UNIDAD Y PLURALISMO
En todo cuerpo social —bien sea la Iglesia o la sociedad civil— conviene que exista un equilibrio entre la unidad y el pluralismo, porque cuando uno de esos principios se hipertrofia acaba asfixiando al otro.
Para estar cohesionada, toda sociedad humana necesita compartir un mínimo de valores, normas, símbolos… Necesita, en definitiva, tener una cultura común. Y el pluralismo sin límites destruye la unidad.
A su vez, la unidad a cualquier precio impide el pluralismo enriquecedor. Decía Lippman que «donde todos piensan igual, nadie piensa mucho». Éste ha sido el problema de la mayoría de las sociedades tradicionales (concepción holística de la sociedad, comunitarismo africano, etc.) y, más recientemente, de los totalitarismos políticos.
Así, pues, la verdadera unidad y el pluralismo legítimo se dan siempre juntos, estableciendo entre ambos una tensión creadora. Como decía Pascal, «la multitud que no se reduce a unidad es confusión. La unidad que no depende de la multitud es tiranía».
ACTITUDES CRISTIANAS ANTE EL PLURALISMO SOCIAL
Actualmente el pluralismo social no se manifiesta sólo en la política o en el sindicalismo. Las minorías étnicas, sexuales, religiosas, culturales o estéticas, han tomado la palabra, los medios de comunicación social la han amplificado, y se ha generalizado la convicción de que ya no existe una sola forma de humanidad verdadera.
Como es sabido, Pascal observaba hace trescientos años que lo que es verdad a un lado de los Pirineos es error en el lado opuesto. Hoy no necesitamos atravesar los Pirineos; basta entrar en casa del vecino para descubrir un mundo distinto al mío.
Ante el pluralismo social es necesaria la tolerancia, entendiendo por tal:
– Una nota del sistema jurídico por la cual se garantiza todos sus derechos a quienes profesan una religión o unas ideas diferentes de las que profesan la mayoría de los ciudadanos.
– Una actitud de los individuos y de los grupos particulares por la cual son capaces de convivir con aquellos cuyas opiniones o conducta no comparten.
Para algunos la tolerancia es un mal necesario que se impone en aquellas sociedades donde no resulta posible eliminar a los disidentes o bien el costo social de la eliminación sería demasiado elevado. Naturalmente, expresan su desdén por ella. Parece que Paul Claudel, preguntado acerca de la tolerancia, respondió: «¿La tolerancia? ¡Para eso hay ciertas casas!».
En cambio otros —entre los que nos contamos— consideran que la tolerancia no se basa en una actitud de clemencia, sino que constituye, por sí misma, un valor moral auténtico.
En las personas tolerantes suelen entrecruzarse dos sentimientos opuestos. A veces experimentan el gozo positivo de la diversidad. Más frecuentemente, sin embargo, la tolerancia es el resultado de una actitud esforzada, como sugiere ya la palabra misma. Según el Diccionario de la Real Academia, «tolerar» significa «sufrir», «soportar», «llevar con paciencia» y supone hacerse cierta violencia. Somos tolerantes cuando las diferencias que mantenemos con el otro nos importan, y a pesar de ello las respetamos. Nadie necesita tolerar lo que le resulta indiferente.
DIOS ES TOLERANTE
Como observó Pío XII, Dios es tolerante: «La realidad —dijo el Papa Pacelli— enseña que el error y el pecado se encuentran en el mundo en amplia proporción. Dios los reprueba y, sin embargo, los deja existir».
Cristo —el rostro humano de Dios— fue un ejemplo claro de tolerancia. Él no quiso violentar a nadie. Predicó, enseñó, invitó, pero acabó siempre dejando libertad a los hombres: «si quieres…» (Mt 19, 21- 22). Se contentó con recomendar fidelidad a la mujer adúltera (Jn 8, 11). Ordenó a Pedro que nunca usara la espada (Mt 26, 52). Cuando un pueblo no quiso recibirle, se alejó sin insistir (Lc 9, 51-56). La misma consigna recibieron los apóstoles para su misión (Mt 10, 14.23).
