El humor hace más hermosa la vida (I)

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Fernando Quintano, C.M. · Año publicación original: 2000 · Fuente: Ecos 2000.
Tiempo de lectura estimado:

Introducción

A quienes aceptaban el mensaje y el proyecto de vida de Jesús, Él mismo les llamaba felices y bienaventurados. Había venido a cambiar nuestra tristeza en alegría y a que nuestro gozo fuese completo.

Estamos celebrando el año del Gran Jubileo, tiempo de gracia y de júbilo. Juan Pablo II nos ha recordado que «el término «jubileo» expresa alegría, no sólo alegría interior, sino un júbilo que se manifiesta exteriormente … La Iglesia se alegra por la salvación e invita a todos a la alegría». En cierto sentido podría afirmarse que la alegría sería una de las expresiones más elocuentes de cómo estamos celebrando el jubileo. La alegría es también un termómetro que mide la calidad de la vida comuni­taria y del bienestar en el proyecto de vida que hemos abrazado.

Pues una de las expresiones de la alegría y del júbilo suele ser la risa y la sonrisa. Y el humor, uno de los resortes que la provoca. Ciertamente que la alegría de la que habla Jesucristo y la propia del jubileo son realidades más profundas. Lo que intenta provocar este artículo es simplemente una sonrisa con minúsculas.

Casi siempre que acudimos a las conferencias que nos han llegado de San Vicente lo hacemos poniéndonos muy serios, porque se trata de descubrir y ahondar en las exigencias del proyecto evangélico-vicenciano que hemos abrazado. Pero a San Vicente, como a cualquier otro autor, podemos acercarnos para des­cubrir en él múltiples facetas. Una de ellas su humor.

Acercarse a San Vicente con la intención de descubrir su vena humorística nos puede deparar sorpresas agradables y quizá poco conocidas. Pues eso es lo que vamos a hacer en este artículo y también en el próximo, porque el tema es inago­table: Los comentarios y explicaciones que nuestro fundador hace de algunos tex­tos bíblicos, las historias y anécdotas con que salpica las conferencias, las compa­raciones que utiliza para hacerse comprender, algún que otro chiste etc., además de atraer la atención, seguramente que harían reír a sus oyentes. Y a nosotros también.

Ciertamente que debemos situarnos en la época y en el contexto en los que San Vicente pronunció sus conferencias; e igualmente reconocer el progreso posterior de la exégesis bíblica, de la ciencia, de la teología … La extrañeza que nos pro­ducen hoy algunas de sus expresiones es la prueba de que hay que saber leer a los fundadores con sentido crítico, tratando de descubrir el nervio central de sus enseñanzas y relativizando otros aspectos culturales y anecdóticos. Y es que, por muy importantes que sean sus enseñanzas, no son palabra de Dios.

Vamos, pues, a sonreír con San Vicente, transcribiendo literalmente aquellos párrafos que reflejan su ironía, su humor, su carácter vivo e ingenioso, la cultura de su tiempo… Los cuatrocientos años que nos separan de él hacen todavía más comprensible nuestra extrañeza, sin que por eso disminuya nuestra admiración y cariño por el fundador. Pero es bueno que, alguna vez, también San Vicente nos haga reír. En el fondo creo que es lo que él pretendía.

Recordemos esta anécdota que un día contó a las Hermanas: «Un novicio capuchino que conocía, había sido cazador antes de entrar en el convento. Un día, durante las vísperas, se distrajo pensando en los caballos, en los perros y en una liebre que intentaba cazar. Avergonzado, se fue al prior del convento para decirle que quería marcharse, pues era indigno de su vocación, ya que durante las víspe­ras había estado cazando. El prior le preguntó: «¿Ha estado usted cazando durante las vísperas? ¡Pero si estaba usted en el coro! Si, padre, pero no ponía atención más que en la caza. Por eso le ruego que me devuelva mis ropas de seglar, porque no valgo para ser capuchino. Pero ¿dígame, hermano, —le dijo el prior  cuando estaba usted cazando durante las vísperas y estaba persiguiendo a una liebre, ¿gritaba entonces ¡el febrero! ¡el lebrero!? —No, padre, ni mucho menos; no decía ni una sola palabra—. Bien, hermano, entonces no se preocupe, no por eso deja usted de valer para capuchino. Y se quedó allí y ha vivido hasta su ancianidad con mucha perfección».

Y lo interesante, desde el punto de vista de este artículo, es lo que San Vicente dijo a las Hermanas al finalizar esta anécdota: «He dicho esto, hijas mías, para que os sirva un poco de distracción en nuestra charla». Es lícito pensar que algo similar pretendía con las demás historias, comentarios, ironías, interpretaciones tan particulares y aparentes despistes que encontramos a lo largo de sus con­ferencias.

Así me ha parecido a mí también. Por eso, la última vez que he vuelto a leer las conferencias a las Hermanas y a los misioneros, lo hice con la intención de entresacar aquellos párrafos que me habían hecho reír. En un principio pensé añadir los comentarios que me suscitaban esos párrafos. Pero habría sido algo subjetivo. Me limitaré a transcribirlos, clasificados por temas y situando los párrafos seleccionados en el contexto en que San Vicente los pronunció. En este artículo transcribo los que se refieren a algunos personajes y pasajes bíblicos y a diversas enseñanzas que guardan relación con la vida de las Hermanas. En el próximo artículo seleccionaré los que se refieren a otros temas.

