En París
Al cabo de un año, a finales del 1608, yo llego a París, portador de un correo oficial, pero no muy seguro en cuanto a mi porvenir. Las hermosas promesas de los Romanos, me acuerdo de ellas todavía, como se lo dije a mis cohermanos:
«Desconfían sobre todo de las personas que andan de prisa. […] y como ya saben que nosotros los Franceses vamos demasiado de prisa, nos dejan plantados un buen rato en el pavimento, sin atendernos «.
Los Landeses no faltaban en París, y pude alojarme en el Arrabal Saint Germain, en casa de un compatriota, Bertrand du Lou , juez de Sore(una veintena de leguas al norte de Pouy). He tenido la suerte de conocer a algunos buenos sacerdotes, en particular al Señor Pierre de Bérulle, de un medio social totalmente distinto que yo, en relación con las grandes familias, y ya capellán honorario del rey. ¿A lo mejor se interesaría por mí? Trabajaba también por la reforma del clero y de la Iglesia, y no hacía mucho que había introducido en Francia a algunas Carmelitas de la reforma de santa Teresa… Me aconsejó también en mi vida espiritual y mis lecturas. Sin embargo mis desgracias no se habían acabado. Fijaos que caigo enfermo y el muchacho de la botica que llega a traerme un remedio se aprovecha para robar, sin que me dé cuenta, la bolsa de mi compatriota, con la suma importante de cuatrocientos escudos. Una vez de vuelta y descubriendo la desaparición, mi huésped me acusa, naturalmente. Me pone en la puerta, y empieza a difamarme en la parroquia, incluso ante el Señor de Bérulle… Me digo: «¿Te justificarás tú? Es algo de que te acusan, que no es verdad. Oh no, dije, elevándome a Dios, es preciso que lo sufra con paciencia .»
Pero no me quedaba otro remedio que salir volando… Solamente seis meses después el verdadero ladrón, detenido por otro latrocinio, confesó también aquel, y mi compatriota se reconcilió conmigo. Yo había podido después de todo encontrar un alojamiento, «calle de Seine, en la casa donde pende como rótulo la imagen de san Nicolás «.
En Casa de la Reina Margot
Por casualidad, era «cerca del hotel de la reina Margarita «, la famosa Reina Margot, cuyo matrimonio con Enrique IV había sido declarado nulo, pero que conservaba un palacio en el que llevaba un gran tren de vida. Yo no tenía más que atravesar la calle para mezclarme con gentes de su casa. Me relacionarme bastante pronto por amistad con su secretario, el Sr. Dufresne. Gracias a {el, y gracias a mi obispo, Jean-Jacques Dussault, primer capellán de la reina Margot. Ésta, que reparaba sus devaneos con numerosas limosnas, me inscribió entre sus capellanes ordinarios, es decir distribuidores de sus limosnas . En el mismo barrio de Saint-Germain des Prés, me había vuelto a encontrar con los Hermanos de San Juan de Dios, cuatro de los cuales acababan de ser llamados de Florencia por la Reina María de Médicis, en 1601, para fundar un hospital. Estaban todavía instalándolo, en un hotel particular, calle de los Santos-Padres, y se sentían felices por mi ayuda con los enfermos y por las limosnas que podía transmitir .
En 1610, mi porvenir comenzaba a aclararse. No estaba en mis planes quedarme en Paris, y alguna solución estaba cerca. El 17 de febrero, podía escribir a mi madre la carta que ya os he citado: «espero que Dios me dé pronto el medio de hacer una honesta retirada para emplear el resto de mis días a vuestro lado «. Durante ese mismo año, el 14 de mayo, Enrique IV era asesinado por un monje, ofendido, como muchos católicos durante esta época de divisiones, por verle aliarse con los países protestantes para combatir a los países católicos y principalmente a España. Enrique IV tenía también preocupación por la gente humilde. Fundaba y subvencionaba hospitales. Ese día fue una desgracia para el Reino de Francia. Día feliz para mí! Ese 14, luego el 17, era el acontecimiento tan esperado: el Arzobispo de Aix –consejero del rey en el Consejo de Estado- firmaba las actas por las cuales me cedía la encomienda de la abadía cisterciense de Saint-Léonard-de-Chaumes, en la diócesis de Saintes! Yo disfrutaría por consiguiente de «todos los frutos, derechos y rentas de dicha abadía con sus c{anones atrasados «, con la condición de satisfacer a dicho señor Arzobispo de Aix «beneficio de tres mil seiscientas libra cada año», con la carga también «de hacer reedificar la capilla de dicha abadía actualmente en ruinas, y establecer allí a dos religiosos de dicha Orden de Císter «.