Así, pues, Dios no sólo es tolerante, sino que nos invita a serlo a nosotros. Recordemos la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13, 24-30). El dueño del campo pide a sus siervos que dejen crecer juntos el trigo y la cizaña hasta el último día. A los criados les extraña una decisión semejante. Cualquier campesino razonable arrancaría cuanto antes la cizaña para que el trigo tuviera más aire. ¿Acaso no hay que temer que la cizaña crezca más que el trigo y acabe ahogándolo, como ocurre precisamente en la parábola del sembrador narrada poco antes: «unas semillas cayeron entre abrojos, crecieron los abrojos y las ahogaron» (Mt 13, 7)? Por lo que se ve, el temor del dueño del campo es más bien otro: «Que, al recoger la cizaña, arranquemos a la vez el trigo» (Mt 13, 29). Me parece que no forzamos ese versículo 29 si concluimos que existe el peligro de confundir las plantas buenas con las malas, o incluso que es imposible arrancar las malas sin desarraigar las buenas.
¿Por qué? Porque el mundo en que vivimos no puede ser comprendido a partir de unos esquemas mentales de corte maniqueo que esperan encontrar a un lado toda la verdad y el bien, y al otro lado todo el error y el mal. San Agustín nos advirtió que las fronteras entre la ciudad de Dios y la ciudad terrena no son perceptibles para los ojos: «Confusas andan y mezcladas entre sí en este mundo estas dos ciudades, hasta que el juicio final las dirima». Todos estamos invitados, por lo tanto, a relativizar nuestra bondad y la verdad que creemos haber alcanzado.
¿También la verdad revelada? A primera vista parecería que todo lo que ha sido revelado por Dios deberíamos considerarlo absolutamente verdadero. Sin embargo no debemos olvidar que, por muy absoluta que sea la verdad considerada en sí misma, la visión que el hombre tiene de ella participa de las propiedades de nuestra humana naturaleza, es decir, de lo imperfecto y relativo. Y, lo mismo que nadie tiene la verdad plena, tampoco nadie está absolutamente equivocado. Precisamente si las herejías perduran es por la parte de verdad que contienen. Como decía San Agustín, «no penséis, hermanos, que pueden surgir las herejías de las almas pequeñas. Sólo los hombres grandes crean las herejías».
Esto es muy importante. Quien piense poseer la verdad, toda la verdad y la verdad absoluta sólo puede concluir que quienes no piensan como él no tienen ninguna verdad. De ahí a creerse con derecho a imponer sus ideas por cualquier medio hay un solo paso.
Pertrechados, pues, con estas dos convicciones —que Dios es tolerante y que nadie tiene la verdad absoluta, así como tampoco el error absoluto—, vamos a continuar nuestro camino. En primer lugar reflexionaremos sobre la tolerancia del error y después sobre la tolerancia del mal.
TOLERANCIA DEL ERROR
En la tolerancia del error cabe distinguir dos niveles. Uno mínimo, consistente en respetar la libertad de conciencia de quienes creemos equivocados, pero impidiéndoles la difusión de sus ideas, y otro superior que reconoce también su libertad de expresión.
En el siglo XIX muchos cristianos se oponían no sólo a la libertad de expresión sino incluso a la libertad de conciencia con el argumento de que sólo la verdad tiene derechos, no así el error. Donoso Cortés, por ejemplo, decía en una carta al Cardenal Fornari: «La Iglesia profesa que el error nace sin derechos, vive sin derechos y muere sin derechos, y que la verdad está en posesión del derecho absoluto». De acuerdo con ese principio, Gregorio XVI, en la encíclica Mirari Vos (1832), calificó la libertad de conciencia de «absurdo y erróneo principio o, mejor dicho, locura» y «pestilente error». Años más tarde, Pío IX se expresaba en términos semejantes en el famoso Syllabus (1864). Más todavía, de acuerdo con el principio de que sólo la verdad tiene derechos, los católicos exigían libertad para ellos cuando eran minoría, pero se la negaban a los demás cuando eran mayoría.