Algunos rasgos del carácter de San Vicente que se traslucen en sus conferencias

Quienes han estudiado el carácter de San Vicente, los rasgos que caracterizan su personalidad, resaltan su origen gascón y enumeran algunos de los estereotipos que distinguen a los originarios del sur de Francia. El P. Morin afirmó: «el origen gascón de la personalidad de San Vicente no debe olvidarse jamás».

¿Cómo es el carácter gascón? «El gascón posee una forma particular de re­vestir la verdad, de hacer surgir de una exageración la seriedad y la importancia de los problemas humanos. Sus expresiones están llenas de sabor y de mali­cia».

Su primer biógrafo, Abelly, nos lo presenta con unos rasgos no fácilmente conciliables. Por una parte afirma: «Se dejaba llevar de un temperamento bilioso y melancólico»; y después resalta su mirada tierna, su compostura sencilla e inge­nua, su trato afable y su carácter sumamente bueno y afable.

Si nos atenemos a lo que San Vicente afirmaba de sí mismo, en la conferencia «sobre la mansedumbre», por ejemplo, tampoco tendríamos una idea exacta: «Me enfado, cambio de humor, me quejo… trato con aspereza a la gente, hablo en voz alta y con sequedad… Algunos, como yo, hosco de mi, siempre se presentan de mal talante y con cara de pocos amigos». Dicha conferencia termina pidiendo a los misioneros que oren por él para que imite la mansedumbre de Jesucristo. «Y como un viejo es difícil que se corrija de sus malos hábitos, os pido que tengáis paciencia conmigo y que no dejéis de pedirle a nuestro Señor que me cambie y me perdone».

En otras ocasiones reconocía ser «seco como un espino», tener un «»humor negro», un espíritu «duro y agresivo», un carácter «seco y repelente».

Sin duda que son expresiones que brotan de la humildad. Pero algo de cierto debe haber en ellas cuando la misma Señora de Gondi le hizo la corrección fraterna por los altibajos de carácter, por el encerramiento en sí mismo y por la triste melancolía que observaba en su capellán.

Esto no obstante, parecería que, una vez más, la gracia fue más fuerte que la naturaleza. Abelly nos dice que, con esfuerzo, San Vicente llegó a ser uno de los hombres más afables de su siglo.

Si nos limitamos a un análisis de las conferencias, la conclusión es que en ellas se reflejan los rasgos atribuidos a los gascones: fina ironía, ingenio y gra­cejo chispeantes, tendencia a exagerar y a imaginar, a caricaturizar y a gesticular … Ejemplos que nos lo confirman los encontraremos en muchos de los textos que vamos a reproducir. También su ternura, su emotividad, su sencillez natu­ralmente.

Los cuadros o retratos que de San Vicente nos han llegado lo representan, en general, con rostro severo. Sin embargo, en el pintado por Simon-François de Tour, se refleja levemente una sonrisa, mezcla de ironía y de humor agridulce. Una sonrisa se dibuja también en el cuadro de Angélica Labory. Refiriéndose a todos los escritos de San Vicente, Brémond dice que están «chispeantes de gracia». Este es el aspecto que en esta ocasión nos interesa resaltar.

Tanto las Hermanas como los misioneros tenemos que considerarnos dichosos con ese tesoro espiritual que nos ha legado San Vicente: las conferencias, las cartas, las repeticiones de oración, las sesiones de Consejo etc. Lamentamos que otras muchas conferencias no se recogiesen o se hayan perdido.

San Vicente no llevaba escritas las conferencias; hablaba a partir de un esque­ma, lo cual le permitía una mayor espontaneidad e introducir en cada momento aquello que creía podía ilustrar o hacer más comprensible el tema que estaba tratando.

Las conferencias que dio a las Hermanas las transcribieron, unas Santa Luisa, otras, Sor Hellot, Sor Maturina, y Sor Loret. Nos consta que San Vicente les entregaba el esquema que él había utilizado y revisaba la redacción posterior que las Hermanas habían hecho. Podemos estar seguros, pues, que nos transmiten fielmente lo esencial de las enseñanzas de San Vicente. Más aún, esas Hermanas (lo mismo que hicieron los Hermanos Robineau y Ducournau con las dirigidas a los misioneros) han tenido la delicadeza de señalar, algunas veces, hasta el tono de voz, los gestos, los silencios, las emociones y reacciones tanto del orador como del auditorio.

A las Hermanas de París y alrededores se les enviaba una nota en la que se les anunciaba el tema de la conferencia, los puntos a tratar, el día y la hora. La asistencia —al menos en los últimos años— oscilaba entre setenta y ochenta Hermanas. Cuando San Vicente les preguntaba, leían lo que traían escrito. Las intervenciones de Santa Luisa eran más extensas. Todo eso le proporcionaba materia para insistir en lo que él quería transmitir o poner el acento. El mismo San Vicente lo reconoce: «No digo nada de mi cosecha, no digo más que lo que vosotras me habéis dicho».

