, lo pretenda o no, contribuye al bien común. Uno se afana por la felicidad de todos; todos se afanan por la felicidad de uno. Es evidente que la solidaridad está enraizada en las tendencias más secretas del hombre, en las capas más profundas de su espíritu, en el misterio del subconsciente.
Todo cuanto tengo, todo cuanto me rodea y está a mi servicio se lo debo al esfuerzo de miles de hombres. Las viandas que tomo, los vestidos que ciño, los muebles que uso, la.morada en que habito, el vehículo que utilizo y hasta muchas de las ideas que voy vertiendo en el papel son el fruto laborioso de mis hermanos de raza. A mi vez, la andadura de mis pies, el ejercicio de mis manos, el sudor de mi frente, las palabras de mis labios, las obras de mi ingenio y los pensamientos que transcribo concurren al bienestar espiritual o corporal de mis semejantes. Estas elucubraciones no son solamente de carácter especulativo. Vivimos amarrados al remo de lo cotidiano y no nos damos cuenta de la consoladora realidad. La humanidad está empeñada en un amable torneo de favores, mercedes y servicios. El blindaje egoísta en que de ordinario se acoraza es una precaución banal. El hombre inconscientemente abandona su encerramiento, sale de sí mismo, vea otros seres semejantes a él y emplea sus energías en hacerles la vida un poco más cómoda y agradable. Desde este punto de partida no es imposible que la vieja anestesia de su individualismo se empiece a diluir y aparezca la fraternidad universal querida por Dios desde el amanecer del mundo.
Y lo que sucede de un modo elemental e impremeditado a escala universal, ocurre también de forma más organizada y voluntaria a nivel nacional, empresarial, gremial, sindical y familiar. Y es lo que debe acontecer así mismo en la esfera reducida de una comunidad religiosa. Pero en ella el trabajo no tiene ya tan sólo un sentido humanitario, filantrópico y altruista, sino un significado teologal, una aceptación gozosa y una proyección apostólica. Un grupo de mujeres consagradas ha de empezar por tener ideas claras sobre la ley del trabajo a la que, como todos los seres humanos, están sometidas.
TRABAJO OBLIGATORIO
Hay una verdadera teología del trabajo dentro de la cual éste adquiere su más alta significación. Es un error considerarla como fruto exclusivo del pecado, una consecuencia penosa de la culpa original, una expiación ineludible, un fardo enojoso y pesado del que no es fácil descargarse, algo, en fin, que no existiría de no haberse producido la culpa primitiva sin la cual el hombre hubiera podido holgazanear a sus anchas sin que se le señalase con el dedo. Una atenta lectura del Génesis desbarata rápidamente esa falsa concepción del trabajo. Porque la verdad limpia y exacta es que, aún antes del pecado, Dios colocó al hombre en el Edén y le encomendó la misión de cultivarlo, trabajarlo y guardarlo.
Dios le puso frente a un mundo no acabado, de un mundo en perpetua creación, que se está haciendo sin cesar. El trabajo aparece, pues, como una invitación a colaborar con El en la perfección de su obra, como algo honroso y dignificante en sí mismo, como una consecuencia lógica que fluye de su naturaleza, de su ser de hombre hecho a imagen de Dios, un Dios a quien encontramos, al abrir la Biblia, atareado como un Obrero, en su tarea constructiva, descansando el séptimo día, supervisando, sus propias realizaciones. Todo el que trabaja, cada uno en su oficio, está sosteniendo la Creación porque se constituye en colaborador del Ser Supremo.
Al mismo tiempo el trabajo es una obra redentora. El Hijo de Dios, por medio de su Encarnación, asumió íntegramente la naturaleza humana sin dejar fracción ni resquicio alguno. El trabajo humano, por tanto, fue por El asumido, elevado y potenciado a un valor redentor. Desde entonces la parte de pen– a y de fatiga que le acompaña tiene un poder sacramental por cuanto se hace instrumento maravilloso de podernos configurar con Cristo trabajador, artesano fatigado y paciente. Así no sólo colaboramos con Dios Creador, sino también con Cristo Redentor.
El trabajo es una ley de la que no podemos escapar sin traicionar a Dios. Con el sudor de tu frente comerás el pan. Es una ley válida para todos. Dios no hizo excepciones. Para El no hay castas ni privilegios. Esto quiere decir que si yo como mi pan sin el sudor de mi frente otro ser humano ha tenido que sudarlo. Una injusticia intolerable por muy camuflada que se presente. Mi fallo en el trabajo repercute en los demás. Si no trabajo lo necesario para ganar el pan, otros trabajan más de lo debido. Todos debiéramos preguntarnos a la hora de la comida con cruda y brutal sinceridad si no estaremos comiendo gratuitamente el pan que otros han ganado honradamente.
Hay un concepto social que en nuestros días ha experimentado una plausible evolución: la dignificación del trabajo. Ha sido una reacción contra las largas injusticias de un mundo partido por desgracia en dos mitades: los que trabajan febrilmente sin descansar y los que descansan plácidamente sin trabajar. Hoy estamos por fortuna en plena civilización del trabajo. Esta planificación igualitaria que de él se ha hecho tiene innegables riesgos, como la infravaloración de lo espiritual, la mecanización general, la materialización de la vida; pero encierra también un valor indiscutible: es un signo positivo y un presagio de prosperidad y bienestar; liquidará todas las diferencias sociales; sustituirá los escudos y blasones por la valía personal; constituirá el único distintivo de nobleza; será un derecho que trae el hombre al nacer y una fuente importante de derechos humanos; y traerá, por fin, con su eficacia niveladora, la pacificación de los hijos de Dios.
Paralelamente a estas ventajas corre el peligro de que sean precisamente ellas, las mujeres consagradas, las profesionales del Evangelio, las que se vayan quedando al margen de este signo de nuestros tiempos: la participación necesaria en el trabajo común. No pueden en justicia seguir amparándose en su antigua situación de privilegio. No pueden vivir en la seguridad que les ha confiado hasta hoy el voto de pobreza porque se asemejarían al capitalista que, al abrigo de sus rentas, mira tranquilamente el porvenir sin la acuciante necesidad del trabajo cotidiano. Todavía hay religiosas que viven desconectadas con el mundo del trabajo porque no ven su pan en peligro. Porque muchas de ellas no han sentido en carne viva el drama del hombre que con su jornada de ocho horas sólo gana un salario de hambre. Porque otras ni siquiera se imaginan la sangrienta realidad del pluriempleo que estruja tantas vidas. Porque algunas vieron ciertamente el sudor en la frente de sus padres, pero lo han olvidado y no lo quieren recordar. Creo que es necesario desenmascarar a las que viven dulcemente al socaire del esfuerzo ajeno. Disfrazan su ociosidad haciendo mil «cositas» fáciles e inútiles; tienen siempre en los labios la historia de unas enfermedades más imaginarias que reales cuya única terapéutica sería precisamente el trabajo; van y vienen para dar la sensación de que están ocupadas, pero no hacen nada que valga la pena; no se entregan a una tarea con plena dedicación, con absoluta efectividad. Tal vez alguna crea que con una o dos clases que sabe de memoria o un recorrido superficial por la casa o el oficio tienen derecho a comer tranquilamente. Si se percataran los seglares de semejante cuadro laboral vendría automáticamente a sus labios el apelativo de explotadoras. A mí no me duelen prendas. A cada una de las religiosas del mundo lanzo esta pregunta, como un guante de desafio: con toda sinceridad dígame: ¿podría usted de verdad vivir fuera, en el mundo, con el producto de esas ocupaciones…?