El Concilio Vaticano II dio un salto gigantesco al afirmar que no es la verdad sujeto de derechos, sino la persona: «Es necesario distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado, y el hombre que yerra, el cual conserva la dignidad de la persona incluso cuando está desviado por ideas falsas o insuficientes en materia religiosa» (GS 28 b). Toda persona tiene el derecho, y el deber, de adoptar como verdad aquello que con sinceridad crea que lo es —aun cuando objetivamente fuera un error— y los demás tenemos obligación de respetarla.
Más complejo es el tema de la tolerancia frente a la difusión pública de ideas que consideramos equivocadas e incluso perniciosas. Un argumento tradicional decía que permitir la difusión del error es tan ilícito como permitir el vertido de veneno en el agua de las fuentes. Recuerdo, por ejemplo, que en la famosísima novela Viajes de Gulliver (1726) el rey de Brodiñag permitía a cada cual que pensara lo que quisiera, pero no toleraba la difusión pública de las ideas perjudiciales para el bien común, del mismo modo —decía— que «se le puede permitir a un hombre que guarde venenos en su casa, pero no que los venda como cosa inofensiva». Santo Tomás argumentaba de forma parecida: «Si quienes falsifican moneda, u otro tipo de malhechores, justamente son entregados, sin más a la muerte por los príncipes seculares, con mayor razón los herejes convictos de herejía podrían no solamente ser excomulgados, sino también entregados con toda justicia a la pena de muerte».
¿Llevan razón? Parece a primera vista, en efecto, que la conducta que resulta válida hacia un envenenador o hacia un falsificador de moneda debería valer igualmente para el propagador de errores. Sin embargo, la comparación falla. Yo puedo estar seguro de que determinadas sustancias son venenosas y de que el falsificador de moneda es un falsificador de moneda, pero ¿cómo puedo estar seguro de que es el otro, y no yo, quien está equivocado? De hecho, como observaba Locke, «cada Iglesia es ortodoxa para sí misma, y equivocada o hereje para las demás».
TOLERANCIA DEL MAL
La tolerancia frente al mal tiene un fundamento semejante a la tolerancia frente al error. Los valores humanos sólo llegan a ser verdaderamente tales cuando se aceptan y viven libremente. Por eso es necesario distinguir el plano ético del plano jurídico -positivo. Las leyes civiles no tienen como finalidad lograr que el hombre sea bueno —eso queda para la ética—, sino tan solo que sea buen ciudadano. Por lo tanto, no todas las exigencias éticas deben exigirse jurídica y coactivamente. Sólo aquellas que cuyo incumplimiento impediría la convivencia ciudadana.
Hacer de las leyes civiles el instrumento mediante el cual los hombres se vean obligados a vivir no sólo como buenos ciudadanos, sino también como personas virtuosas, supondría convertir la sociedad en un campo de concentración. Para que la libertad de una persona concreta pueda ser legítimamente coaccionada es necesario probar que sólo de esa forma pueden protegerse los derechos de los demás.
Así lo reconoció León XIII hace ya más de cien años: «La Iglesia no se opone a la tolerancia por parte de los poderes públicos de algunas situaciones contrarias a la verdad y a la justicia para evitar un mal mayor o para adquirir o conservar un mayor bien. Dios mismo, en su providencia, aun siendo infinitamente bueno y todopoderoso, permite, sin embargo, la existencia de algunos males en el mundo, en parte para no impedir mayores bienes y en parte para que no se sigan mayores males. Justo es imitar en el gobierno político a quien gobierna el mundo».
Recordemos, por ejemplo, que Dios toleró la poligamia en el pueblo de Israel hasta época muy avanzada, y más tarde transigió con el libelo de repudio. San Agustín y Santo Tomás, que obviamente estaban en contra de la prostitución, consideraban que no debía ser prohibida por las leyes civiles para evitar —decían ellos— una epidemia de infidelidades matrimoniales. (El argumento resulta hoy un poco peregrino: Para ellos la infidelidad matrimonial era únicamente la de la mujer; si había prostitutas, los varones casados se iban con ellas, pero si no las habían tendrían que irse con otras mujeres casadas). Quienes hoy defienden la legalización de la prostitución o de otras conductas que, objetivamente, son inmorales, aducen quizás otros argumentos, pero lo hacen desde la misma clave: que quizás sea un mal menor.