Algunas conferencias las pronunció sin interrupción; más frecuentemente ha­ciendo intervenir a las Hermanas y apoyándose en lo que ellas exponían. De ahí que predominase el tono catequético y familiar.

La finalidad era ir modelando a las Hermanas según el proyecto original que Dios le había inspirado sobre la Compañía: su espíritu, su fin, las distintas obras y servicios en los que las Hermanas debían encarnarlo, etc. En el desarrollo del tema se mezcla lo espiritual y lo temporal, lo doctrinal y lo práctico. Habla al mismo tiempo al corazón y a la razón.

Los dos fundadores daban una gran importancia a las conferencias como medio de formación para las Hermanas. De ahí su insistencia en que no faltasen a ellas y que las prefiriesen a otros grandes sermones que hubiesen podido escuchar en otras partes. Los argumentos que utilizaba para convencer a las Hermanas sobre la importancia de asistir a las conferencias nos resultan tan convincentes como exagerados: «Fueron instituidas por el mismo Jesucristo»; «las conferencias sirvieron a nuestro Señor para la fundación de la Iglesia. Desde el día que reunió a sus apóstoles se sirvió de ellas»; «nada dará más luz a la comunidad», «es lo que mantiene a la Compañía»; «por medio de ellas os habla Dios».

La duración solía ser de una hora, pero frecuentemente sobrepasaba ese tiempo. A los misioneros les pide perdón por «haber aburrido muchas veces a la Compañía por seguir hablando demasiado tiempo después de haber sonado el reloj», o se sorprendía de que hubiese pasado la hora: «Es demasiado tarde; siempre me alargo demasiado, me entretengo mucho en las cosas; soy bien pesado, como un animal bien gordo». Pero estaba tan entusiasmado que siguió y siguió hablando largamente. La conferencia a los misioneros «sobre el método de predicar que hay que seguir en las misiones» ocupa 22 páginas; tres veces pidió perdón durante ella «porque no sabe ser breve», «sopórtenme un poco más». Dice: «Vamos a terminar» y sigue media hora más. Una de las conferencias más largas es la que trata «sobre la fidelidad a Dios». Casi al comienzo dice que no se va a entretener mucho «por miedo a molestar a la Señorita Le Gras que se encuentra algo indispuesta». No sabemos cómo se encontraría al final Santa Luisa, pues la dicha conferencia tiene diecisiete pá­ginas.

Puede extrañarnos y hacernos sonreír que el mismo San Vicente reconozca que algunas veces no había preparado lo que iba a decir, y otras, que ni conocía el tema, o había confundido el día que tenía la conferencia. «El Padre Vicente, ha­biéndose tomado la molestia de darnos esta conferencia, preguntó cuál era el tema, y tras haberlo oído, preguntó a una Hermana sobre él» 21. Dicha conferencia tiene diez páginas y trata, comprensiblemente, de los temas más variados, entre otros, la caída de una casa que aplastó a unas cuarenta personas y en la que se salvó la Hermana que lo estaba contando. Después de escucharla, San Vicente exclamó: «¡Dios mío! Si la caída de una casa es tan terrible, ¿qué será hijas mías, el día del juicio, cuando veamos a una cantidad inconmensurable de almas precipitarse al infierno por toda la eternidad? ¡Dios mío! ¿Qué será aquello? ¡Bendito sea Dios, hijas mías!. La que dio «sobre la indiferencia» comienza así: «Hermanas mías, no esperaba que hubiese hoy reunión… pero, ya que la divina Providencia os ha hecho venir a todas, digamos alguna cosa «in nomine Domini». Tal improvisación explica algún pequeño despiste. Por ejemplo: que alguna vez diga «se han seña­lado dos medios, o sea»: …. y él enumera cinco, o «se señalaron ocho» y él enumera diez.

Referente a la puntualidad también nos encontramos con que alguna vez llega­ba media hora más tarde. Otro misionero comenzó la conferencia. A la tenida ocho días antes no había podido asistir25. En la conferencia del 8 de diciembre de 1659 encontramos un fino reproche de San Vicente a las Hermanas y el de una de ellas a San Vicente: «Bien, mis queridas Hermanas, ya es un poco tarde: ¿no podría hacerse de otro modo que atendieseis oportunamente a vuestros quehaceres, para que pudieseis venir antes? Padre, respondió una Hermana, si estuviéramos segu­ras de que se iba a comenzar a la hora exacta, si que podríamos venir. Sí, hija mía. Así se hará. Es culpa mía. Pero pase lo que pase, lo dejaré todo por venir». Santa Luisa interviene diciendo que las Hermanas se han ido a rezar las vísperas (sin duda para aprovechar la larga espera). San Vicente responde que la conferencia es tan importante como las vísperas y que «Santo Tomás dice que eso es dejar a Dios por Dios»

I. Pasajes y personajes bíblicos

• Un día que hablaba a las Hermanas sobre el saludo como signo de respeto cordial, les dijo: «Aunque los pobres aldeanos no se saludan, mis queridas Her­manas, vosotras tenéis que saludaros las unas a las otras. Al saludaros, sa­ludáis también a vuestros ángeles buenos que adoran siempre a Dios. Ha habido personas tan devotas con sus ángeles custodios que les tributaban honra y respeto cuando pasaban por algunas puertas y lugares estrechos». «¿De dón­de creéis que ha venido la práctica de saludarse? De los primeros cristianos. Los judíos no se saludaban». «Siento haberos entretenido tanto tiempo, a vosotras, pobrecillas, que os cuesta tanto venir, y que tenéis prisa para marcharos. Dios mío, ¡cuántos ángeles están ahora ocupados contando los pasos que dais! Los que habéis dado al venir ya están escritos, y también lo serán los que deis al volver porque dice un santo: «están contados los pasos que dan los servidores de Jesucristo por su amor».

