3.2. ALGUNAS SOMBRAS EN LA ENSEÑANZA DEL CATECISMO
Pero, en esta vida, no hay luz sin sombras. Y así sucedió en la gran apuesta y trabajo por evangelizar e instruir a los pobres. Esto lo podemos decir tanto de los catecismos surgidos a la luz del concilio de Trento, como de las misiones y enseñanza del catecismo en Italia, Francia, España u otros países. Las ideas surgieron excelentes, pero no fueron ejecutadas magníficamente. No obstante, ya hemos podido comprobar, que ofrecieron algunos frutos positivos y buenos. Junto a ellos, aparecieron defectos evitables o que, en ocasiones, no fue posible evitar. En nuestra reflexión nos vamos a plantear algunas críticas a las misiones populares mismas, al catecismo en general, al olvido de la Palabra de Dios, a la presencia de un rigorismo moral fuerte y a los ejemplos moralizantes propuestos o moralidades que decía Vicente de Paúl al padre Lamberto en una carta. Este elenco de temas, que acabamos de enumerar, lo presentamos como esas sombras que manifiestan los errores en que se incurrió durante el tiempo dedicado a instruir a las pobres gentes de los campos.
Según Luigi Mezzadri, Jean Delumeau realizó una crítica severa contra la práctica de las misiones populares en una de sus obras. Después de precisar que las misiones populares habían consolidado la pastoral, Jean Dalumeau dice lo siguiente:
«Bien sé que el aspecto autoritario y clerical de esta pedagogía nos irrita hoy. Tal vez hubiera sido mayor la eficacia con menos sermones y más caridad, menos catecismo y más educación cristiana, menos cosas memorizadas y más hondura de la fe, menos obligaciones y más interiorización. Pero intentemos también esta terapia de choque a largo plazo. Al comienzo de la edad moderna Europa debiera haber sido cristiana. Pero no lo era, o no lo bastante. Entonces, a fuerza de predicación y de catequesis, con un notable derroche de entrega y fantasía, los responsables de la Iglesia, pequeños y grandes, se esforzaron por recuperar el tiempo perdido. Con la mayor buena voluntad cometieron errores (como los cometemos todos). Pero el impacto de su acción fue ciertamente profundo».
Para nosotros, como para L. Mezzadri, la crítica es excesiva y no convence del todo151. Sin las misiones, sin la predicación y el catecismo, la Iglesia católica se habría escindido en un sinfín de grupos o sectas. Pero, apunta algunas cosas que merece la pena tener en cuenta y analizar. J. Delumeau precisa en su crítica: «menos sermones y más caridad», «menos catecismo y más educación cristiana», «menos cosas memorizadas y más hondura en la fe», «menos obligaciones y más interiorización». Estas precisiones sí son importantes, no podemos soslayarlas. Bastantes son los que sostienen que en ellas se encuentran las sombras de las misiones y del catecismo en tiempos de Vicente de Paúl en toda Europa. Veámoslo.
En primer lugar, «menos sermones y más caridad». ¿Es el camino de la caridad el único que consolida la fe cristiana? Pero, ¿para vivir la caridad cristiana no necesitamos conocer antes de dónde nos viene el impulso a amar a nuestro prójimo? ¿Sin conocer a Dios, sin conocer a Jesucristo y encontrarse personalmente con él, sin descubrir el evangelio de Jesucristo, estaremos en condiciones de vivir una caridad efectiva y total según el querer de Dios? Recordemos que todo esto es lo que pretendieron Vicente de Paúl y los misioneros vicencianos con las misiones populares. ¿Sin la predicación misionera y sin el catecismo habrían tocado las entrañas de misericordia de aquellas gentes? Pienso que muy difícilmente. Una combinación de predicación y de caridad es necesaria. Por eso, Vicente de Paúl y los misioneros no podían clausurar ninguna misión sin el establecimiento de una cofradía de la caridad. Las misiones llevaron a algunas regiones y poblaciones la paz, hicieron acallar la vitalidad de los odios y de las venganzas comunes y abundantes. Pero no fueron capaces de desarraigarlas plenamente. Los odios y las venganzas volvieron aunque, quizás, con menos virulencia, menos pasión. Con los sermones se hizo caridad, y la caridad establecida se alimentaba del evangelio, de la doctrina cristiana, de la teología de la época. Pero no perdamos de vista que muchos sermones estaban saturados de moralismo. Y el moralismo no es bueno, la enseñanza de la moral, en cambio, sí lo es.