Pero, naturalmente, una cosa es que no se imponga el bien coactivamente y otra cosa muy diferente es que renunciemos a moralizar la sociedad o difundir las ideas que consideramos humanizadoras. Es ése un problema muy importante que debemos afrontar a continuación.
TOLERANCIA Y BÚSQUEDA DE LA VERDAD
Sería un error de consecuencias funestas confundir «tolerancia» con «indiferencia ante el bien y la verdad». El caleidoscopio de significados ofrecido por los medios de comunicación social ha hecho creer a muchos que es posible pensar cualquier cosa y también la contraria, apareciendo así un relativismo y un escepticismo difusos. Como es sabido, el relativismo sostiene que no existe ninguna verdad universal y absoluta. El escepticismo sí admite la existencia de tales verdades, pero considera que nadie puede alcanzarlas. Será muy difícil, desde luego, que el relativista o el escéptico caigan en la intolerancia, pero tampoco merecen el nombre de tolerantes. La auténtica tolerancia se distancia tanto de la tolerancia escéptica como de la intolerancia.
Se trata, por tanto, de mantener a salvo la tolerancia sin caer en el nihilismo del «todo vale igual». La tolerancia es buena no porque no haya verdad objetiva y las decisiones a tomar deban ser necesariamente un compromiso entre una variedad de opiniones, sino porque hay una verdad objetiva y el mejor modo de acercarse a ella es el diálogo libre.
Desarrollemos más despacio esta idea, que considero de suma importancia. Si pretendiéramos que nuestras convicciones —por la evidencia con que las experimentamos— tienen derecho a imponerse a los demás, debemos aceptar por la misma razón que las convicciones de los demás —que probablemente las vivirán con la misma convicción que nosotros las nuestras— tienen idéntico derecho a imponerse. Esto es tanto como aceptar que al final no se impondrán las convicciones verdaderas, sino las convicciones del más fuerte; conclusión penosa para quien confía sinceramente en la verdad de sus convicciones. En consecuencia —y precisamente porque estamos convencidos de lo que profesamos— debemos preferir la libre confrontación de las ideas a la imposición violenta de las mismas.
Así, pues, la verdadera tolerancia no debe significar renuncia a defender nuestras ideas. Refiriéndose a San Francisco de Asís, decía Chesterton que «una generación se salva por aquellos que se atreven a oponerse a sus gustos». En una sociedad tolerante todo el mundo debe atreverse a confesar como verdad aquello de cuya verdad está convencido, pero sabiendo que «la verdad no se impone de otra manera que por la fuerza de la misma verdad» (DH 1 c).
PLURALISMO EN EL INTERIOR DE LA IGLESIA
La Iglesia debe respetar en su seno un pluralismo legítimo, tanto en cuestiones doctrinales como en opciones pastorales. Con palabras de Congar, el clima reinante entre quienes se han reunido en el seguimiento de Cristo «no podrá ser otro que el de la unidad sin divisiones, pero no sin diversidades».
Naturalmente, tratándose de una comunidad cuya pertenencia implica la aceptación del mensaje de Jesús de Nazaret, la tolerancia tiene necesariamente unos límites que no existen en los Estados modernos. También un partido político en circunstancias extremas llega a decretar la expulsión de alguno de sus miembros por infringir gravemente el programa del partido, y no tenemos derecho a rechazar eso como intolerancia.
La regla de oro es la enunció el Concilio Vaticano II: «Haya unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso, caridad en todo» (GS 92 b). Es muy significativo que el Concilio hiciera suya dicha fórmula porque, aun inspirada en San Agustín, parece que el primero en utilizarla fue el luterano Pierre Meiderlin, en 1628.
Pero ahora nos interesa sólo el pluralismo en cuestiones sociales.
UN MAREMOTO EN LA IGLESIA ITALIANA
El día 11 de abril de 1985 unas palabras de Juan Pablo II reclamando el «compromiso (sociopolítico) unitario» de los católicos produjeron en la Iglesia italiana un tremendo maremoto, cuyas consecuencias se notaron también en España. Fue con ocasión del II Congreso Nacional de la Iglesia Italiana, celebrado en Loreto entre los días 9 y 13 de abril de 1985 Recordemos cómo fueron los hechos.