Hay que estar muy alerta ante las tentaciones que nos presenta el diablo. Nues­tros primeros padres se dejaron engañar y pecaron. «Después que Adán hizo penitencia y lloró su pecado durante más de novecientos años, se dice que Dios tuvo piedad de él. De Eva no dice nada la Escritura». Tampoco hay que comentar con los demás las tentaciones y dificultades, sólo con los superiores: «Hijas mías, cuando Eva sintió la tentación de comer la fruta prohibido, si se hubiera dirigido a Dios seguramente no habría pecado. Pero en vez de descu­brirse a Dios, se fue a Adán, su marido, que también se puso a desearla, y comieron los dos. De ahí viene todo el mal que vemos ha producido el pe­cado».

Para que la Compañía se conserve fiel al plan de Dios no hay que escatimar tiempo y esfuerzo: «¿Sabéis cuánto tiempo empleó Noé en construir el arca y ponerla en las debidas condiciones? Cien años ¡Oh Salvador de nuestras almas! Si para hacer el arca, Hermanas mías, en la que sólo se salvaron del diluvio ocho personas, se necesitó tanto tiempo, ¿cuánto creéis que se necesita para robus­tecer y conservar esta Compañía, en donde se refugian tantas almas y se sal­varán del diluvio del mundo?».

A ejemplo de Jesucristo, las Hermanas tienen que soportar los insultos: «Cuan­do al ir a visitar a los pobres pasaba (Cristo) delante de las tabernas, se reían de Él, se burlaban, y tenía que escuchar las canciones indecentes y las palabras groseras que le decían en aquellos lugares. Por lo tanto, hijas mías, no os extrañe de que a vosotras os digan cosas semejantes». Hablando contra la ociosidad y sobre el amor al trabajo, les pone el ejemplo de Jesucristo: «Diré solamente que Él llevó dos vidas sobre la tierra; una desde el nacimiento hasta los treinta años, durante los que trabajó con el sudor de su divino rostro por ganarse la vida. Tuvo el oficio de carpintero; se cargó con el cesto y sirvió de jornalero y de albañil. Desde la mañana hasta la noche estuvo trabajando en su juventud y continuó hasta la muerte. El cielo y la tierra se llenan de vergüenza a vista de semejante espectáculo … ¿Y nosotros, ruines y miserables, vamos a estar inútiles?». Hablando de la disponibilidad, pide a las Hermanas que imiten a Jesucristo: «¿Y cómo fue nuestro Señor? Él mismo nos lo dice: fue como un jumento, como un mulo, como un caballo de tiro … que se deja llevar a donde uno quiere».

Para prepararse dignamente a recibir la comunión, las Hermanas tienen que pensar: «Yo te recibiré mañana, Dios mío. ¡Ay! Cómo quisiera que fuese con la misma preparación que tuvo la Santísima Virgen». Una Hermana sugiere que «una de las cosas necesarias para disponerse a comulgar bien es mantenerse retirada, como lo hacía la Santísima Virgen, sin hacer ninguna visita inútil y hablando poco». Y San Vicente añade: «¡Oh! ¿Qué Dios la bendiga, hija mía, tiene mucha razón! … La Santísima Virgen salía sólo por las necesidades de su familia y para aliviar y consolar a su prójimo. Pero era siempre en la presencia de Dios; y fuera de eso permanecía siempre tranquila en su casa conversando espiritualmente con Dios y con los ángeles». Por el contrario, el que comulga mal comete una acción peor que las del demonio y porque «¿podría el demonio concebir algo tan sacrílego y tan abominable como lo que hizo Judas después de haber comulgado tan indignamente?».

Ser infieles a la vocación, tener envidia, murmurar es ser como Judas. «Judas perseveró algún tiempo e incluso se cree que hizo milagros; pero luego vendió a su buen Maestro por unas cuantas monedas. Por este motivo, en castigo de su infidelidad, Dios permitió que se ahorcase y que reventase. Sin embargo había comenzado bien». «Fue la envidia la que impulsó a Judas a vender a nuestro Señor». Cuando algunas Hermanas critican a la Compañía y desaniman a las otras, «miradlas como a un Judas que desean destruir vuestra Compañía; es un Judas porque Judas hacía eso: murmuraba, iba a los judíos a acusar a nuestro Señor y les decía: «hace esto y esto»»; «la murmuración es un pecado más abominable que el asesinato y el robo»;»Si no hubiese algunas Hermanas que escuchan, tampoco habría otras que murmuran».