Había que ser ingenuo hasta este punto para aceptar semejantes condiciones! No sólo no he tocado nada nunca, sino que me las ví con varios pretendientes y usurpadores. Mientras tanto, yo iba a tomar posesión de ella el 16 de octubre, con una bula de Roma, transmitida por mi obispo, J. J. Dussault. Como no podía residir allí, firmaba poderes a Pierre Gaigneur, el 28, para representar y defender mis intereses. Era prudente ya que desde el 3 de febrero de 1611, un pretendido prior –André de la Serre- me requería ante el tribunal de La Rochelle (en poder de los protestantes), luego el 28 de mayo, era el Arzobispo de Aix quien iniciaba un procedimiento contra mí. Y aquí me tienen ustedes metido en una serie de procesos en los que aprenderé a defenderme, y también a ser condenado por más poderosos que yo . Evidentemente, eso no me daba los recursos descontados para ir a encargarme de mi familia. Me quedaba en París, yendo de vez en cuando a La Rochelle, donde he entrado en conocimiento, entre otros, de un excelente sacerdote, celoso catequista, Jacques Gasteaud, quien no dudó en prestarme dinero. Como yo, era discípulo del Padre de Bérulle, y fundará además el Oratorio en La Rochelle. Un poco más tarde citaré La Rochelle como ejemplo, en un sermón sobre el catecismo .
En el intervalo, quien había robado la cartera del juez de Sore con quien me alojaba al principio, «hallándose a cien leguas de aquí reconoció su falta, lo declaró por escrito y pidió perdón «. Bertrand Du Lou, juez de Sore me lo dio a conocer pidiéndome por escrito sus excusas.
Entre los sacerdotes que me encontraba en la reina Margot, un doctor en teología, a quien sus funciones no ocupaban lo suficiente, fue asaltado de terribles dudas contra la fe.
«Este doctor pues, viéndose en este fastidioso estado, se dirigió a mí; […] Estando pues en tan lastimosa situación, le aconsejaron esta práctica que era que todas y cuantas veces que volviera la mano o un dedo hacia la ciudad de Roma, o bien hacia cualquier iglesia querría decir mediante este movimiento y con esta acción que creía todo lo que la Iglesia romana creía .»
En este mismo año 1611, yo frecuentaba con mayor regularidad al Sr. de Bérulle, y completaba el campo de mis lecturas de espiritualidad. Tenía ya desde su aparición, en español, la vida y las Obras de Teresa de Ávila. Aparecieron en francés en 1601 . Santa Teresa me enseñó con seguridad a centrar mi vida en la humildad de Jesús, y me animó como Francisco de Sales, a una cierta calma y desahogo en la vida espiritual. La he citado, a lo largo de mi vida, una decena de veces explícitamente. Había traído igualmente otros libros de espiritualidad, en español, italiano y francés, como Le Combat spirituel, de Scupoli, y escritos jesuitas. Y he continuado comprando lo que aparecía. Estos libros siguen aún en nuestra biblioteca de San Lázaro . Gracias al Padre de Bérulle, yo descubría La Regla de Perfección, del capuchino Benoît de Canfield, que acababa de ser publicada a finales de 1608. Yo me quedaba lo primero de todo con la idea muy simple de que la perfección consiste en buscar, discernir y seguir la voluntad de Dios, lo que exige por de pronto renunciar a sí mismo y purificar sus intenciones. Yo no he comprado a pesar de todo el libro, no se encuentra en nuestra biblioteca, y nunca he nombrado a Benoît de Canfield ni su libro . Yo apreciaba enormemente la Introducción a la vida devota, de Monseñor Francisco de Sales que acababa de salir a principios de 1609, y que yo compré . Es seguramente uno de los primeros en mostrar que la perfección del Evangelio no está reservada a los religiosos, sino que puede ser buscada por los laicos, en todo estado de vida. Es además la perfección de la vida religiosa que él cree posible a los laicos: la vida de unión constante a Dios, en espíritu de obediencia, de castidad y de pobreza, con la escucha de la palabra de Dios; y el «las buenas intenciones» que recomienda renovar no dejan de tener relación con los votos . Eso me ha marcado mucho, lo mismo que sus orientaciones para hacer oración. Más tarde, he tenido el honor de verle y de convertirme en su amigo. Releeré sus libros, los recomendaré, y los citaré con mucha frecuencia.