Un mes antes de la apertura del Congreso, el profesor Alberto Monticone, por entonces presidente de la Acción Católica Italiana, publicó un artículo en el que defendía la incorporación de los cristianos a organizaciones promovidas por grupos no cristianos. El día 17 de marzo la sección «Acta diurna» de L’Osservatore Romano, encomendada a un redactor perteneciente a Comunione e Liberazione, publicó una réplica durísima en la que no se mencionaba el nombre de Monticone pero se citaban textualmente sus frases. Más tarde el diario Avvenire, dirigido por miembros del mismo Movimiento, comentaría: «L’Osservatore replica a un desconcertante escrito del presidente de la Acción Católica, y lo tacha sin dignarse honrarlo ni con la cita de su nombre».
Caldeados así los ánimos, comenzó el Congreso en el que el teólogo napolitano Bruno Forte desarrolló una ponencia titulada «El camino de la Iglesia en Italia después del Concilio». En ella afrontaba la tensión existente entre los que llamó «cristianos de presencia», partidarios de promover obras propias desde las cuales hacerse presentes en la sociedad, y los «cristianos de mediación», partidarios de mezclarse con los demás ciudadanos en espacios de carácter no confesional.
Los «cristianos de presencia» —en opinión de Bruno Forte— pretenderían ser una fuerza de choque o un bloque compacto frente a un mundo en crisis. El nombre alude al hecho de que propugnan una «presencia militante» de los valores cristianos en oposición a las corrientes de pensamiento y a los movimientos políticos de matriz no cristiana.
Llamó, en cambio, «cristianos de la mediación» a quienes han preferido vivir «en la frontera», contribuyendo con su militancia entre los no cristianos a que los valores del Reino penetren en la sociedad y a que la sensibilidad y aspiraciones de la sociedad penetren en la Iglesia. El nombre alude al deseo de ser mediadores entre los valores cristianos y la cultura actual.
El teólogo napolitano se manifestó claramente partidario de los «cristianos de mediación». Tras alegrarse de que se hubieran debilitado los lazos que durante muchos años ligaron a la Iglesia italiana con la Democracia Cristiana, terminó diciendo: «El mensaje del Evangelio no puede identificarse con ninguna propuesta mundana, con ninguna ideología, y por esto tampoco la Iglesia desea ser identificada con ninguna fuerza histórica, grupo de intereses o partido». En tono similar se desarrollaría después la ponencia del Cardenal Pappalardo.
Algunos democratacristianos se sintieron ofendidos, pero mucho más todavía los miembros de Comunione e Liberazione y del Opus Dei que unos meses antes habían lanzado la idea de crear un nuevo partido católico, más fiel a la jerarquía que la Democracia Cristiana.
Así estaban las cosas cuando el día 11 de abril Juan Pablo II dio comienzo a su esperado discurso en el que muchos creyeron percibir — más adelante discutiremos si con razón o sin ella— un llamamiento al voto unitario de los católicos italianos y a la agrupación de todos ellos en organizaciones de carácter confesional. He aquí sus palabras: «La historia nos recuerda que a lo largo del desarrollo de los acontecimientos no han faltado tensiones y divisiones, pero siempre ha prevalecido la tendencia hacia un compromiso que, en la libre madurez de las conciencias cristianas, no podía dejar de manifestarse unitario, sobre todo en los momentos en que lo ha requerido el bien supremo de la nación. Esta enseñanza de la historia sobre la presencia y el compromiso de los católicos no se ha olvidado; más aún, en la realidad de la Italia de hoy se mantiene presente en el momento de las opciones responsables y coherentes que el ciudadano cristiano está llamado a tomar».
Estas palabras del Papa despertaron el estupor de unos (que no aplaudían) y el entusiasmo de otros (cuyos aplausos interrumpieron el discurso hasta 24 veces). A las pocas horas había estallado una polémica sin precedentes cuyos ecos llegaron hasta España, como pudo verse en el Congreso de Evangelización celebrado unos meses después.
