LAS TAREAS DEL CORAZÓN
Si alguien pensase que este corazón vicenciano podría quedarse en el mero sentimiento o en la contemplación sufriente y angustiada de los pobres y excluidos, no tiene nada más que prestar oído a su voz inequívoca: «Amemos a Dios, hermanos míos, amemos a Dios, pero que sea a costa de nuestros brazos, que sea con el sudor de nuestra frente. Pues muchas veces los actos de amor de Dios, de complacencia, de benevolencia, y otros semejantes afectos y prácticas interiores de un corazón amante, aunque muy buenos y deseables, resultan sin embargo muy sospechosos, cuando no se llega a la práctica del amor efectivo… Hemos de tener mucho cuidado en esto; porque hay muchos que, preocupados de tener un aspecto externo de compostura y el interior lleno de grandes sentimientos de Dios, se detienen en esto; y cuando se llega a los hechos y se presentan ocasiones de obrar, se quedan cortos… No, no nos engañemos: `Totum opus nostrum in operatione consistit’ (Todo nuestro quehacer consiste en la acción)».
Es un corazón que establece un principio fundamental: hay que pasar del amor afectivo al amor efectivo, el afecto hacia Dios y hacia los pobres está muy bien, pero si no aterriza en la lucha por los pobres, se queda en puro artificio. Por eso, interesa subrayar lo que podríamos calificar como las tareas de este corazón:
UN CORAZÓN QUE ORGANIZA
Una vez más hay que evocar el episodio de Chátillon-les-Dombes y la famosa frase de aquel párroco que empezaba a abrir los ojos: «He aquí una gran caridad, pero mal organizada». Todos conocemos ese episodio. Y todos conocemos cómo el corazón de Vicente de Paúl se pone en marcha como un motor imparable e incansable en todos los frentes donde aparece la miseria material y la ignorancia espiritual. Organiza la caridad, la socializa, la hace inventiva, la convierte en creadora de justicia.
Dicen los historiadores que Vicente de Paúl organiza una red de asistencia y de ayudas por toda Francia, que hoy sería la envidia de muchas organizaciones.
UN CORAZÓN QUE PROYECTA
Muchas veces se ha acusado a la caridad de quedarse en ayudas improvisadas o de corto vuelo. Pero el corazón de Vicente de Paúl es un corazón audaz que se implica en un proyecto de liberación integral del pobre.
Un proyecto que abarca un amplio abanico de luchas, de actitudes, de programas, de visión realista y utópica. Un proyecto global asentado en cuatro columnas complementarias: la asistencia, la promoción, la denuncia profética y el cambio de estructuras injustas, y la concientización de los poderes públicos a favor de los más desprovistos, indefensos y marginados.
UN CORAZÓN QUE DISCIERNE
Este corazón es inteligente. Piensa, analiza, da vuelta a las cosas. Y todo por una razón: porque «vivimos del sudor de los pobres» y hay que buscar lo mejor para los pobres.
Siempre me ha llamado la atención la perspicacia de Vicente de Paúl en todo lo tocante a los pobres. No se deja llevar por las primeras impresiones y no cae en la trampa de las grandes formulaciones. Ahí está el ejemplo del Hospital General como paradigma de un discernimiento serio a favor de los pobres. Cuando todos —incluidas las Damas y las Señoras de las Cofradías— estaban encantados con el proyecto faraónico del Gran Hospital, el corazón de Vicente descubrió que eso no era lo mejor para los pobres, que eso iba a ser la represión y la condena de los pobres.
UN CORAZÓN QUE DENUNCIA
Como si estuviera familiarizado con los grandes profetas de Israel, este corazón no se arredra ante los poderosos fabricantes de la pobreza, la ignorancia, la miseria. Este corazón está convencido de una verdad inapelable: el cristiano, porque lo es y porque es urgido por el amor de Cristo y de sus hermanos pobres, no puede conformarse con ser justo, sino que también debe lanzarse a las exigencias de la lucha por la justicia, como expresión viva de la caridad.
Cualquiera que se acerque, aunque sea someramente, a la vida de Vicente de Paúl, se encontrará con una ingente suma de acciones, actitudes y palabras encaminadas a impedir, por todos los medios a su alcance, que la «maquinaria socio-económico‑política» continúe fabricando más pobres. Ahí está su entrevista con el primer ministro Richelieu para pedirle abiertamente el cese de la guerra; su oposición pública y radical a la política explotadora del pueblo campesino trazada por el cardenal Mazarino y su famosa frase lanzada al mismo Mazarino: «Monseñor, échese al mar y se calmará la tempestad»; su larga e inteligente carta también al cardenal Mazarino, el 11 de septiembre de 1652, para pedirle que dimitiera y abandonase el Reino, sencillamente porque le consideraba el principal causante del sufrimiento del pueblo; su apelación al Papa Inocencio X, el 16 de agosto de 1652, para que interviniera en favor de la paz durante la Fronda de los Príncipes, y así «aliviar a los pueblos desolados por tan larga guerra, devolver la vida a los pobres abatidos y casi muertos de hambre, ayudar a los campos totalmente devastados…”. Incluso, llega a pagar el precio de su «atrevida» denuncia de las injusticias permaneciendo exiliado de la ciudad de París durante cinco meses.
LAS LECCIONES DEL CORAZÓN
Cuando nos acercamos al corazón de Vicente de Paúl, inmediatamente nos salen de dentro una serie de actitudes lógicas de admiración, de respeto y de agradecimiento. Pero creo que Vicente de Paúl nos diría que eso, siendo bueno y necesario, es bastante poco. A él no le gustaban los halagos. Por eso, nos diría lo mismo que dijo, con todo el ardor de su corazón, a aquellos primeros misioneros: «Así pues, hermanos míos, vayamos y ocupémonos con un amor nuevo en el servicio de los pobres, y busquemos incluso a los más pobres y abandonados».
En definitiva, nos pediría que pasáramos de la admiración a la imitación. O que, por lo menos, prestáramos atención, espabiláramos el oído para escuchar lo que su corazón ha vivido y experimentado, y lo que quiere transmitirnos. Es lo que podríamos llamar las lecciones del corazón. Voy a escoger algunas de estas lecciones a modo de muestrario elemental. La lista de todas ellas sería tan larga que rebasaría con creces el tiempo y el momento.
LA OPCIÓN EXCLUSIVA POR EL POBRE
Es la primera lección de este corazón vicenciano. Cada vez que leo y releo la opción de Vicente de Paúl, siempre me confirmo en la «opción exclusiva por el pobre». Se ha acuñado, en la Iglesia, una expresión muy laudable: «opción preferencial por el pobre», pero el corazón de Vicente de Paúl sigue insistiendo en la «opción exclusiva». Desde el momento en que descubrió a los pobres, quemó las naves para dedicarse exclusivamente a los que nada tienen, a los que, además de la pobreza material, tienen sobre sus espaldas la pobreza y el desamparo espiritual.
UNA SENSIBILIDAD «ESPECIAL» HACIA EL POBRE
Decir corazón es decir sensibilidad. Es muy probable que muchísima gente tendría una sensibilidad hacia el pobre en tiempos de Vicente de Paúl. Pero es más que probable que pocos tendrían una sensibilidad «especial», es decir, muy diferente de la sensibilidad «normal».
El corazón de Vicente de Paúl era experto en sensibilidad «especial». Fue lo que guió toda su fe y toda su experiencia. Un ejemplo ilustrativo lo encontramos en la postura radical de Vicente de Paúl defendiendo la dignidad y la libertad de los pobres frente a la falsa caridad de los responsables de la sociedad del siglo XVII francés. Porque las estructuras mentales y sociales de aquella sociedad francesa en relación con los pobres y marginados se reflejan en el decreto real del 27 de abril de 1656, por el que «los asociales deben ser encerrados» para limpiar la ciudad, preservar de su peligro a las buenas conciencias y respetar el orden colectivo. Los partidarios del «encerramiento de los pobres» proclaman: «Encerrar a los pobres no es quitarles la libertad; es apartarles del libertinaje, del ateísmo y de la ocasión de condenarse».
Vicente de Paúl se opone con todas sus fuerzas a ese planteamiento policial y grita la insoslayable dignidad de los pobres, defiende su libertad y motiva a la sociedad para que restituya la vida y la dignidad a los seres que corren el riesgo de ser sepultados vivos.
CEME
Celestino Fernández