En una de las conferencias «sobre el jubileo», al hablar de la penitencia para que se nos perdonen las penas que merecemos por los pecados, les pone el ejemplo de Santa Magdalena: «Mis queridas Hermanas: ¿Por qué Santa Magdalena quiso hacer una penitencia tan grande, a pesar de la seguridad de que tenía de que nuestro Señor le había perdonado toda su culpa? Quiso hacer penitencia, porque sabía que le quedaba la pena debida por sus pecados. Se fue a una montaña muy alta, tan escarpada y difícil de escalar que se necesitaban varios días para subir y para bajar. Y tan fría que yo mismo, a pesar de que era en el mes de agosto, tuve que arroparme bien porque hacía frío. Y cuando bajamos de la montaña, resultó que hacía un calor excesivo. Pero Santa Magdalena se fue a aquella montaña para llorar sus pecados, pensando en las penas del purgatorio».

Todos tenemos defectos; por eso no debe existir la crítica. Ejemplo: Si vemos triste a una Hermana no hay que criticarla: «También San Pedro lloró continua­mente. Si veis triste a una Hermana edificaros pensando que está pidiendo misericordia a Dios y confundíos vosotras por no tener tanto dolor de vuestros pecados». Tampoco hay que pensar que Santa Luisa o la Hermana Sirviente estima más a una Hermana porque habla más veces con ella que con otras: «Quizá es porque se trata de una Hermana abatida, desolada y afligida de penas».

Las Hermanas tienen que educar cristianamente a los niños, enseñarles a orar cuando se despiertan: «¿Y sabéis por qué? Porque cuando nos despertamos, el diablo procura poner en nuestro espíritu algún mal pensamiento, para que el resto de nuestra jornada sea malo». Y cuando visitan a los enfermos también tienen que decirles una buena palabra para que Dios les toque el corazón: «¡Oh! Esto hace reventar al demonio de rabia».

Al hablar sobre la perseverancia en la vocación, a pesar de las tentaciones que el demonio nos presenta, atribuye a Pedro Lombardo» esta sentencia: «la mujer que sabe resistir a las tentaciones precipita al demonio en los infiernos. El diablo está condenado a estar eternamente en los infiernos; y aunque sale de allí para tentar, no deja de llevar el infierno consigo. Y la mujer que tiene la fuerza de resistirle, le confunde, de forma que le precipita en el fondo de los infiernos para no salir nunca de allí». «El diablo dirige su odio contra las Compañías más santas por la rabia que les tiene». Aconseja a las Hermanas que comuniquen sus dificultades a los superiores «porque no hay nada que estropee tanto los golpes del diablo como manifestarlas; cuando el diablo se ve descubierto, aban­dona la partida».

Las Hermanas tienen que aceptar de buena gana los oficios que se les piden: «Hijas mías, ya sabéis que es propio del demonio no querer hacer nunca la voluntad de Dios, sino siempre la suya. En los infiernos el demonio cumple realmente la voluntad de Dios haciendo sufrir a los condenados, pero a su pesar; no tiene más remedio que obedecer. Dios le mandó un día que se metiera en un puerco y tuvo que hacerlo a la fuerza. Del mismo modo, una Hermana que acepta los cargos que se le dan, pero a la fuerza, tiene el espíritu del demonio. ¿Por qué? Porque no quiere someterse al cumplimento de la voluntad de Dios, sino seguir siempre la suya».

Los superiores tienen que mandar con mansedumbre a las Hermanas, nunca con palabras impositivas. Decir «haga esto, vaya allí, venga aquí, hijas mías, éstas son palabras del demonio. Es lo que hacen los demonios».

Las Hermanas tienen que respetarse y aceptarse mutuamente, porque «¿hay algo más villano y brutal, incluso podríamos decir más diabólico, que no estar de acuerdo entre sí? Eso es lo que hacen los diablos en el infierno. Se desgarran mutuamente del odio y de la rabia que se tienen entre sí … Estad seguras de que, mientras practiquéis el respeto y la mansedumbre las unas con las otras, vuestra casa será un paraíso; pero dejará de serlo, para convertirse en un infier­no, cuando no estéis de acuerdo ni tengáis respeto ni mansedumbre entre voso­tras, y seréis semejantes a los demonios y a las almas condenadas».

La mejor manera de evitar la crítica es no escucharla, «pues como se ha dicho que si no hubiese encubridor tampoco habría ladrón, de igual manera, sí no hubiera oyentes, tampoco habría maledicientes». Pero el príncipe de los de­monios quiere destruir la Compañía por medio de la crítica; para ello ha nom­brado un demonio expresamente para tentaros. Ese demonio no tiene otra cosa que hacer; os observa por todas partes para ver el lugar en que os puede pillar». «Estad seguras, hijas mías, de que el demonio ha obtenido de Dios el permiso para probaros, y que no dejará pasar ninguna ocasión para tentaros». «Pues hay un demonio encargado de tentar a todas las religiosas … y a todas las Hijas de la Caridad para que caigan en ese pecado (ocultar las pruebas y las faltas). «Las tentaciones muchas veces son como los tumores; si no se les hace salir fuera pueden matar al enfermo extendiéndose por alguna parte que no pueda defenderse de ellos. Del mismo modo una persona que se siente agitada por alguna tentación tiene que decir: «llevo un tumor en el corazón; tengo mucho miedo de que reviente y me mate».