Nosotros dejaremos para más adelante el desenlace de este asunto. Antes conviene analizar más despacio la importancia de lo que aquí estaba en juego. Se trata, en efecto, de algo que trasciende las circunstancias concretas de la Iglesia italiana.
AVATARES DE UNA PROPUESTA INCONVENIENTE
Para que los católicos comprometidos socio-políticamente formaran un bloque monolítico sería necesario que la Doctrina Social de la Iglesia propusiera un modelo concreto de organización social, lo cual no ocurre.
Es verdad que Pío XI, a la vez que criticó la solución capitalista y la solución socialista, propuso en la Quadragesimo anno (193 1) un modelo alternativo de organización social, inspirado en los antiguos gremios medievales, que se ha dado en llamar corporativismo o corporatismo. Era una especie de «tercera vía» entre el capitalismo y el socialismo; o, como dijo Hales, «el camino intermedio de los católicos».
Pío XII insistió todavía varias veces en la organización corporativa de la economía. En cambio Juan XXIII, en la Mater et magistra, guardó un significativo silencio sobre el corporativismo, por lo que muchos se preguntaron si ese silencio debía interpretarse como un abandono clandestino de la propuesta. Unos años después Pablo VI no tendrá reparo en afirmar que la Iglesia ha superado ya «una cierta preferencia histórica por las formas corporativas y por las asociaciones mixtas».
No se trata de discutir ahora si el corporativismo era un buen modelo desde el punto de vista técnico. La cuestión que aquí se ventila es otra: Si entra o no dentro de las competencias de la Doctrina Social de la Iglesia proponer al conjunto de la sociedad e imponer a los católicos un modelo socio-económico concreto.
LEGÍTIMO PLURALISMO SOCIOPOLÍTICO
Hoy la Iglesia tiene mucho más claro que no es su misión proponer un sistema socio-económico concreto. Juan Pablo II, en la Sollicitudo rei socialis, afirmó expresamente que «la Doctrina Social de la Iglesia no es una «tercera vía» entre el capitalismo liberal y el colectivismo marxista, y ni siquiera una posible alternativa a otras soluciones menos contrapuestas radicalmente, sino que tiene una categoría propia» (SRS 41 g).
La Doctrina social está, en efecto, en un plano distinto al de los sistemas económicos. Se sitúa —como dice el Papa a continuación— en el plano de la teología moral. Aporta grandes orientaciones éticas, pero no ofrece a la humanidad la maqueta detallada de una nueva sociedad. Somos nosotros los llamados a «inventar» soluciones que sean respetuosas con dichas exigencias éticas. Y escribo «soluciones» en plural porque, en principio, debemos afirmar que la enseñanza social de la Iglesia sería susceptible de múltiples encarnaciones y puede inspirar una pluralidad de programas políticos, proyectos sociales y modelos económicos que serían diversos entre sí.
Para diseñar un modelo de sociedad, o simplemente un programa político, que respete el acervo de exigencias éticas que constituyen la Doctrina Social de la Iglesia es necesario echar mano de los instrumentos de análisis social y de los conocimientos técnicos que la humanidad ha ido desarrollando y perfeccionando a través de la historia. Y, por suerte o por desgracia, esos conocimientos no gozan de la precisión de las matemáticas. En el estado actual de las ciencias sociales nadie puede pretender que su acción política sea rigurosamente científica. Esta es la razón por la que, aun inspirándose todos los creyentes en esa sabiduría acumulada a lo largo de los siglos, «una misma fe cristiana puede conducir a compromisos diferentes», como dijo con precisa concisión Pablo VI (OA 50 a).
Unos años antes el Concilio Vaticano II había escrito ya: «Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida inclinará (a algunos creyentes) en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienden fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial por el bien común» (GS 43 c).