El concilio de Trento, a su vez, se había propuesto instruir al pueblo cristiano y fomentar la práctica de la vida cristiana entre los católicos. Era la manera de desarrollar los tres fines buscados por dicho concilio: instruir, convertir, hacerse entender.
Vicente de Paúl y sus misioneros se ajustaron a estos principios. Y lo que pretendieron con ello fue apuntalar la vida parroquial, reforzar la práctica religiosa católica, cambiar la mentalidad de las gentes del campo en su relación con Dios y en su relación con los demás. Obtuvieron sus frutos y consolidaron la fe de los campesinos, frenaron el avance del protestantismo e hicieron resurgir la vida cristiana en las parroquias, pero no podían disponer de muchos días ni contaban con la ayuda de una pedagogía capaz de reestructurarlo todo correctamente. Y lo que decimos de Vicente de Paúl lo podemos afirmar del cardenal Bérulle, y de los fundadores J. J. Olier y J. Eudes.
La misión popular por sí misma ya era para Vicente de Paúl un medio incapaz por sí solo de solventar todo el mal de la ignorancia religiosa y la pobreza material de los campesinos. Los misioneros, además, estaban unos pocos días y, luego, se marchaban a otro lugar. La misión era, simplemente, un aperitivo en el amplio engranaje de la renovación de la Iglesia. Pero el aperitivo abre la puerta a la comida más fuerte, al alimento que consolida y robustece a las personas. Vicente de Paúl cayó en la cuenta de esto y, muy pronto, buscó los remedios oportunos. Pensó en la formación de los sacerdotes en los seminarios, en los retiros, en los ejercicios espirituales, en las conferencias. Medios, instrumentos, para apuntalar el fruto de la misión. Tan necesarios como la existencia de las cofradías de la caridad en la vida cristiana después de la misión.
Finalmente, nos adentramos en otro elemento de la crítica hecha a las misiones que es preciso tener en cuenta: «menos obligaciones y más interiorización». Como decíamos, esta es otra de las críticas, de las objeciones, de las sombras, que se le ponen a las misiones populares y a la enseñanza del catecismo. ¿Qué pretende decirse con eso de menos obligaciones y más interiorización? La palabra obligaciones connota imposición o exigencia moral. Y la moral, cuando se la separa de la Palabra de Dios, se convierte en moralismo, muchas veces rigorista. La enseñanza religiosa en los siglos XVI y XVII derivó en un rigorismo moral como fruto maduro de algunas disposiciones del concilio de Trento. Principalmente cuando algún tema o aspecto tenía que ver con algo relacionado con el pecado.
La visión sobre la vida cristiana en los tiempos que nos ocupan, y que este texto nos ofrece, la vislumbramos en los escritos de Vicente de Paúl y la palpamos en la experiencia vicenciana que dio origen a la Congregación de la Misión. Me estoy refiriendo a la confesión general que hizo ante Vicente de Paúl el moribundo de Gannes y el sermón que luego predicó en Folleville el 25 de enero de 1617 sobre la necesidad de hacer una buena confesión general. Conciencia agobiada y abrumada porque todo era considerado como pecado, vergüenza a la hora de confesarse obligatoriamente ante el propio párroco, incluso de faltas no muy trascendentes, obsesión moral por todo lo relacionado con el sexo, etc. Mandamientos, principios de vida, sacramentos… todo era percibido desde el prisma de una ley y bajo el foco del pecado y de la condenación o no salvación. Eran tantos los obstáculos que, aún sin querer, se tropezaba en ellos. No existía más conciencia que la conciencia de estar en pecado y de estar condenado. El amor salvífico de Dios y la muerte redentora de Jesucristo no eran ni predicados ni vistos como expresión de amor, como fuente de amor. El cristiano católico no vivía su vida desde la perspectiva de la libertad de los hijos de Dios, sino desde la amenaza de un infierno poco menos que insalvable.
CEME
Santiago Barquín