Referido siempre al cumplimiento de la voluntad de Dios, es el corazón de la espiritualidad vicentina, punto de partida e hilo conductor de la vida y misión de Vicente de Paúl y Luisa de Marillac. Cuando ella se acercó a él en búsqueda de orientación para su inquieta existencia, él ya tenía una larga experiencia de discernimiento que le compartió con respeto pero, al mismo tiempo, con decisión, en una clara dinámica de acompañamiento espiritual y a favor de su entrega a Dios y a los pobres. Se conjugaba así la profunda relación que hay entre los puntos sobre los que vamos a dialogar estos días. Todos conocemos el diálogo que tuvieron los dos cuando ella le preguntó: «Padre, ¿qué se necesita para ser santo? «, y él respondió sin titubeos: «Señorita, cumplir la voluntad de Dios». Por otra parte, se podría decir que la intención más profunda de cada uno y de su fecunda relación fue vivir lo que vivió Jesús de Nazaret: «Hacer en todo lo que agrada al Padre».
La búsqueda de la voluntad de Dios a través del discernimiento era una práctica bíblica que nuestros Fundadores asumieron de una manera experiencial, con su capacidad de interiorización, sus intuiciones sicológicas y espirituales y, en buena medida, su sentido común. En su caso, no consistió en una estéril práctica puntual ni en un mecánico ejercicio disciplinar, sino en un amoroso modo de ser, en una especie de «estado de discernimiento», es decir, de un proceso inagotable de búsqueda, que sostenía su propia conversión permanente y alimentaba su extraordinaria vitalidad apostólica. Diríamos que Vicente y Luisa fueron «peregrinos en búsqueda de la voluntad de Dios», porque su viaje estuvo definido siempre por esa búsqueda y porque ésta nunca se agotó, dado que jamás llegaron a un «lugar» que les permitiera decir que ya habían encontrado la voluntad de Dios.
Inspirados en este testimonio original y originante, reflexionamos sobre este tema teniendo en cuenta que, desde el punto de vista formativo, tiene tres relaciones. Éstas dan forma al esquema con el que lo voy a plantear: discernimiento y vida según el Espíritu, discernimiento y vocación, discernimiento e identificación con Jesucristo.
1. El discernimiento evangélico y la vida según el Espíritu
A la crisis suscitada en la Iglesia Católica después del Concilio Vaticano II no ha sido ajena la Compañía de las Hijas de la Caridad; lo podemos constatar, por ejemplo, en la impresionante disminución del número de las Hermanas en los últimos años. Pero, al mismo tiempo, la Compañía ha participado de este extraordinario kairós, por ejemplo, con el ejemplar esfuerzo por centrarse en la esencia de su vocación: una vida según el Espíritu. Esto la ha llevado a penetrar en lo más íntimo de su ser y en las profundidades más hondas del carisma vicentino.
En esta doble vía, muchas Provincias han tenido la audacia de reconocer que ciertos estilos de vida parecían ignorar al Espíritu Santo e inclusive ahogarlo con modos de ser que domesticaban la libre respuesta de la fe a la Palabra viva de Dios, inédita e impredecible. Las actuales Constituciones confirmaron este proceso renovador y dieron así un enorme paso hacia adelante: las Hijas de la Caridad se deben anclar en una profunda experiencia de Dios que las lleve a recuperar el gozo y la vitalidad primaveral que vivieron los Fundadores y las primeras hermanas, porque todavía no se han agotado las mociones del Espíritu Santo, que son una continua interpelación a convertirnos en testigos vivientes del Reino.
Por supuesto, que esta vida según el Espíritu implica que la Compañía, como la Iglesia, sea cada vez más «pobre, misionera y pascual»2, así como una formación caracterizada por el discernimiento evangélico como su hilo conductor. Y para esto conviene recordar lo que dijo la Conferencia General de los Obispos Latinoamericanos y Caribeños de Aparecida3: vivimos en la época de los cambios más profundos y rápidos de la historia de la humanidad4. Ante este panorama, la novedad del Espíritu no puede ser retenida con sistemas que en la mayoría de los casos convierte a los medios en fines.