II. Imaginación, ingenio, exageración … en las conferencias a las Hermanas

Sin duda que es en las conferencias a las Hermanas donde mejor refleja el temperamento gascón —propenso a la exageración— y la ironía fina y chispeante de San Vicente. El método coloquial que utilizaba se prestaba a la espontaneidad.

Refiriéndose a una Hermana que no guardaba la modestia cuando iba por la ciudad, dice: «Esa abandonará la vocación». Por el contrario, de otra a quien le pregunta con qué persona ha hablado y responde «padre, no me he fijado», San Vicente añade: «Así es como hay que comportarse, hijas mías». Pero el mismo San Vicente es testigo de la modestia de muchas otras: «No he visto más que a dos de vosotras que me hayan desedificado por la calle. La verdad es que eran dos Hermanas que no tenían modestia. Llevaban la cabeza levantada y hubierais dicho de ellas que la llevaban también vacía»

Cuando les exhorta a la obediencia a los superiores, aunque tengan defectos y limitaciones, exagera apoyándose en las palabras de Jesús a sus apóstoles «el que os escucha a vosotros a mí me escucha». Por eso, si una Hermana dice de su Hermana Sirviente «que no vale más que yo, que no tiene mucha inteligencia y no me resulta simpática», estáis obligadas a someterse a ella. Es Dios el que lo dice, y es un artículo de fe del que no hay que dudar».

Las damas del Hotel Dieu habían tenido una Asamblea. Durante ella, alabaron a las Hijas de la Caridad que servían a los pobres enfermos en ese hospital, porque, además del trabajo, colaboraban económicamente «vendiendo helados»: «Qué hermoso es esto. Esas pobres Hermanas, después de fatigarse tanto en el servicio a los pobres, todavía se las ingenian para ganar con qué ayudarles». (Ese ingenio ha seguido: durante la revolución francesa, otras tres Hermanas hicieron de cantineras).

Las primeras Hermanas que iban a fundar una obra debían pensar que eran como los cimientos sobre los que Dios iba a construir el edificio de la Com­pañía. Salomón colocó toda clase de piedras preciosas en los cimientos del templo que edificó en Jerusalén. «¿Qué creéis, hijas mías que quiso significar con esto? Esto quería decir que las Hijas de la Caridad que sean escogidas actualmente y en el futuro para ir a una fundación tienen que ser piedras preciosas… diamantes, rubíes, esmeraldas, topacios, ópalos … Tienen que ser tales que pueda decirse de ellas como de las piedras básicas del templo de Salomón: «una vale por mil». Ese hermoso edificio (la Compañía) no hay que desprestigiarlo con escándalos que harían perder el buen nombre de que goza ante la gente: «Esos escándalos serían la causa de que se marchitase esta flor tan hermosa, esa bella rosa. La Compañía de las Hijas de la Caridad, que edifica a todo el mundo y que exhala tan fragantes olores, estaría a punto de marchitarse».

En cambio, si la caridad y la unión reinan entre las Hermanas «vuestra Compañía será un paraíso. Sí, hijas mías, será un paraíso ¿Qué es el paraíso? Es la morada de Dios. ¿Y dónde creéis que tiene Dios su morada en la tierra? En los corazones llenos de caridad y en las Compañías donde reine siempre la unión. Vivid siempre de esta manera, mis queridas Hermanas, ya que decir Hermana de la Caridad es decir paraíso».

El fundador prevenía frecuentemente a las Hermanas sobre el peligro del trato a solas con los hombres, fuera del caso de necesidad; porque hay un veneno entre uno y otro sexo que se comunica sin darse cuenta. Por eso dice la Escritura: «Huid del pecado como lo haríais de la serpiente». Y para que cuando les habla de este tema no les quedase ninguna duda, añade: «Cuando hablo del otro sexo hay que entender que se refiere a los hombres». Y ruega a Santa Luisa que cuando una Hermana tiene trato con algún hombre que le cae bien, «que cuando observe esto la cambie y que haga como nuestro Señor hoy, día de la circunci­sión, que corte y separe».

Las Hermanas que llevaban más tiempo en la Compañía deberían sentirse obli­gadas a dar buen ejemplo para las nuevas: «¡Ay antiguas! ¡Ay antiguas! ¿Qué es lo que hacéis cuando vuestras acciones desmienten vuestra antigüedad? ¿Qué le diréis a Dios cuando os pida cuenta de vuestros pensamientos, palabras y acciones, especialmente de los que hayan desedificado a las recién venidas?. En otra conferencia compara a las recién llegadas a la Compañía con los niños, y a las antiguas que las escandalizan con Herodes: «Porque se llama niños a los que empiezan a servir a Dios; y vosotras los matáis, ahogando en ellos los buenos deseos que tenían de servirle … Hermanas mías ¿os lo diré? Sí, puesto que es verdad; sois otros Herodes cuando hacéis lo que acabo de decir, porque matáis a esos niños apenas empiezan a vivir. «Hermanas mías, si hacéis esto, sois Herodes; les cortáis la garganta».