PLURALISMO NO DEBE SER SINÓNIMO DE DISPERSIÓN
Hemos visto que no existe una única dirección socio-política que tengamos obligación de seguir todos los cristianos en nombre de nuestra fe. ¿Qué es, entonces, lo que quiso decir Juan Pablo II con aquella llamada al «compromiso unitario» de los católicos? Una nueva polémica surgida seis años después permitió aclararlo. El Cardenal Ruini, Vicario del Papa para la Diócesis de Roma y Presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, al inaugurar los trabajos de la Comisión Permanente del Episcopado, reclamó nuevamente el «compromiso unitario de los católicos en el ámbito político ( … ) en la forma respetuosa que el Santo Padre ya usó en el Congreso de Loreto». Inmediatamente se repitió el escándalo de 1985. Al día siguiente los periódicos simplificaban las palabras del Presidente de la Conferencia con títulos como «los obispos piden el voto para la Democracia Cristiana», por lo que el Cardenal consideró necesario aclarar que «la unidad política de los católicos se refiere a los valores, a los contenidos que debemos intentar vivir en el tejido social». Posteriormente el Papa expresó públicamente su conformidad con la interpretación que dio Ruini a sus palabras de Loreto.
De hecho, la Alocución del Papa de 1985 contenía un párrafo que debería haber aclarado las dudas, pero entonces no se le prestó suficiente atención. Decía así:
«Existe, debe existir, una unidad fundamental, que es anterior a todo pluralismo y es la única que permite al pluralismo ser no sólo legítimo, sino también deseable y útil. La coherencia con los propios principios y la consecuente concordia en la acción por ellos inspirada son condiciones indispensables».
Así, pues, el Papa, no pretendió cuestionar el pluralismo reconocido por la Gaudium et spes y la Octogesima adveniens, sino señalar que el pluralismo —para que sea legítimo— tiene unos límites.
Da la sensación, sin embargo, de que hoy existe un pluralismo sociopolítico verdaderamente ilimitado. Es verdad que las posturas religiosas guardan cierta correlación con las opciones políticas. Según la última Encuesta Europea de Valores (1999), entre los votantes del PP predominan los muy buenos católicos y los católicos practicantes; entre los del PSOE, los católicos no practicantes y los no creyentes; entre los de IU, los no creyentes; entre los nacionalistas de centro derecha, los católicos poco practicantes; y entre los nacionalistas de izquierda, los no creyentes. Pero encontramos católicos —incluso muy buenos católicos— en todo el abanico político, desde Herri Batasuna hasta el Movimiento Católico Español, lo cual produce la sensación de que el Evangelio aporta tan sólo un adorno religioso compatible con cualquier opción.
Recordemos que el texto de la Gaudium et spes citado un poco más arriba terminaba diciendo: «Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial por el bien común». Sería necesario, en mi opinión, institucionalizar espacios de diálogo donde los creyentes comprometidos en la transformación de la sociedad puedan discutir entre sí, con el eventual asesoramiento de expertos en ciencias sociales y Doctrina Social de la Iglesia, la pertinencia de las diversas opciones. Creemos, además, que en algunos casos extremos la jerarquía de la Iglesia no debería dudar en desautorizar determinadas opciones como incompatibles con la fe cristiana.
PLURALISMO SOCIO-POLÍTICO Y UNIDAD ECLESIAL
Precisamente porque existe un pluralismo socio-político legítimo entre los creyentes, ni la Iglesia o sus instituciones ni sus representantes deberían identificarse con una opción partidista.
Es verdad que en la historia encontramos abundantes ejemplos de obispos y sacerdotes que desempeñaron tareas políticas de suma importancia. Basta recordar a aquellos grandes cardenales que rigieron los destinos de España y Francia. Hoy, en cambio, tanto la opinión pública como el magisterio de la Iglesia ven con muchas reservas esa posibilidad. Digamos algo sobre el particular.
Tomaremos el vocablo «política» en su acepción estricta. No hablamos de esos políticos «ocasionales» que, como dice Max Weber, «somos todos nosotros cuando depositamos nuestro voto, aplaudimos o protestamos en una reunión «política», hacemos un discurso «político» o realizamos cualquiera otra manifestación de voluntad de género análogo», sino de la política «profesional». En cuanto al presbítero, pensamos en lo que el mismo Weber llamaba «tipo puro» o «tipo ideal»; es decir, el sacerdote dedicado exclusivamente a su ministerio.