Lo evangélico no es pedir, sino dar. No es esperar a recibir, sino adelantarse a conceder. No es vivir de la neurastenia y del cuento, sino del trabajo agotador de cada día. La religiosa que no gane con su trabajo lo suficiente para su subsistencia y la de dos o tres personas más, no cumple con su deber. Imagínese el esfuerzo que tiene que desarrollar una mujer que ha quedado viuda con dos o más hijos y póngase en su lugar. Primeramente su jornada laboral ha de rendir lo suficiente, lo equivalente a lo que demandan las propias necesidades vitales. Después, lo sobrante ha de destinarlo para subvenir a las que reclaman el cuidado de las ancianas, la asistencia de las enfermas, las atenciones de las jóvenes que se preparan para relevarlas un día.
Trabajar, pues, no como un entretenimiento, ni como una diversión, ni como un medio de matar el tedio, sino para ganarse seriamente la vida. Vivir del capital no es cristiano, pero vivir del trabajo cotidiano es profundamente religioso. Trabajar ahincadamente, intensamente, exhaustivamente. Al obrero holgazán se le expulsa de la empresa. Tal vez logre con habilidad disimular su escaso o nulo rendimiento, pero nadie podrá decir que merece el jornal que recibe al fin de la semana. Si eso vale para todos, ¿qué decir de una mujer que trabaja por el reino de los cielos?
TRABAJO EFICAZ
La eficacia del trabajo comunitario estriba en dos pilares sólidos: el aprendizaje teórico y el sucesivo adiestramiento práctico. El estudio es en gran parte de la incumbencia y de la responsabilidad personal de una Hermana. Ciertamente la superiora y las compañeras pueden y deben facilitarle la preparación intelectual sustituyéndola en desempeño de sus obligaciones habituales, aislándola del bullicio casero y poniendo a su disposición tiempos y lugares propicios a la serenidad de espíritu y a la concentración mental. Pero es’ ella misma la que debe tomar, si no con entusiasmo, al menos con empeño, la preparación técnica para su futura o actual profesión, desligándose momentáneamente de ocupaciones, amistades y pasatiempos que sean óbice a su estudio, tomando apuntes, consultando autores, repasando textos y preguntando a otras Hermanas duchas en el arte, porque ya dejaron el puerto y navegan en alta mar. Si no encuentra en las personas y en la casa un clima acogedor, favorable a su capacitación intelectual, o ella lo toma a título de inventario, estará bailando siempre en la cuerda floja de la desgana y de la inseguridad primero, y de la mediocridad y de la incompetencia profesional después.
La verdadera maestría se adquiere con el manejo práctico del oficio. No conozco ninguna Hermana que no desee vivamente dominarlo a satisfacción, pero tengo noticias de muchas que se niegan a enseñárselo o renquean detrás de las preguntas insistentes que les hacen. En la compleja sicología femenina tiene que haber un móvil secreto, inconfesable, que impulsa a unas religiosas de reconocida solvencia y ejemplaridad a callar con obstinación a sus compañeras lo que dicen con gusto a las seglares de su misma profesión. Es un misterio tan frecuente como inextricable. Vistas las cosas con objetividad resulta el caso más estúpido, absurdo y desatinado que se puede imaginar. Menguada idea de la caridad y de la justicia tiene la que desdeña darle la limosna de su experiencia a una primeriza, a una iniciada que le alarga la mano confiadamente. Tan insensato modo de proceder no arguye tan sólo un leve desinterés por la Hermana joven. Ella misma se está echando el polvo a la cara. En última instancia se trata de un desprecio a la comunidad de que forma parte, de una traición a la Iglesia a la que se consagró y de un agravio a la sociedad a la que dedica inmediatamente sus servicios. Se me antoja que lo más correcto que podría hacer sería pedir un cambio de destino y ceder el puesto a otra Hermana más complaciente y acogedora.
TRABAJO CALIFICADO
El poeta bíblico dedicaba sus versos a un rey. Por eso se esmeraba en que salieran de su pluma los poemas más bellos y armoniosos. La mujer consagrada dedica su obra también a un Rey, al mismo del autor inspirado. Por la misma razón ha de procurar que le salga redonda, perfecta, acabada. Una obra acometida con ilusión y celo enfebrecido. Una obra en la que vuelca todo el acervo de su cultura, de su arte, de su sensibilidad. Una obra que es fruto exquisito de su ciencia y de su experiencia, de su corazón y de su cerebro. Una obra hecha en estas condiciones, por fuerza tiene que resultar exacta, impecable, de antología.
Con Dios no se puede andar con cicaterías. Cuando se trabaja por El no se puede ejecutar una obra mediocre, vulgar y ramplona, hecha solamente para salir del paso, para cumplir el expediente. Sería vergonzoso para una consagrada que tuviera más importancia el veredicto de los hombres que el refrendo de Dios y de su conciencia. Comprendo que, durante sus primeros escarceos, las cosas no tengan el resultado apetecido. Pero después de haber pasado por tantas pruebas, tentativas y ensayos, cuando ya está haciendo, como quien dice, una- navegación de altura, es lamentable que se instale cómodamente en su oficio y lleve a cabo su tarea a medias, de manera indiferente y rutinaria. Su consagración le exige estar al tanto de los últimos avances de la técnica, mejorar su experiencia, adquirir cada día mayor pericia en el desempeño de su misión, perfeccionarse con la lectura de libros y revistas de la especialidad, asistir a cursillos y conferencias del ramo, etc. El tiempo libre no puede ser tiempo muerto. Necesita evolucionar sin interrupción, adquirir ideas nuevas, abrirse nuevos cauces. No puede dormirse sobre los laureles. Ella no es dueña del negocio que lleva entre manos. Se ventila la gloria de Dios. Está en juego el prestigio de la Iglesia. Estar al día en su especialidad profesional es un deber de justicia. La caridad tiene más exigencias que el sueldo. Sería bochornoso quedarse a la zaga de los seglares en responsabilidad profesional. Los hay que caminan en vanguardia por la seriedad con que llevan a cabo su función social. La Iglesia ganaría si las religiosas se pusieran a su altura científica y moral. Ya se nota, sin embargo, ese desperezo cultural en todas las familias religiosas. Muchas corren como si quisieran ganar el tiempo perdido, aguijoneadas pór el afán de superarse, de emular a los laicos a quienes encuentran trabajando en su mismo campo de actividades.
TRABAJO DIVERSIFICADO
En el trabajo de las religiosas se abre un inmenso abanico de posibilidades. Puede ser tan múltiple y variado como las directrices que sigue el quehacer humano, con tal que sea compatible con su sexo y con la naturaleza de la vida comunitaria. Los miembros de una comunidad o de una casa pueden abarcar todas las obras tradicionales a las que no tienen levantada la veda, pero todas ellas tienen cabida en el conjunto de casas del Instituto. Hay grupos de Hermanas dotadas de idéntica o parecida vocación particular. Otras muestran inclinaciones indiferentes y hasta opuestas. Algunas son polivalentes y pueden realizar tareas diversas alternativamente. En general es la tendencia y el gusto de cada una la causa determinante de la especialización en las comunidades femeninas. Es lo natural, aunque hay que reconocer que no siempre sucedió así. Una comunidad es una sociedad en miniatura. Casi todas las ocupaciones de la segunda caben en la primera. Enumeremos algunas principales:
Los trabajos apostólicos son específicos de toda comunidad religiosa. Son el motivo de su existencia en la Iglesia y en el mundo y van por tanto a la cabeza de los demás trabajos. Se hace ineludible que haya un grupo que se consagre a ellos con exclusividad. Sería un grupo representativo porque suponemos que el resto se dedica a actividades mixtas, o sea, a aquellas en las que el apostolado fluye por los cauces de una profesión temporal. Por lo demás el deber apostólico debe ocupar la primacía, si no en la acción, sí en la intención de todas las personas y grupos del Instituto.
Los trabajos profesionales son una punta de lanza para la penetración cristiana en el mundo. Son los mejores panegiristas de la preocupación de la Iglesia por las necesidades de la sociedad actual. Es el rostro humano de Cristo tras el cual ha de atisbar el mundo su divinidad. Porque El está lo mismo en el fondo de un tubo de laboratorio que en medio de un teorema matemático. Para el que sabe y quiere ver, nada hay profano en este mundo. A condición de que las religiosas profesionales no se olviden que son la levadura y no la masa secularizada y espesa. Tal vez su hábito resulta molesto a ciertas gentes. No importa. Una persona honrada resulta tan incómoda en una sociedad de malvados como un guardia civil entre una banda de ladrones.
Los trabajos sociales las ponen en contacto con los pobres que son la gente más sana y limpia de la tierra. La identificación con ellos se impone para liberarlos de su esclavitud y de su miseria. Su paso a través de esas muchedumbres encrespadas de resentimientos es una versión colectiva de Caperucita que cruza bosques poblados de lobos hambrientos y ululantes. Resulta una hermosa aventura pasatse una hora en sus chozas. Allí sienten abrirse en sus entrañas hontanares caudalosos de piedad. Al verse en la necesidad de hacer la radiografía del pobre se alboroza por lo que es en sí mismo, se indigna por lo que le obligan a ser y aprende a morir por unos, a bregar por otros y a rezar por todos.
Los trabajos culturales hoy no cierran el paso a ninguna. La literatura, la música, el esmalte, la pintura, la decoración, el bordado, las artes plásticas, la filosofía, las matemáticas, la especialización científica no son campos de cultivo monopolizados por los seglares. También la cultura es portadora de los eternos valores del hombre. También las artes, las ciencias y las letras despejan la incógnita de Dios. Este vehículo de apostolado se desliza por todas las páginas de la historia de la Iglesia. Antes era un poco extraño ver a una religiosa moverse en este sector que se creía privativo del hombre profano, de la mujer seglar. Pero en la actualidad vemos con orgullo y aplauso a féminas de todos los hábitos tomar al asalto las metas más altas, reivindicar el derecho a un puesto en la universidad y conquistar todos los títulos y diplomas permisibles. Han caminado mucho con pie decidido y desenvuelto, y todos los días amanece con la noticia de que ha saltado por las buenas la barrera de alguna profesión cuya entrada le estaba vedada.
Los trabajos recreativos no suelen ser habituales en una mujer consagrada, sino eventuales y complementarios de las demás ocupaciones. La organización de excursiones, juegos, deportes, competiciones, espectáculos coreográficos, teatrales y cinematográficos son otras tantas dianas adonde puede apuntar de paso la flecha de su celo apostólico. Con ello demuestra además que no tiene nada de arisca ni de gazmoña; que sabe trenzar risas y oraciones para hacer un solo tapiz; que lleva la misión sosegadora e inspiradora de las flores a un mundo sobrante de diversiones y falto de alegrías auténticas; que no es tanto la mensajera tonante de la penitencia, al estilo de Juan, el Bautista, como la noticia jubilosa y exultante del amor al modo de Juan, el Evangelista; que en ella, por fin, el ascetismo enjuto y sombrío del Greco está empapado de la luminosidad serena y riente de los cuadros de Murillo.
Los trabajos administrativos, si se trata de asuntos estrictamente comunitarios, son ineludibles, pero si versan sobre los bienes de una entidad benéfica o social, son, a mi juicio, los más inadecuados para una religiosa. Existe en la actualidad una tendencia general a poner esta clase de cargos en manos de seglares responsables, ya que en las de una mujer consagrada son aparentemente un antitestimonio, por más que en realidad no lo sean. Conviene desprenderse de las actividades de signo capitalista, aunque este signo se encuentre solamente en la superficie. Los seglares prefieren a las religiosas para estos puestos clave porque ellas significan la confianza, la honradez, la seguridad, la solvencia, la continuidad y la responsabilidad. Todo ello es cierto y ahí descansa la razón de su testimonio cristiano, pero este testimonio sólo lo percibe una muy reducida minoría, y muy débilmente, y a través de sus conveniencias. Para la masa continúan siendo unas administradoras que adolecen de las mismas taras que los otros. Por eso les es imprescindible desplegar toda su influencia para poder ser reemplazadas por excelentes administradores seglares.
Los trabajos domésticos obligan a todas y a cada una de las Hermanas. Todas deben poner manos a la obra. En esta clase de trabajos no puede haber excepciones, fueros ni privilegios. La casa religiosa es un hogar donde vive toda la familia. La economía, el orden, la limpieza, el aseo, la higiene, la decoración, una grata sensación de modestia y pulcritud, de comodidad y calor humano no puede ser incumbencia de unas cuantas que se sacrifican para sacar a las demás las castañas del fuego. Cada cual debe estar impuesta en los oficios menudos y monótonos de un ama de casa. Siempre me ha producido sobresalto oír decir a. una Hermana que se considera incapaz de llenar ciertos deberes, determinadas tareas que son corrientes en una mujer casada porque siempre he creído que la mujer que no vale para el hogar familiar no vale tampoco para el hogar religioso. Los adornos, las plantas, las flores, la máquina de coser, la aguja, el ganchillo, el plumero, la escoba y la bayeta deben ser instrumentos familiares para todos los componentes del equipo femenino. El ropero, el costurero y el departamento de ancianas son lugares en los que se dan cita las que quieren prestar su ayuda generosa a las que por su oficio ya se encuentran allí habitualmente. Son los puntos adonde, acuden así mismo las que desempeñan una misión profesional, por un impulso de solidaridad y porque desean cambiar de tercio en sus faenas para evadirse momentáneamente de sus graves pensamientos.
Acabo de mencionar a las Hermanas cuyo oficio es un determinado trabajo doméstico en el que gastan todas las horas de su día laboral. Quiero salir al paso de un concepto peyorativo que pueden tener de sí mismas. Ellas no traspasaron el umbral de la enseñanza media ni les es posible ostentar con orgullo el documento de un título oficial como muchas de sus compañeras. Tal vez por esta causa sufran la mordedura de un complejo de inferioridad. Las roe por dentro la tristeza de una vida quemada sin pena ni gloria en el anonimato de un trabajo humilde, mientras las otras que brillan hoy sobre el candelero de su fama se apagarán ahítas de estimación, de gratitud y de amistad.
Así sucede si se miran las cosas con los ojos turbios y profanos de los habitantes de la ciudad secular, pero no si se ven con la mirada limpia de los hijos de Dios. La importancia y grandeza de una mujer consagrada, no se mide por lo que hace, sino por lo que es; no por sus trabajos, sino por el amor que pone en ello, no por lo que dice la gente, sino por lo que piensa Dios. Y Dios tiene un sistema de pesos y medidas distinto de los hombres. A muchos que nosotros colocamos arriba los pondrá Dios abajo y a muchos que colocamos abajo los pondrá arriba. El hombre ve la apariencia, pero Dios se fija en el corazón.
En una comunidad todos los oficios son necesarios, los bajos y los altos, los oscuros y los lucidos, los vulgares y los distinguidos. La comunidad es un cuerpo social. En un cuerpo todos los miembros son indispensables, todos tienen idéntica categoría. La cabeza no se pavonea porque está más cerca del cielo y los pies no se acomplejan por ir siempre arrastrándose por el suelo. Sus funciones son complementarias. La vida de uno sin el otro sería mezquina, deficiente, precaria y hasta nula.
Algunas creen que no pueden desarrollarse ni como mujeres ni como religiosas con una actividad tan casera y tan falta de horizontes. Deben preguntarse qué tareas emprende una mujer casada para desarrollarse como mujer y como cristiana. Deben recordar que muchas misioneras consumen lo mejor de sus días preparando la comida, limpiando la vajilla, lavando la ropa, cosiendo los vestidos y atendiendo a parecidos menesteres plebeyos que demandan los pobres de aquellos países subdesarrollados. Deben enterarse de los trabajos que realizan las religiosas de los asilos de ancianos y de las residencias sacerdotales. Deben tener presente que el servicio de la Iglesia y del apostolado se lleva adelante, no de un modo individual y aislado, cada uno por su parte, sino a escala comunitaria, colectiva y solidariamente. Ahora bien, dentro de la corporación cabe gran diversidad de ocupaciones relacionadas entre sí y ordenadas al fin propuesto. Deben saber que, sentado este principio, las actividades, los méritos y los frutos de las unas pertenecen rigurosamente a las otras. Y deben concluir, por fin, que, para desarrollarse como mujeres y mujeres consagradas, necesitan que sus empleos, con perspectivas tangibles o sin ellas, sean una respuesta fiel a una vocación verdadera, un ejercicio libre de una obediencia responsable.
Hay que afrontar sin paliativos el problema de las castas en el seno de la comunidad. Es como una lucha de clases que late bajo la superficie. Las Hermanas no son líneas convergentes en lo fundamental en el centro del corazón, sino líneas paralelas que no se encuentran jamás. Las cultas e inteligentes con su actuación de cara al exterior, porque subestiman y compadecen a las que por falta de estudios viven ancladas en la obscuridad de los oficios caseros, y éstas porque, impregnadas de amargura y resentimiento, envidian la suerte de aquéllas. Las unas porque hablan con demasiada suficiencia y las otras porque permanecen taciturnas o hablan con excesiva acritud. Las dos partes o bandos necesitan cancelar sus cuentas y situarse en un plano de igualdad. El triunfalismo de las primeras y el derrotismo de las segundas sólo desembocan en un fracaso colectivo. Tales actitudes hacen olvidar el pasado, envenenan el presente e hipotecan el futuro de la comunidad.
TRABAJO PROPORCIONADO
Al sexo. Su resistencia física no sigue la pauta de sus deseos ni de su fuerza moral. Hay trabajos que, por exigir un intenso derroche de esfuerzos corporales, les están prohibidos. Conocemos Hermanas marcadas para siempre por la rotura de la espina dorsal o de una lesión interna en su intento imprudente de levantar en vilo cuerpos enfermos u otros objetos de mucho peso y volumen. Las conquistas femeninas han sido espectaculares en todos los órdenes, pero no han alcanzado todavía las últimas cotas de su emancipación y de su paridad de derechos con el hombre. Hay límites que, hoy por hoy, o no ha querido, o no ha sabido, o no ha podido cruzar. Este es el punto de referencia de una religiosa a la hora de asumir funciones, realizar trabajos o adoptar actitudes que tengan implicaciones sociales: caminar a la par de la mujer seglar, sin retrasos ni adelantamientos, en todo aquello que se compagine con su condición de consagrada.
A la edad. La juventud, la madurez y la ancianidad son estaciones diferentes que piden diferentes trabajos y sobre todo diferentes modos de trabajar. La joven tiene un espíritu irreflexivo. No calcula. En sus ojos no hay una luz, sino una llama. Es la estación del entusiasmo, del riesgo, del heroísmo. No le importa el trabajo, aunque esté erizado de dificultades y peligros. La mujer madura, en cambio, navega por un mar en calma. Conserva las cicatrices de los desengaños que son tan aleccionadoras. Es la estación del sentido común, del juicio, de la experiencia. Se le pueden encomendar trabajos de responsabilidad. La vejez, por otra parte, camina lentamente hacia el ocaso. Sus ilusiones se han convertido en recuerdos. Se le escapan todas las cosas menos una: Dios. Es la estación de los deseos imposibles. Le bastan los trabajos que la mantengan sencillamente ocupada, que la lleven a la convicción de que sigue siendo necesaria todavía a la comunidad. Es ésta la que ha de medir, de acuerdo con los doctores, las posibilidades de una Hermana débil, delicada. En la organización del trabajo hay que prever siempre la enfermedad de una Hermana. Las demás han de estar preparadas para derramar sobre ella todo el caudal de su piedad fraternal y para llenar al mismo tiempo el paréntesis de su indisposición y convalecencia.
Pero no hay que dejarse engañar. Existen enfermedades que radican solamente en la imaginación, en la sugestionabilidad, en una sicología proclive al mimo y al infantilismo. Para esta clase de mujeres la mejor medicina es una piadosa crueldad, una entereza inflexible pára cortar en flor sus deseos caprichosos, y una bondad comprensiva para captarse su confianza y obtener su obediencia. Para las que, pese a estos remedios, se obstinan en aferrarse a su fantástica enfermedad y siguen explotando a las demás en provecho propio, Roma ha dado recientemente facilidades para que la comunidad pueda desembarazarse de ellas y aliviar así la alta tensión que están creando en el grupo. Reducidas al estado seglar se curan como por encanto. La dureza del trabajo al que necesariamente tienen que entregarse para esquivar el fantasma de la inseguridad y de la miseria les devuelve una salud que nunca habían perdido.
A la vocación particular que viene como diluida en su sangre y prendida en la tupida malla de su siquismo desde el amanecer de su vida. Después, con los años, se va perfilando y concretando por medio de la experiencia y los contactos sociales. Su realización proporciona paz al espíritu de una Hermana, satisfacción a su voluntad y rendimiento a su trabajo. Pero no siempre aparece clara la dirección de las tendencias innatas. Algunas mujeres han remontado ya los 30 años y aún se encuentran, como en una encrucijada, vacilantes en la elección del camino a seguir. Otras descubren el error de su elección cuando ya es tarde para rectificar. Ayuda mucho para no equivocarse someterse a esos sondeos íntimos llamados «tests», cuya eficacia han revelado las modernas técnicas sicológicas.
Una vez conocida la propensión natural a determinada clase de trabajos hay que aceptarla y respetarla. Cuando la naturaleza habla es preciso enmudecer. Sin embargo, en una comunidad religiosa no siempre se puede seguir este principio al pie de la letra. Ciertamente ésta es la norma que preside, ordena y encauza la distribución del personal, pero un grupo humano no funciona como una máquina automática. En un momento dado se producen fallos, abandonos, rebeldías, crisis, enfermedades, necesidades urgentes e imprevistas. Las que llevan la rectoría del grupo, puestas entre la espada y la pared, optan por una solución que no es químicamente la ideal, ya que se ven forzadas a hacer caso omiso de la vocación particular de una Hermana, al menos por el momento. En la franqueza de su diálogo con la autoridad y en su obediencia libre y responsable encontrará dicha Hermana una salida honrada a su penosa situación, menguará su resquemor a la hora de enjuciar el hecho y no perderá el tiempo anudando y soltando los cabos de la madeja de sus pensamientos.
TRABAJO EQUILIBRADO
Si el trabajo es escaso fomenta la pereza, incuba la ociosidad, lleva a la poltronería y suscita la envidia. En la memoria de la Hermana desocupada se despiertan los recuerdos amargos de los disgustos pasados. Por las angosturas y recovecos de su pobre cerebro pululan ideas, prejuicios y suspicacias que estaban en silencio. Su corazón se convierte en una gusanera de malas intenciones, de turbios, propósitos. Vuelve a escuchar los aldabonazos del instinto, la voz de la sangre, la llamada apremiante de las cosas dulces que dejó a su espalda. Si el bacilo de la curiosidad la aguijonea a salir fuera de sí misma se dedicará a huronear en busca de noticias o a la inefable práctica del cotilleo o al sucio deporte del chismorreo y de la murmuración. Una dieta de trabajo demasiado exigua y recortada no es para ninguna mujer una fuente de equilibrio y seguridad; es un régimen que libera una cascada de desventuras. Se atrofian las facultades físicas; se enmohecen los dispositivos espirituales; se aviva el rescoldo de las pasiones dormidas…
Si el trabajo es excesivo da origen, por el cabo opuesto, a desgracias parecidas. Este es el escollo donde naufragan y se malogran actualmente gran parte de las comunidades religiosas. Las necesidades apostólicas crecen a ritmo acelerado mientras las vocaciones amainan de un modo alarmante y desproporcionado. El trabajo es enorme y acucian-te. Los brazos son débiles e insuficientes. A las religiosas, por ser mujeres, no les sufre el corazón ver las cosas a medio hacer y se lanzan a una tarea superior a sus fuerzas y a su número. Libremente se adjudican una sobrecarga de trabajo. Bajo ella suspiran, gimen, se tambalean y se desploman. Su piedad se seca, su oración se muere, su tensión aumenta, su salud decae. Las superioras tratan de remover obstáculos, achicar obras, desmontar casas, revisar actividades, trazar planes que surtirán efecto a un plazo demasiado largo. Y entre tanto las Hermanas van empujando penosamente la nave de su jornada laboral sudorosas y jadeantes, como galeotes que reman bajo la fusta del cómitre. Es una situación dura, insostenible. Los altos jefes deben acortar distancias para resolver la crisis, si no quieren ver, como decía el poeta, pocos sobrevivientes nadando sobre la vasta llanura del mar.
TRABAJO PACIFICO
Inhibición. Es un manantial de tensiones comunitarias. Una Hermana no pudo desprenderse por sí misma de la tela de araña de sus problemas laborales. A su lado está una compañera contemplando su angustia sin echarle una mano, impasible, indiferente. La primera se siente entonces sola y desamparada, presa de inquietud y desasosiego. La tirantez nerviosa que le produce esta injusta actitud se le pone delante de los ojos, como una pantalla, para no ver la salida del atolladero. Se llena de rabia y de despecho. Su corazón se puebla de remembranzas familiares. Sabe que sus padres y hermanos, en un caso así, la hubieran rodeado de solicitud, la hubieran ayudado de mil amores a salir del atasco. Y he aquí que una mujer que se ligó a ella con unos vínculos más fuertes que los de la sangre le niega ahora el pan y la sal. ¿Qué significación tendrán para ella palabras tan maravillosas como caridad, colaboración, fraternidad, amistad y compañerismo? ¿Cómo podrá abrirse a los pobres un corazón inmisericorde, impermeable a la piedad? ¿Qué mano amiga espera que se le tienda cuando se vea acorralada de parecidas dificultades?
Intromisión. Por el extremo contrario aparece el intruismo como cantera fecunda de conflictos. Se trata de esa clase de mujeres que tienen la propensión irrefrenable de meter las narices en todas partes. A quien las conoce someramente le producen la impresión de estar viendo a unos seres superdotados. Efectivamente parece que el Supremo Hacedor las ha adornado con unas facultades de privilegio. Por su manera de comportarse cualquiera juraría que poseen una mente lúcida, amplia, con capacidad universal. Todo lo conocen, todo lo saben, todo lo abarcan. Son las consejeras natas de toda la comunidad. Su parecer es certero; su juicio, indiscutible; su sentencia, inapelable. Intervienen personalmente en todas las actividades y oficios de la casa, con una sola excepción: su propio oficio. La entrada a su departamento sólo Dios la traspasa. Sobre la puerta hay dibujadas una calavera y unas tibias cruzadas. Y debajo, una frase conminatoria: no tocar, peligro de muerte. Grave advertencia que todo el mundo respeta… incluidas ellas mismas.
TRABAJO COLECTIVO
Los trabajos particulares de cada Hermana están atados como un haz de flechas por el lazo de una finalidad común, intencionada, acordada, querida por todas. Esta finalidad tiene dos caras o vertientes: la que mira a la parte de allá y la que se sitúa a la parte de acá del espacio y del tiempo. En la que mira a la parte de allá se encuentra Dios cuya Gloria buscan, cuya alabanza procuran, cuya adoración practican y cuyo culto realizan con la multiplicidad de sus trabajos. En el lado de acá se encuentra el hombre, semejante a Dios, hijo de Dios y presente a nosotros en la diversidad de sus necesidades: el desamparo, la invalidez, la pobreza, la ignorancia, la injusticia, la enfermedad, la anomalía física y síquica… Remediarlas es el fm de todos los grupos consagrados. Identificados con esta finalidad colectiva aparecen muy matizados los trabajos de cada Instituto, los específicos de cada grupo, los peculiares de cada miembro de la comunidad.
Interés. Cada Hermana, sin perder el punto de mira de su trabajo personal, debe abarcar la panorámica laboral del grupo a que pertenece. El éxito o el fracaso de una Hermana pertenece a todas. El éxito o el fracaso de todas pertenece a cada una. Una vez más viene como anillo al dedo el famoso «eslogan»: todas para una, una para todas. Jamás hay que olvidar que forman un bloque humano, compacto, solidario, coherente, con una responsabilidad común. Es, pues, natural que cada una persiga el resultado feliz del esfuerzo ajeno, con interés y atención, con entusiasmo y apasionamiento. Es una obra tan individual como comunitaria. Nadie puede desentenderse sin poner al grupo en peligro de ruptura y desintegración. Ninguna puede mostrarse indiferente sin cometer una injusticia. La apatía es inexcusable; la frialdad, inadmisible; el desdén, imperdonable y la hostilidad, inconcebible.
Si una Hermana se siente invadida por la marea de la tristeza porque otra compañera es felicitada y aplaudida, debe apresurarse a extirpar de raíz la envidia cuánto antes porque es un quiste que se puede cancerar. Si es su propia alegría la que cascabelea por dentro y por fuera mientras la Hermana que está a su lado llora la mala suerte que ha tenido en su gestión, debe pasar lo más pronto posible por la aduana de la Penitencia donde descubren, decomisan y sancionan las alegrías de contrabando. Pero si acude a la difamación, a la denuncia, a la intriga, a la zancadilla, al ridículo o a la ironía para hacerla fracasar o para despojarla de los laureles del triunfo subreticiamente, entonces debe permutar el Instituto religioso por una clínica especializada en ciertas enfermedades muy sutiles de cuyos nombres no quiero acordarme.
Para una mujer que forcejea duramente para salir del paso airosamente y llenar su cometido no hay nada tan paralizador como la glacial inhibición de sus compañeras. El abstencionismo es un jarro de agua fría que apaga su ardor combativo. El alma se le torna mustia, como un paisaje otoñal. Y cuando el alma se le pone triste también el cuerpo, automáticamente, se le pone enfermo. Hace las cosas como si las quisiera triturar. Pierde el placer de la conversación, el afán de trabajar y hasta el gusto de vivir. No existe, en cambio, para ella un incentivo tan poderoso como oír las palabras estimulantes de sus Hermanas, ver su gesto alentador y contemplar su sonrisa anchurosa y abierta. La acogida cordial, la actitud amistosa, producen en ella un efecto distensivo y reconfortante; centuplican sus energías; dan fulgor a sus ojos, rapidez a sus pies, habilidad a sus manos y vivacidad de reflejos a su imaginación. En medio de su euforia no le importaría la orden de circunvalar el mundo, como Magallanes. Daría inmediatamente comienzo a su empresa dispuesta a afrontar toda suerte de peligros y aventuras. El vivir compenetrada con las demás le otorga posibilidades insospechadas. Se me antoja que la alegría y la amistad son los dos grandes ungüentos de la cosmética comunitaria femenina.
Colaboración. No basta envolver a las compañeras en un manto de tiernos sentimientos y en una catarata de palabras incitantes. Hay que poner manos a la obra. Hay que auxiliarlas, ayudarlas, apoyarlas. Se precisa participar en sus tareas, conllevar sus dificultades, cooperar a sus esfuerzos, secundar sus proyectos, concurrir a sus actividades y contribuir con las aportaciones personales al designio común y a la acción individual. De la caridad se habla con demasiada alegría y con excesiva retórica. Pero el Evangelio no es solamente una fascinante pirotecnia verbal. Es ante todo una fuerte y dolorosa vivencia práctica. El amor comunitario equivale a integración, compenetración, colaboración. Esto impide que las relaciones de las Hermanas se pierdan, como en el mundo, en una maraña de negociaciones, astucias, diplomacias y chalaneos de los que está ausente la sincera y absoluta donación personal.
El amor verdadero no es un simple canje de ideas, de planes, de intenciones. Es un auténtico intercambio de trabajos, sudores y fatigas. Es ocupar el puesto que ha dejado vacío una Hermana enferma, aunque esto implique un doble desgaste de energías; es reemplazar a la que, por causa de su precaria salud, se encuentra exhausta de fuerzas o ha llegado al total desfallecimiento; es echar una mano a la que tiene urgencia de dar fin a su labor o ha de rendir su viaje laboral a una hora determinada; es aclarar a la que estudia la incógnita de un problema, hacerle inteligible un texto difícil, guiarla por el laberinto de una traducción enrevesada, ayudarla a preparar el bagaje teórico y práctico ante la inminencia de los exámenes; es aceptar con sencillez y gratitud el ofrecimiento espontáneo de un refuerzo, aunque en realidad pueda valerse por sí misma sin mayores molestias; es someter confiadamente su actuación al juicio de una compañera; es abrir, como quien dice, sus ventanas al aire limpio de la crítica colectiva; es, en una palabra, guardar siempre una actitud oblativa y receptiva respecto de todos los seres humanos con los que se ha escogido libremente convivir.
TRABAJO ORGANIZADO
El primer papel en la organización del trabajo corresponde a la superiora. Ella es la que ha de mover amorosamente las piezas sobre el tablero de ajedrez, pero teniendo en cuenta que no son eso exactamente, sino que son personas con las que hay que contar en todo y por todo. También es bueno que recuerde que el trabajo común no basta para formar una comunidad como es debido, que el rendimiento no crece mediante una intensificación de la disciplina ni por otorgar premios, ventajas y privilegios; sino que es fruto del clima moral reinante, del gozo de vivir en común, aparte, claro está, del factor sobrenatural; que ese clima comunitario no proviene de la suntuosidad o pobreza del edificio, sino del entendimiento y armonía de sus moradores. Para ello ha de poseer capacidad de convocatoria a fin de concitar el asenso y la cooperación; de dar un sesgo humorístico a los brotes de disgusto y un hábil quiebro a los conatos de enfrentamiento; de mostrar una destreza conciliadora cuando los diálogos se tornan peligrosamente encrespados; de templar el ambiente reduciendo a sus términos convenientes a las enfermas lo mismo que a las sanas, a las cobardes y a las valientes, a las inteligentes y a las menos dotadas, a las infatuadas por los éxitos y a las deprimidas por los fracasos. Comprendo que estas metas son arduas de alcanzar, pero quedan señaladas, no como un ideal que hay que conquistar a toda costa, sino como una aspiración que impulsa a navegar hacia él a todo trapo.
El segundo jugador que con la superiora ha de mover las figuras del ajedrez sobre el tablero del trabajo es la comunidad tomada en su totalidad. El desarrollo del juego pertenece por igual a las dos partes, pero el resultado de la partida es de incumbencia de la superiota. Este es un asunto muy vidrioso en los tiempos actuales. La discusión sobre los derechos y deberes de ambas partes respecto de la organización laboral está dejando las gargantas secas y ásperas como un papel de lija. Lo único que yo puede hacer es dar un toque de atención a los dos bandos contendientes para decirles la verdad escueta: todas tienen el derecho y la obligación de hablar, pero la superiora tiene el derecho y la obligación de decidir.
Autoridad y libertad: dos polos que contraponiéndose se requieren y se necesitan mutuamente. El cosmos los necesita para realizar sus giros y sus órbitas. Sin libertad quedaría mineralizado, inerte e inmóvil. Sin autoridad lo que se movería no sería el cosmos; sería el caos.
Autoridad y libertad: dos fuerzas contrapuestas que se repelen y se atraen mutuamente y con igual intensidad. Así guardan el equilibrio de la humanidad. Sin libertad la sociedad se convertiría en un hato de esclavos. Sin autoridad imperaría la ley de la jungla.
Autoridad y libertad: dos principios dispares que se huyen y se llaman, se evitan y se precisan con la misma fuerza. Así conservan la armonía de la vida comunitaria. Sin libertad sería una cárcel de mujeres engañadas. Sin autoridad sería una jaula de fieras civilizadas.
Libertad para la expresión y autoridad para la decisión. Libertad para dialogar, manifestar criterios, sugerir iniciativas, presentar proyectos, discutir experiencias, aprobar resoluciones o disentir de ellas. Autoridad para escuchar, preguntar, exponer, contrastar, sopesar, rechazar, admitir y decir la última palabra sobre el asunto que se ha puesto sobre el tapete. Esta doble norma ha de regir en la fijación de horarios, distribución del personal, aceptación de obras, modificación de usos y costumbres, cancelación de actividades y ordenación de retiros, viajes, cursillos, estudios y demás pormenores relativos a la vida del grupo. En la puesta en común se ha adoptado el criterio de unas y se ha rechazado el de otras. Como en todo juego, como en cualquier deporte, hay que saber ganar y hay que saber perder. Ni el que gana se engríe ni el que pierde se abate. Ni el victorioso menosprecia al vencido ni éste toma venganza de aquél. Los dos se dan la mano y aceptan el resultado.
TRABAJO COMPENSADOR
Gratuito. En la comunidad hay Hermanas cuyo trabajo carece de remuneración económica. No deben por eso sentirse colocadas en un plano inferior a las que ganan un salario. Tampoco éstas han de hacérselo sentir. Tanto más cuanto que con frecuencia las tareas no retribuidas son las más importantes en el orden espiritual, como son, por ejemplo las de las Hermanas que se dedican a la formación de las aspirantes y seminaristas. O son también muy necesarias, como las que desempeñan cargos en el gobierno general, provincial y doméstico. O son las más urgentes en sentido material, como las de aquellas que se consagran a los trabajos domésticos. No hace falta tampoco mencionar a las que, a causa de su invalidez o delicada salud, no pueden imprimir a su trabajo sino un rendimiento escaso y a veces nulo.
Remunerado. Antiguamente las comunidades vivían del capital proveniente de fundaciones, propiedades y donativos. Esta situación les aseguraba la estabilidad y la gratuidad de sus servicios. En la actualidad se aspira, más que a poseer bienes, a conquistar una capacidad profesional cuyo ejercicio, al estar avalado por un título legal, es remunerado por la sociedad. Hoy se tiene más confianza en los recursos que provienen del trabajo que en las rentas que produce el capital. Se trata, pues, de aceptar unas condiciones que impone inexorablemente la vida moderna. La sumisión a las instituciones y leyes sociales en nada contradicen al voto de pobreza, antes bien, le depuran, le acrisolan y le refuerzan.
Las Hermanas cuyas actividades tienen una asignación pecuniaria aportan el fruto de su trabajo a la bolsa común. Con estos sueldos la comunidad provee a las necesidades de las que no pueden trabajar y de las que trabajan sin recibir retribución alguna. Como en cualquier familia, todo es de todas, todas trabajan para ganar el pan de las demás. Por otra parte, en una comunidad, más que en ninguna otra sociedad, ha de regir, con todas sus consecuencias, la ley de la comunicación de bienes, la obligación de compartirlo todo fraternalmente. Y si lo que digo es verdad aplicado a la comunidad local, también lo es referido a la comunidad provincial y a la compañía en general y a sus miembros dispersos por los países de misión. Las misioneras están en la vanguardia del apostolado, pero su trabajo es el menos rentable económicamente. La solidaridad que es la base dél equipo comunitario reclama justamente la distribución de los bienes obtenidos por una en beneficio de todas de modo que las necesidades comunes queden, si no completamente satisfechas, por lo menos, niveladas.
Pero la pobreza evangélica de las Hermanas profesionales no se reduce a vivir exactamente igual que sus compañeras seglares. Cierto que deben tener las mismas condiciones laborales: el mismo jornal, idénticas pagas extraordinarias, días libres, vacaciones, seguros sociales, etc. Sin embargo el disfrute dQ estas ventajas está condicionado por los imperativos de su vida consagrada, mucho más que en las otras por los de su vida familiar.
Existe un obscuro problema al hablar del salario. Muchas Hermanas lo perciben reducido, inferior, con mucho, al que reciben sus compañeras en las mismas condiciones. En algunos establecimientos resulta tan menguado y vergonzante que raya en la miseria. Yo no me atrevería a enjuiciar este desnivel salarial, como injusto, aunque en opinión de muchas personas ése es el calificativo que merece. En algunas instituciones no me cabe duda que lo es. En las demás es, por lo menos, una discriminación anómala, extraña y abusiva. Hay quien piensa que las nóminas son iguales para todos los funcionarios según su grado y categoría. Según esta opinión, las cantidades no cobradas sufren filtraciones censurables, porque el dinero al que se ha dado salida del erario del Estado ya no vuelve.
La comunidad precisa de las ganancias íntegras de sus miembros porque también tiene sus obras benéficas y sociales propias, sus pobres, sus misiones escasas de recursos. Además, las Hemanas tituladas y remuneradas con tanta mezquindad tienen derecho al puesto que ocupan, pero ¿tienen también derecho a privar a una mujer seglar de un sueldo normal, de ocupar su mismo puesto? Lo que hasta hoy se creía un testimonio de pobreza, un gesto de generosidad y de desinterés ¿no será tal vez hoy de signo contrario? Son opiniones discutibles que yo arrojo a la plaza de la discusión pública para que, enfocadas por todas sus caras, podamos verlas con mayor claridad.
Lo que no es opinable es que un derecho cualquiera está siempre condicionado por otro en cuya posesión están las personas que con nosotros viven. Hay derechos individuales que quedan anulados por los del grupo. Esto es lo que sucede con el derecho que enarbolan las Hermanas que trabajan a sueldo, a disfrutar de los días libres, de las vacaciones pagadas, etc. Olvidan las exigencias de su vida comunitaria. En el grupo consagrado a que pertenecen, todas tienen los mismos derechos. No hay castas, ni clases sociales privilegiadas. El usufructo colectivo de esas mejoras sociales, hoy por hoy, no es más que un ideal, una aspiración. Mientras no las puedan gozar todas, no las puede gozar ninguna. A excepción de aquella que las necesite por las razones que sean. También desean las comunidades religiosas los beneficios de los seguros sociales y se están dando los pasos necesarios para conseguirlos, pero, entre tanto, el sueldo de sus miembros tiene que emplearse parcialmente en cubrir, a nivel comunitario, esa grave y urgente necesidad en los tiempos actuales.
Se ha dicho con poca exactitud que la pobreza evangélica consiste en vivir del propio trabajo. Esta es la verdad, pero no es toda la verdad. El trabajo considerado en sí mismo no puede coincidir con la pobreza porque ésta se relaciona con otros conceptos que la explican y la amplifican, como la dependencia de las demás, la comunicación de bienes, la puesta en común de personas y cosas, la organización de la vida comunitaria, etc. El factor trabajo es un elemento importante de la pobreza consagrada, pero no cierra sus fronteras ni agota sus posibilidades.
TRABAJO INTEGRADOR
Un grave peligro que se ampara bajo la ley del trabajo acecha a todas las mujeres consagradas del mundo: el de ver escindida su personalidad, desintegrada su consagración y partida su vida en dos secciones diferentes. La vida de oración por un lado y la vida de trabajo por otro. Hay que repetir insistentemente que la vida de oración y la vida de trabajo no son dos»Vidas, sino una sola, total e indivisible. Su disgregación equivale ala esterilidad y a la muerte sobrenatural del apostolado. Es la separación del alma y del cuerpo, la disolución de los dos elementos integrantes y complementarios de la consagración personal. Las íntimas relaciones que existen entre la vida teologal ‘y la vida laboral constituyen el eje, el corazón y el centro de la vida consagrada. Se da entre las dos una perfecta simbiosis o compenetración vital. En el plano de la práctica, o sea, del tiempo que se dedica a la oración y a la acción podrá haber tensiones dolorosas y dificultades al parecer insolubles, pero en el plano de la intención no puede haber oposición, sino unidad perfecta e ininterrumpida. Sin embargo, hay prioridad y jerarquía de la oración sobre la acción porque la eleva, la sublima, la transfigura, la diviniza, la convierte en sí misma, o sea, la hace oración, contemplación, adoración.
En el plano o aspecto teológico, la unidad entre la vida profesional y la vida espiritual es muy fácil de establecer. Ni la oración ni la acción santifican por sí mismas. Lo que santifica es el amor del que la oración y la acción son solamente dos expresiones. Este amor consiste en vivir intensamente la vida de la presencia de Jesús en los semejantes. Una presencia tan espiritual como real. La base de esta visión de fe es la Encarnación, pues con ella se verifica la incorporación de todos los hombres a Cristo. Es preciso hacer que se produzca habitualmente este reflejo: ver a Cristo en el ser humano con el que se establece contacto. Esta es la óptica, la perspectiva de la espiritualidad de la acción en la que San Vicente de Paúl fundamenta la santidad de sus comunidades. La fe y el amor a Jesús que continúa su Encarnación real y místicamente en sus miembros, es el camino de la unificación de la vida espiritual y la vida de trabajo.
En el aspecto práctico, cuanto más activa es una Hermana más necesidad tiene de adquirir convicciones personales acerca de la importancia y de la urgencia de la oración, so pena de caer en el activismo y sobrecargarse de trabajo. Quien no ora se apega a su oficio y a su actividad sin admitir control ni colaboración alguna. Se forma su vida, sus convicciones y su conciencia identificándolas con la voluntad de Dios cuando en realidad no son más que productos enteramente humanos. Esta clase de mujeres siempre en ebullición, en medio de un torbellino laboral, agobiadas de trabajos, son impermeables a las nuevas llamadas del apostolado, a las nuevas direcciones de la Iglesia. Su misma actividad termina por sofocarlas. Sufren una penosa alienación. No se quieren analizar a sí mismas. Abominan de los horarios en los que hay un espacio para la oración personal. Ese espacio es para ellas una pérdida de tiempo. Algunas han llegado a decir que esos silencios las separa más de Dios porque son concesiones al egoísmo, al individualismo. Y sin embargo esos paréntesis en la línea del trabajo son necesarios para el encuentro personal y profundo con Cristo. Para orar, para adquirir convicciones religiosas, para ahondar en la fe, para hacer subir el termómetro del amor hay que aceptar rupturas en eI trabajo corriente. La frase tan repetida: «No tengo tiempo para orar», equivale a esta otra que no se formula: «no tengo gusto ni ganas de orar»…