Al aconsejarles el aviso fraterno, habla de un rey que tenía una enfermedad que llama «fetidez»: «Uno de sus amigos dijo un día al rey: Señor, deberíais con­sultar con algún médico a propósito de vuestra fetidez ¿Pues qué? dijo el rey, ¿tengo yo mal aliento?. Lo tenéis hasta tal punto que nadie puede permanecer a vuestro lado. ¿Y cómo me lo han ocultado tanto tiempo?, ¿cómo no me lo han dicho mis amigos?, ¿cómo no me lo ha advertido mi mujer? Se fue a buscar a la emperatriz: ¿Cómo es posible, esposa mía, que no me hayáis dicho nunca que tengo mal aliento? Desgraciadamente señor, dijo ella, yo no ponía interés en ello, porque creía que el aliento de todos los demás olía como el vuestro. ¡Gran inocencia la de aquella princesa!». También sobre el tema del aviso de faltas les dice: «Cada uno de nosotros está encargado de las almas de los demás, de forma que Dios nos pedirá cuenta. Esta práctica es la que ha hecho que la Iglesia nombre un padrino y una madrina en el santo bau­tismo».

San Vicente pregunta a una Hermana: «¿Cuál es el oficio de la mortificación? — Me parece que es el de sujetar la naturaleza a la gracia. Bien dicho Hermana; me consuela escuchar esa frase. Pero para explicarla con mayor claridad, hemos de saber que hay dos cosas en el hombre: la parte inferior y la parte superior. La primera nos hace semejantes a las bestias, ya que esa parte es totalmente animal; por eso comemos, bebemos, caminamos y descan­samos como las bestias. Es la parte que hace al hombre como un animal. Hay otra parte que tiende a Dios, que aspira a las cosas celestiales y que se re­laciona con la naturaleza de los ángeles». Y en una conferencia «sobre la obediencia» les ofrece un ejemplo similar: «Hemos de saber que estamos com­puestos de dos hombres: de Adán, que de justo que era se convirtió en pecador … y de Jesucristo, que vino a salvar a los que se habían perdido por su propia voluntad. Lo repito: en nosotros hay dos espíritus, el del hombre viejo y el del hombre nuevo». Unos meses más tarde, hablando de la mortificación de los sentidos, les dice: «Hay que mortificar los ojos y los oídos que se complacen en oír canciones, músicas, las alabanzas que nos tributan, las noticias, el canto de las aves … El gusto intenta siempre deleitarse en la bebida y la comida, desea los manjares bien preparados y delicados. Hay que mortificarse rechazando todo eso, prefiriendo las comidas vulgares a las que están bien prepa­radas».

En la conferencia «sobre las reglas», una Hermana dice que hay que ser muy exactas en cumplir todas, de lo contrario nos vamos relajando poco a poco. San Vicente continúa hablando sobre nuestra inclinación a la comodidad: «Cuando el cuerpo se acostumbra (a lo difícil) ya no se cansa y se encuentra bien. Por ejemplo, un pobre soldado que haya estado mucho tiempo en el ejército, mal alimentado, acostándose sobre paja, ¡se siente tan feliz! Al volver a su casa, cuando tiene un poco más de reposo, cuando tiene una cama mejor, se pone enfermo.

En otra conferencia sobre la cordialidad, el respeto y amistades particulares», a estas las califica de «amor brutal». Y un poco más adelante «amor al estilo de las bestias». A continuación pregunta a una Hermana: «Hija mía, ¿son bue­nas las amistades particulares? — No padre, son un amor de bestias». El amor que las Hijas de la Caridad tienen que tener a las damas debe estar acompañado de respeto, «sin apegarse a ellas, y que no sea un amor de inclinación. Eso es carnal. El santo obispo de Ginebra dice que es un amor de bestias».

A las Hermanas encargadas de visitar a los enfermos de París les dio este consejo: «llevad sobre todo los ojos y los oídos, pero dejaos la lengua en casa».

Para motivarles a prepararse bien para la comunión y a que eviten las comunio­nes sacrílegas, entre otros motivos les da éste: «no solamente, hijas mías, entra la muerte en el alma de los que comulgan mal, sino que a veces acontece también la muerte temporal. ¿Cuántas personas creéis vosotras que han visto abreviarse sus días sobre la tierra quizás como castigo de este gran mal, y quizás también para impedirles que sigan deshonrando a Dios por el uso que hacen de la santa comunión? Hijas mías, Dios es justo ¡cuántas aflicciones, cuántas enfermedades! ¿Quién sabe si no son el castigo de tales crímenes? Aunque no tengamos que juzgar a nadie, esto puede acontecen».

Lo que vale es la buena intención que se pone al realizar las obras. Si las Hijas de la Caridad obran con humildad, sencillez y caridad, aún sus más pequeñas acciones quedan transformadas por la fecundidad de esas tres virtudes: «Hay algunos años tan prósperos que, en vez del centeno y del trigo mezclados que han sembrado los labradores, la fertilidad del año hace que la tierra sembrada de esta mezcla de dos granos produzca trigo puro en lugar de la mezcla que se había sembrado».