Pues bien, vistas las cosas desde la sociedad, el presbítero es un ciudadano más, miembro activo de la comunidad política, con todos los derechos de cualquier otro ciudadano, entre los que se encuentra el de «participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de representantes libremente escogidos».
En realidad, el compromiso político no sólo es un derecho. Puede convertirse en un deber. Como dijo León XIII en 1885, «no querer tomar parte alguna en la vida pública sería tan reprensible como no querer prestar ayuda alguna al bien común». Pero, como es lógico, la obligación que tiene todo ciudadano de colaborar en el bien común no siempre se traducirá en la militancia activa en un partido político y, menos todavía, en el desempeño de una responsabilidad de gobierno. El concepto de «presencia pública», como vimos en el tercer apartado de este artículo, es más amplio.
Vistas las cosas ahora no desde la sociedad civil, sino desde la Iglesia, puede haber, en cambio, contraindicaciones. Desde luego, no hay una incompatibilidad radical y de principio entre el sacerdocio y el ejercicio directo de la política, y de hecho varios documentos del magisterio, lo admiten en casos excepcionales. La objeción es más bien de tipo pastoral. El presbítero que preside una comunidad cristiana debe ser un ministro de la unidad. Si milita en un partido político, y más todavía si ejerce una función de liderazgo en él, es muy probable que sea rechazado por aquellos que no comparten sus mismas opciones. Lo vio con mucha claridad Tocqueville hace ya más de 150 años: «Al aliarse a un poder político, la religión aumenta su poder sobre algunos y pierde la esperanza de reinar sobre todos. La religión no podría compartir la fuerza material de los gobernantes, sin cargar con una parte de los odios que provocan».
En otra clave más pastoral escribía Congar hace ya bastantes años, aunque no tantos como Tocqueville: «El sacerdote tiene que ser el padre de todos. Y tiene que procurar comportarse de tal modo que nadie tenga un motivo objetivamente auténtico para no poder pedirle que le oiga en confesión».
Naturalmente, este peligro es tanto más grande cuanto mayor sea la responsabilidad del presbítero dentro de un partido político. Es probable que la simple afiliación pueda ser soportada sin grandes tensiones por los miembros de la comunidad, aunque será obligación suya evaluar el impacto que pueda tener su decisión y ser respetuoso con la sensibilidad de los cristianos a quienes sirve. La militancia activa hará, sin duda, que crezca peligrosamente el rechazo. Y, desde luego, saltarán todas las alarmas en caso de desempeñar funciones directivas en el partido e incluso acceder a un cargo institucional después de una victoria electoral.
También es evidente que crecen los inconvenientes cuanto mayor sea la representación institucional de ese presbítero en la Iglesia: peor en el caso de un cura párroco que en el de un coadjutor, peor todavía si se trata de un obispo, etc.
Desde luego, no tendría sentido objetar que los pastores de la Iglesia no deben ser signo de unidad, sino, como Cristo, signo de contradicción. Eso es un sofisma. Es cierto que nadie se puede amparar en la paz y unidad del Evangelio para encubrir la injusticia. Pero eso no engendra ninguna división entre los verdaderos seguidores del Evangelio, sino entre éstos y aquéllos que lo rechazan o lo siguen sólo de palabra.
Otra razón importante contra la participación directa del presbítero en cargos públicos o en política partidista es la necesidad de mantenerse libre a la hora de enjuiciar desde el Evangelio la realidad social, lo cual es una dimensión esencial de la función profética. Basta escuchar las declaraciones de los políticos en el poder —para los cuales todo marcha bien— y de los políticos en la oposición —para los cuales todo marcha mal— para comprender hasta qué punto la militancia política provoca una seria pérdida de libertad.
Por las dos razones citadas, parece acertada la postura del magisterio, según la cual el compromiso político de los presbíteros debe tener un carácter verdaderamente excepcional y transitorio, y no asumirse sin un diálogo sereno con la propia comunidad y las autoridades de la Iglesia.
Por último, ante los hermanos en la fe que legítimamente defiendan opciones socio-políticas distintas a la nuestra deberíamos no olvidar nunca que «los lazos de unión de los fieles son mucho más fuertes que los motivos de división entre ellos» (GS 92 b).