1.1. La vida en las crisis
El gran aporte del discernimiento evangélico a la formación en relación con «la vida según el Espíritu» es convertir las situaciones de crisis en momentos de vida. Y tamaña crisis la que están viviendo hoy la Iglesia y la civilización, sobre todo occidental, frente a la cual ni la Compañía ni su formación pueden avanzar de espaldas. Este es el humus, hoy por hoy, del discernimiento evangélico.
Esta crisis ha entrado al interior de la Familia Vicentina, concretamente de la Compañía y de la Congregación, y se expresa por ejemplo en:
- La inseguridad, el desánimo, la fuga ante el compromiso;
- La salida de muchos de los nuestros, incluso de edad madura;
- La disminución de candidatas y de candidatos, en comparación con épocas no lejanas;
- La desazón que experimentan algunos de los nuestros dentro de nuestras instituciones y estructuras;
- Las tensiones dolorosas que se dan en algunas de nuestras comunidades locales o de nuestras provincias;
- Las falsas seguridades o los cuestionamientos exagerados, que se han generalizado como moda en algunas provincias, dificultando enormemente las decisiones y acabando con el buen espíritu;
- La falta de equilibrio y de prudencia en el uso de los medios de comunicación, como el internet que ha enviciado a algunos de los nuestros;
- La incomprensión con que tratamos a los jóvenes en su búsqueda, o con que ellos se sienten tratados cuando se les plantean las más elementales exigencias…
Hay que reconocer, al mismo tiempo, que:
- Se han hecho enormes esfuerzos por mejorar la vida comunitaria y por dar espacios de realización personal a las nuevas generaciones;
- Se ha fomentado la búsqueda, teórica y práctica, de nuevas formas de servicio a los pobres;
- Se ha recuperado la pobreza efectiva en el trabajo, en el servicio, en nuestro estilo de vida;
- Se han renovado las estructuras comunitarias para facilitar una obediencia más participativa;
- Se mantiene vivo el amor a los pobres y la preocupación misionera por anunciarlo a los más lejanos y a los más alejados;
- Se ha tomado conciencia de la implicación de la justicia para lograr la paz;
- La Compañía y la formación se han insertado en las culturas autóctonas y se han acoplado a sus circunstancias.
1.2 Presupuestos de discernimiento para la vida en el Espíritu
Para afrontar positivamente la crisis, que se da precisamente en organismos vivos, son fundamentales el sentido crítico que ayuda a clarificar y a desenmascarar lo relativo que se ha tornado absoluto y lo absoluto que se ha tornado relativo, y, por supuesto, procesos de purificación que, iluminados por el juicio profundo de Dios, llevan a lo que Aparecida llamó la conversión personal y pastoral, formativa en nuestro caso. Aquí es donde entra, con un dinamismo iluminador y transformador insospechado, el discernimiento evangélico, siempre y cuando se le apoye con estos presupuestos:
- No dejarnos agobiar transformando la llamada en problema, sino viviendo los momentos de crisis, institucionales o personales en sus aspectos positivos y purificadores.
- Buscar el dinamismo vital de las instituciones formativas, despojándolas permanentemente de los lastres históricos.
- Descubrir los designios de Dios respecto a la situación personal, comunitaria e institucional.
- Decidirnos a marchar por caminos nuevos.
- Distinguir entre lo accidental y lo esencial, a la luz de la Palabra de Dios en la Escritura y en los signos de los tiempos.
- caminar al ritmo de la Divina Providencia. No se trata de ver claramente sino de progresar en la esperanza.
1.3. Alcances de la vida según el Espíritu
Al volver sobre la experiencia espiritual y apostólica de Vicente de Paúl y de Luisa de Marillac tenemos que reconocer que su fuente y su raíz fue una experiencia íntima y profunda de Dios y de su encarnación en Jesucristo. Por eso, la dimensión espiritual no fue una parcela de sus vidas sino un modo de ser que abarcaba la totalidad de su personalidad. Ellos se caracterizaron porque su realidad interior y exterior, personal y comunitaria, siempre estuvo religada a Dios. De esta manera nos enseñaron a interpretar la vida, la historia y el mundo a partir de Dios.
Se trata de una vida según el Espíritu que lleva a obrar en coherencia, tanto lo humano como lo espiritual, lo profano como lo sagrado, lo político como lo religioso, lo histórico como lo trascendente. Por tanto, Dios no es un nombre que conocemos, sino una vivencia que no puede ser agotada por ningún nombre y trasciende toda formulación doctrinal y hasta moral: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva«. Experiencia cristiana que tiene que ver con la persona de Jesús de Nazareth como el que está presente en todo y en todas las cosas, el que ayuda a superar todas las contradicciones de la existencia humana. Esto quiere decir que el ser humano no es solo imagen y semejanza de Dios sino también imagen y semejanza de Cristo y que, no es posible una relación con Dios sin una relación con Jesucristo y que la relación con Jesucristo es al mismo tiempo identificación con sus comportamientos, sus actitudes y sus valores: «Vivimos en Jesucristo por la muerte de Jesucristo, y hemos de morir en Jesucristo por la vida de Jesucristo y nuestra vida tiene que estar oculta en Jesucristo y llena de Jesucristo, y para morir como Jesucristo hay que vivir como Jesucristo».
Lo específico de una vida según el Espíritu es una experiencia de fe en Jesucristo, al que encontramos en la Iglesia y que nos mueve a vivir el ser nuevo manifestado en la Pascua y en Pentecostés. Vivir en el Espíritu es vivir según el Espíritu, encaminados hacia una vida nueva en actitudes y en obras que, en expresión de Pablo VI, consiste en «pasar del estado psíquico a un estado que sea verdaderamente espiritual«. Se trata de la novedad llena de la esperanza y la libertad, propias del Espíritu.
Vivir según el Espíritu es dejarse orientar siempre a partir de Dios y no entrar en los criterios de este mundo10 Significa ser partícipes del Espíritu Santo, experimentar la dulzura de la Palabra de Dios y las fuerzas del siglo futuro11, desde ahora, en nuestra peregrinación hacia el Señor. Vivir según el Espíritu es un modo de vida que produce frutos propios como la caridad, la alegría, la paz, la bondad, la afabilidad, la continencia12 y nos abre a las gracias y carismas que El distribuye para provecho de todos.
2. El discernimiento evangélico y el cumplimiento de la voluntad de Dios
Sobre la base de la vida según el Espíritu como la fuerza centrífuga y centrípeta del discernimiento evangélico, pasemos a reflexionar en su objeto propio y específico, la voluntad de Dios.
2.1. El discernimiento evangélico y la vivencia de la vocación específica
El discernimiento evangélico se relaciona fundamentalmente con la vocación, tanto en los momentos iniciales de una decisión vocacional como en la vivencia continua de la misma y, más aún, de sus consecuencias. En este sentido el discernimiento evangélico es absolutamente necesario, como ejercicio puntual y como modo de ser -a ejemplo de nuestros Fundadores, ya lo hemos dicho- en la vida y la formación de cualquiera de los nuestros. Es la única manera de dilucidar a qué camino llama el Señor, pero también la dinámica propia de la vivencia vocacional ya que siempre estará avocada a decisiones nuevas y, tarde o temprano, a dudas y hasta a posibilidades diversas de realización. Y es fundamental para las formadoras, ante todo como su propia manera de vivir la vocación, pero también como la más apremiante manera de ejercer su misión.
Necesitamos, pues, hacer discernimiento evangélico en el momento en que una joven se interroga acerca de su vocación vicentina y luego acerca de su vocación específica en la Comunidad, pero también cuando hay dudas acerca de la idoneidad de una candidata, o cuando una joven seminarista entra en crisis, o cuando la comunidad formativa debe decidir sobre la trascendencia de un defecto, de una falta, de un error de una candidata o sobre la comunidad local que más le convenga para una experiencia apostólica, etc. Aquí es donde tendríamos que aprender más de los Fundadores, a fin de que procuremos llegar a vivir habitualmente en «estado de discernimiento», es decir, en un modo de ser que nos haga naturalmente aptos para discernir en cualquier situación.
En nuestra realización humana y en el seguimiento de Jesús, El discernimiento evangélico en el fondo expresa la capacidad de descubrir lo que Dios. Por lo que solo es posible desde el amor que descubre con naturalidad lo que agrada al Padre.
La raíz latina y griega del término se refiere a la capacidad de distinguir la voz de Dios de las otras voces, a escrutarla mejor entre varias posibilidades. Dice José María Castillo que la clave del discernimiento es el cambio de la escala de valores mundana por la de la cruz.
La Sagrada Escritura habla con frecuencia de la discreción de los espíritus, pero es sobre todo San Pablo el que en varias ocasiones recomienda o supone el discernimiento: «No se adapten a los criterios de este mundo; al contrario, transfórmense, renueven su interior, para que puedan descubrir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le grada, lo perfecto». «Así sabrán discernir lo que más convenga y el día en que Cristo se manifieste los encontrará limpios y sin culpa«.
2.2. Elementos del discernimiento evangélico
Tanto en el discernimiento personal como en el comunitario es importante tener en cuenta que su objeto es la voluntad de Dios, tanto en el sentido de buscarla como de seguirla. Por supuesto que su marco referencial es el plan salvífico de Dios, del cual Pablo nos presenta una síntesis iluminadora: «Él nos ha dado a conocer su plan salvífico, que había decidido realizar en Cristo, llevando su proyecto salvador a su plenitud, al constituir a Cristo en cabeza de todas las cosas, las del cielo y las de la tierra. En Él hemos sido hechos herederos y destinados de antemano según el proyecto del que todo lo hace según el deseo de su voluntad«.
A partir de este marco, el discernimiento ha de buscar siempre tres luces:
a) Lo mejor para mí o para nosotros hoy y aquí en orden a la salvación. No se trata solo de lo que «está bien» según la conciencia, sino de lo que corresponde a un discípulo misionero, que no se contenta con un modo de proceder «honorable» o simplemente «bueno» sino que busca siempre lo mejor: «para discernir lo que mejor nos conviene» «lo que es bueno, lo que es agradable, lo que es perfecto».
En realidad no se trata de elegir entre lo bueno y lo malo, para lo cual bastaría la ley moral, sino entre lo bueno y lo mejor, pues la voluntad de Dios no está solo en lo bueno, sino entre dos cosas buenas, más aún, en lo mejor en orden a la salvación. En este sentido hay que entender el episodio del joven rico que se acercó a Jesús: era bueno, pero no escogió lo mejor. Es clara la relación aquí del discernimiento evangélico con el amor, que va más allá de lo fundamental, de las normas, no tiene fronteras.
b) La voluntad de Dios que llama gratuitamente. Hay que partir del presupuesto de que la voluntad de Dios es un llamado, una vocación y, al mismo tiempo, un don que se nos da. Pero el misterio de la predestinación que no riñe con la libertad humana implica en la respuesta humana la capacidad de escucha y de acogida. Por una parte, supone lo que uno es y las influencias que ha recibido, pero al mismo tiempo los llamados de Dios que Él comunica gratuitamente.
c) La voluntad de Dios como coherencia con el ser y la vocación. Se da en el plano del «curso ordinario de la vida». Se puede hablar de la voluntad de Dios sobre cada uno en el sentido de proceder en la línea de la propia identidad, en coherencia con el propio ser y la propia vocación. Es una voluntad de Dios intrínseca al ser que somos y que nos llama a proceder de acuerdo con nuestras disposiciones naturales y nuestras determinaciones, según las diversas circunstancias. En este caso, el camino aún no está trazado y se resalta la libertad de inventarlo para ser fiel a la libertad personal o comunitaria.
Ordinariamente, se nos manifestará la voluntad de Dios a través de los acontecimientos, las personas, la historia… interpretados a la luz de la fe.
2.3. Manifestaciones de la voluntad de Dios
El panorama de posibilidades es muy amplio: los signos de los tiempos, los acontecimientos de la historia, los hechos inesperados, la realidad que nos circunda, las indicaciones de los superiores, la comunidad, las necesidades de las personas, las cualidades propias, las crisis, las reacciones, las percepciones, etc. Todas se pueden reducir a dos niveles: la realidad y las intuiciones.
a) La realidad que está fuera de mi y que hay que leer a la luz de la fe, dentro del plan salvífico de Dios, es la voluntad de Dios leída.
b) Las luces y lo que podemos llamar intuiciones interiores, es la voluntad de Dios sentida. Se trata de la presencia activa del Espíritu que se vuelve real cuando tiende a invadir serenamente todas las regiones de la persona humana, hasta el punto de que quien la experimenta comienza a escuchar allí la voz del Espíritu. Estrictamente hablando, no es una experiencia directa del Espíritu, sino de los efectos que Él produce en la persona, con el apoyo de nuestra inteligencia y nuestra voluntad. Se experimentan los «frutos del Espíritu Santo» cuando Él ilumina, mueve, reconforta, ablanda, hace flexible y dócil.