Cuando les habla de la puntualidad en levantarse, excepto las que están enfer­mas, les cuenta esta anécdota: «Teníamos en nuestra casa un sacerdote que era demasiado considerado consigo mismo. Tenía algunas indisposiciones y creía que el levantarse muy de mañana contribuía algo a ellas. Se le dijo: bien, padre, vamos a ver; quédese un mes sin levantarse y veremos en ese tiempo cómo sigue. Estuvo, pues, un mes entero permitiéndose el lujo de dormir; y al final vino a verme. Padre, me dijo, confieso que es menester que siga la regla. A pesar del tiempo que descanso, estoy cada día peor. Le ruego que me permita levantarme. Se lo concedimos y ahora está muy bien… No hay nada que acumule tantos males humores como el dormir excesivo. Eso os proporciona catarros, fluxiones y otras mil incomodidades que el ejercicio disipa. Levantarnos cuando lo indica la campana… Creedme, no hay que empezar a discutir con la almohada, porque nunca se termina».

Para corregirse de alguna mala costumbre, nada mejor que imponerse alguna penitencia. Y se lo probó con este ejemplo: «Un hombre tenía la costumbre muy mala y peligrosa de blasfemar en toda ocasión. Después de una confesión tomó la resolución de no jurar jamás. Se le impuso como penitencia dar una moneda a los pobres cada vez que blasfemase. La primera vez que volvió a jurar dio una moneda a un pobre. Lo mismo la segunda y la tercera. «Al final, viendo que volaba su dinero, se corrigió y, por la misericordia de Dios, llegó a ser tan hombre de bien que huía como del infierno de los que blasfemaban y no los podía soportar».

Sobre la disponibilidad de las Hermanas ante lo que se les pida: «Antiguamente, apenas nombraban a un Papa, le mandaban cortar la cabeza; pero en seguida se encontraba a otro para ocupar el lugar del anterior, aunque sabía muy bien que esto le costaría nada menos que la vida. Este es el motivo de que contemos hasta treinta y cinco Papas que han sufrido el martirio».

En la conferencia «sobre la aceptación de los sufrimientos físicos y morales», les pone el ejemplo de un escultor que va esculpiendo una imagen a golpes de martillo: «Mirad, hijas mías, Dios obra también de esa forma con nosotros. Una pobre Hija de la Caridad o un misionero, antes de que Dios los saque del mundo son como unos bloques de piedra bastos y sin labrar; pero Dios quiere hacer de ellos una hermosa imagen, y por eso pone su mano encima y golpea con grandes martillazos (calor, frío, viento…). Esos son los martillazos que Dios descarga sobre una pobre Hija de la Caridad… Lo mismo que ningún hombre del mundo es capaz de hacer una hermosa imagen de una piedra si no es a golpe de martillo, también para hacer de una Hija de la Caridad una imagen con rostro bello que dé gusto a Dios, es necesario usar el martillo. Cuando hablo de un rostro bello no me refiero al aspecto exterior, pues Dios no lo necesita para nada y se fija poco en esas cosas, sino que hablo del rostro del alma que agrada inmensamente a Dios y a los bienaventurados».

El 15 de septiembre de 1660, doce días antes de morir San Vicente, tuvo lugar la presentación de Sor Margarita Chétif como sucesora de Santa Luisa. El P. Dehorgny preguntó a San Vicente detalles sobre el acto de presentación de la nueva Madre General. San Vicente le responde: «Reúna a las Hermanas y des­pués de la conferencia, anúncieles la elección que Dios ha hecho de (Margarita Chétif) como superiora, diciéndoles luego que todas le besarán la mano en señal de acatamiento y ella las abrazará. Observe usted un poco la cara y la actitud de la comunidad y, sobre todo, las de las dos o tres que antes eran las encar­gadas y que quizás pensaban en serlo».

San Vicente escribe a Santa Luisa anunciándole que él ya vive en San Lázaro y que puede ir a visitarle. Al final de la carta añade esta nota: «No puedo menos de decirle que me he propuesto censurarla seriamente mañana porque se deja llevar de ese modo de esas vanas y frívolas aprensiones. ¡Oh, prepárese a una buena reprimenda».

Conclusión

En varias de las cartas dirigidas por San Vicente a Santa Luisa, le recomienda: «sea muy alegre», «honre la santa alegría de nuestro Señor y de su santa Madre»; «esté alegre y haga con alegría lo que tiene que hacer»; «esté siempre alegre, aunque tenga que disminuir un poco esa pequeña seriedad que la natura­leza le ha dado y que la gracia endulza».

Probablemente hoy nos recomendaría lo mismo. Porque a nuestra vida comu­nitaria, en general, le falta alegría. La risa o la sonrisa son buenas, incluso cuando quien nos las provoca es nuestro fundador.

El escritor francés, F. Rabelais, escribió: «es mejor reír que escribir con lágri­mas, por lo que reír es propio del hombre». Como el tal señor fue primero monje y después médico, hay que suponer que nos dio un sano consejo.

A mí me aconsejaron que durante las vacaciones era conveniente leer algo relajante. Las Hermanas de bastantes Provincias toman descanso entre los meses de julio a septiembre. Como «un largo relax» podría serviles éste y el próximo artículo, aunque tengan un tono tan distinto al acostumbrado. Reír también es provechoso.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *