- REFLEXIÓN FINAL
Comenzábamos nuestra exposición haciéndonos eco de un refrán castellano. Con él pretendíamos tomar conciencia de que, en ocasiones, se hace mucho ruido sobre algo; en nuestro caso sobre la catequesis y el catecismo. Es que, cuando aparecen momentos de turbulencia en la Iglesia, cuando le llegan aires de reforma, el impulso más normal y más ordinario es volver a sus fuentes, a sus orígenes. Y en esas fuentes y orígenes de la misma Iglesia encontramos la catequesis, la enseñanza de la doctrina cristiana. No es extraño, pues, que después de la conmoción protestante y del concilio de Trento existiera una verdadera fiebre por el catecismo en la Iglesia. Preocupación de la que participó Vicente de Paúl, y a la que dedicó sus mejores tiempos y sus mejores obras. La convirtió, tal y como dicen algunos, en la nervatura de la misión misma. Es decir, en el medio que sirve para transmitir los signos vitales del vivir cristiano. Por eso mismo dispuso todo en función de la misión y, en ella, del catecismo.
Pero, como hemos podido ver, en esta acción misionera hubo sus luces y sus sombras. Dichas sombras, en la evangelización llevada a cabo por Vicente de Paúl y otros, fueron más atribuibles a la situación social y religiosa del momento que a la acción concreta de los protagonistas mismos de dicha evangelización. No podemos ignorar que ellos, Vicente de Paúl, sus misioneros, otros fundadores y misioneros de la época, fueron hijos de su tiempo. Y fue en su tiempo cuando trabajaron. De dicho tiempo recibieron elementos buenos y virtudes propias y, a su vez, algunos fallos y defectos. Corrigieron y cambiaron muchas cosas, pero, y eso es normal, se dejaron atrapar, —muy probablemente de manera inconsciente—, por los condicionamientos de una época turbulenta y de enfrentamientos constantes, y en la que se buscaban pretextos para la denuncia y la condena con suma facilidad. No lo tuvieron nada fácil y, sin embargo, la evolución global fue más positiva que negativa.
La presencia de las tesis protestantes y el recurso al catecismo supuso una fuerte reacción para intentar sacar a la Iglesia del adormecimiento en que se encontraba por haber olvidado la tarea de una fuerte evangelización y la enseñanza de la doctrina cristiana que tan maravillosamente había practicado en los primeros siglos de su existencia. Por ese motivo, la Iglesia descubrió, una vez más, el valor y la importancia del catecismo y de la instrucción en la doctrina cristiana. La ignorancia al respecto era supina, pero era evitable. El concilio de Trento, primero, y muchos misioneros, después, se entregaron con denuedo y pasión a las misiones y a la catequización de las gentes. Como decía Vicente de Paúl, en esto procuraron servirse de las mismas armas que utilizaban los protestantes. Pero no fueron capaces de aprovecharse de la misma manera. Los protestantes optaron por la Biblia y su interpretación. La Iglesia católica miraba este método con recelo y miedo. Los abusos, las interpretaciones libres, el miedo a las traducciones a las lenguas vernáculas de la misma Biblia impidieron una genuina libertad al respecto. El resultado, desgraciadamente, fue un olvido de los textos bíblicos y un recurso desmesurado a la autoridad de los doctores y de los teólogos. Y, con el correr de los tiempos, un deslizamiento al rigorismo moral. Todo esto hizo mucho más mal que bien en la instrucción cristiana. Cuando se deja de lado la palabra que viene de Dios, se construye sobre arena, se construye sin consistencia. Y, con el tiempo, la obra se derrumba y desparece. ¿No ha sucedido algo así en lo que respecta a nuestros catecismos y a la enseñanza religiosa?
Pero no todo fue negativo. Las misiones y el catecismo salvaron la situación, sostuvieron la Iglesia, consolidaron la vida parroquial, con algunos fallos ciertamente, con algunos defectos inevitablemente. Por eso mismo, si las misiones y el catecismo fueron instrumentos valiosos en el pasado, ¿no podrían serlo en los tiempos presentes? Pienso que hoy necesitamos recuperar aquellos medios, actualizándolos y corrigiendo los defectos que les llevaron a desaparecer o a ser muy poco apreciados en la actualidad. El concilio Vaticano II nos ha recordado, una vez más, la necesidad de la vuelta a las fuentes y a los tiempos más originales. Necesitamos actualizar el proceso de evangelización y consolidar la enseñanza cristiana. ¿No estaremos necesitando de las misiones parroquiales y del catecismo? Pero tenemos que tomar muy en cuenta la lección que nos ofrece la historia y corregir los defectos o deficiencias del pasado. ¡Urge que nos pongamos en marcha! ¡Apremia que recojamos el testigo de Vicente de Paúl y los primeros misioneros y lo hagamos realidad en estos tiempos, en nuestro tiempo! ¡Obliga que escuchemos de nuevo el evangelio, lo abracemos, lo enseñemos y lo hagamos efectivo!
Frente al indiferentismo reinante y galopante, frente a una cultura de muerte que está masacrando la vida y el amor, no es posible otra acción que la de la nueva evangelización. Esta nueva evangelización es nuestro reto, nuestra misión. Ofrezco unas palabras que nos alertan de la urgencia y de las dificultades:
«Como ha señalado Juan Pablo II, ante esta situación cultural no hay más respuesta que la reevangelización o bien una nueva evangelización. Este es el reto intelectual y pastoral que tiene ante sí la Iglesia de cara al inmediato futuro. Se trata de un desafío de gran envergadura e históricamente nuevo, sin otro precedente que el lejano —en el tiempo, pero sobre todo en las circunstancias sociales— de la primera evangelización. Resulta muy distinto implantar la fe y la praxis cristianas en un mundo pagano, aunque culturalmente religioso, a tratar de implantarlas en un mundo secularizado y culturalmente indiferente. La reevangelización tropieza, por consiguiente, con evidentes dificultades».
¡Tiempos recios, tiempos difíciles! Así es como se nos hace tomar conciencia de estos tiempos nuestros. Ante esos tiempos, Jesús de Nazaret, el evangelizador de los pobres y el enviado de Dios-Padre, no nos deja ni huérfanos, ni solos. Él permanece junto a nosotros y, además, él mismo nos ha ofrecido la presencia del animador para esta ardua tarea, el Espíritu Santo. Entonces, ¿por qué tener miedo? Son estos, pues, tiempos propicios, tiempos de Dios que espera nuestra colaboración.
¿Por qué derroteros debería ir nuestra aportación, nuestra aportación a la nueva evangelización? Pienso que, teniendo en cuenta las propuestas de Antonio Aranda, para trabajar en la nueva evangelización tendríamos que tener en cuenta tres cosas: ¿qué hacer?, en primer lugar; ¿cómo hacerlo?, en segundo lugar; y, finalmente, reflexionar sobre algunos temas de particular y especial relevancia en estos momentos. Antonio Aranda nos propone, primero, qué hacer. Esto es, nos invita a conocer los presupuestos doctrinales de la nueva evangelización, a caer en la cuenta de los principios normativos o «ars evangelizandi», —tal y como él lo llama—, y, finalmente, a descubrir el modelo de toda evangelización que encontramos en la evangelización primera de la Iglesia, la llamada evangelización apostólica.
En segundo lugar, nos introduce en el cómo hacerlo. Y aterriza invitándonos a descubrir el origen y los problemas de la situación actual cristiana, a descubrir a la persona misma de Cristo y su evangelio y nos invita a formar nuevas personas cristianas. La clave, según él, estará en formar a esas nuevas personas en Cristo y como Cristo. Finalmente, nos insta a examinar y estudiar algunos problemas que hoy plantean una particular relevancia. Entre dichos problemas señala la llamada universal a la santidad, el desafío del indiferentismo, la propuesta de armonía entre razón y fe, y el testimonio de la caridad como signo evidente de la identidad cristiana.
Por lo tanto, en estos momentos hemos de volver nuestra mirada a Vicente de Paúl, a sus obras y a sus primeros compañeros. En esta vuelta a nuestras fuentes vicencianas hemos de tener en cuenta los objetivos que el mismo Vicente de Paúl proponía para la misión popular y para la catequización y, también, los métodos que se deben seguir para evangelizar hoy, como ayer, convenientemente. Así, Vicente de Paúl se propuso a sí mismo, y nos exige hoy a nosotros, los siguientes objetivos: inculcar el temor de Dios, no el miedo a Dios sino el amor de Dios; dar a conocer a Dios, y hacer que otros lo amen; y, cómo no, enseñar los misterios de la fe.
Esto en cuanto a las metas por alcanzar, los objetivos que se deben proponer y conseguir. Vicente de Paúl nos propone un camino para alcanzarlos, unos métodos para conseguirlos. El método de la nueva evangelización, desde la perspectiva vicenciana, debe ser activo, dialogado y dialogante, comprensible y de aplicación sencilla y fácil a la vida de los catequizandos u oyentes. Deberá, además, utilizarse una pedagogía activa, actualizada, cercana y vital. Para iniciarla, Vicente de Paúl proponía el diálogo entre personas o preguntaba a algunos niños presentes para impactar y atraer a los adultos164. Por otra parte, Vicente de Paúl daba muchísima importancia a la formación de los catequistas. Estos debían estar impulsados por una fuerte pasión por la evangelización, pasión a la que Vicente de Paúl daba el nombre de celo. Y, ¡muy preocupados por su preparación o formación para enseñar bien el catecismo! por ese motivo, para la nueva misión que los misioneros vicencianos tenemos por delante necesitamos pasión, sencillez, humildad, mansedumbre y afabilidad, y estar dispuestos a dejar la vida en el empeño. Hemos de aprender, pues, del mismo Cristo en primer lugar y, después, de Vicente de Paúl para realizarlo con garantías y correctamente. Las misiones populares y la enseñanza del catecismo no son algo del pasado, tienen un presente y un futuro prometedores. Nosotros somos los primeros que hemos de estar convencidos de ellos y, luego, implicarnos en su reforma y actualización plenamente. Nos jugamos en ello la fidelidad al carisma y la realización del querer de Dios con respecto a la humanidad actual y su salvación. No nos dejemos atrapar por ningún miedo y, mucho menos, contemplemos el futuro, nuestra misión o la voluntad de Dios con angustia o temor. ¡Cristo mismo y Vicente de Paúl nos echan una mano!