2.4. El sujeto del discernimiento de la voluntad de Dios
El protagonista del discernimiento evangélico es el Espíritu Santo. La disponibilidad requiere la capacidad de leer la realidad con los ojos de la fe. Tres tipos de predisposiciones son necesarias:
a) Predisposiciones humanas
Además de conocerse a sí mismo y de percibir con suficiente lucidez el asunto que requiere discernimiento, es necesaria la capacidad de objetividad que se relaciona con:
- La serenidad y la tranquilidad personales que nada tienen que ver con pasiones alborotadas, ni con prejuicios, y que son propias de los corazones y los ojos limpios.
- La libertad interior que está lejos de los afectos transitorios, de las fobias, los temores momentáneos, las emociones desproporcionadas, los atractivos o las repugnancias fugaces.
- La responsabilidad que está lejos de los complejos de superioridad o de inferioridad,
- El reconocimiento de sus limites y fragilidades: los defectos de carácter que a la larga son aceptados y defendidos como si fueran una virtud, las heridas afectivas de la infancia, los esquemas mentales formados durante años, los hábitos adquiridos que impiden ponerse en el punto de vista de los otros, una mentalidad de por sí conservadora o progresista, etc.
b) Predisposiciones espirituales
Ante todo se requiere haber hecho la «opción fundamental» del seguimiento de Cristo, que lleva al sujeto a buscar con sinceridad lo que Dios quiere, de modo que procure que todos sus actos estén orientados coherentemente por esta opción.
Se requieren además criterios, actitudes y motivaciones claramente definidas por el Evangelio como la pobreza, la humildad y el amor, en contraposición con los presupuestos mundanos de las riquezas, el poder, los honores.
c) Predisposiciones vicentinas
Fundamental es la atención que las Constituciones de las Hijas de la Caridad consideran como «base indispensable» y que se relaciona no solo con el Espíritu Santo que no deja de actuar en el mundo sino también con las personas y las realidades. Sumamente importante es también la docilidad a las «inspiraciones del Espíritu» que también recomiendan las Constituciones y las formas específicas de las virtudes propias, como: una humildad consciente de los dones de Dios y de las propias limitaciones; una sencillez ligada a la simplicidad y la transparencia; una caridad al mismo tiempo teologal, fraterna y apostólica.
3. El discernimiento evangélico y el discipulado misionero
El estado de discernimiento evangélico involucra a toda la persona humana, y acompaña el proceso que se debe dar entre estos dos extremos y que incluye cuatro niveles: la claridad de los principios, la claridad de las convicciones, la claridad de las opciones y la claridad de los comportamientos.
El discernimiento evangélico tiene que estar en función de estos cuatro niveles porque debe llevar no solo a ver con claridad sino también a vivir con autenticidad.
La línea exegética y hermenéutica que se ha subrayado como punto de partida, ha sido la percepción de la identidad de Jesús de Nazaret como tema dominante de los relatos evangélicos. Pues bien, esencialmente ligado a ella aparece el del discipulado, que se expresa en el seguimiento, para lograr -en lenguaje vicentino- la identificación con esa identidad del Maestro. Así resulta que la temática general de los evangelios es doble: en relación con el Maestro y en relación con los discípulos, y se plantea a través de una dialéctica interacción entre la auto-revelación del Señor que llama y la comprensión o no de quienes deciden seguirlo.
He aquí el cruce de más profundas aguas entre los elementos propios del discernimiento evangélico, que son la vida en el Espíritu, la voluntad de Dios y el discipulado misionero, y entre éste y los otros dos temas de nuestra reflexión: «la entrega apostólica» y «al acompañamiento espiritual».
He aquí las principales:
3.1. La figura central del discipulado cristiano es Jesús, el Maestro. El discernimiento tiene en la referencia al Maestro su clave más determinante y su luz más iluminadora, aún más, el discernimiento lo que hace es abrirle paso a la centralidad de Cristo en la vida del discípulo, de tal manera que a medida que le asegura espacio se confunde con El, se cristifica.
3.2. El discipulado es una vocación, es decir, un llamado gratuito del Maestro, en el que no cuentan los méritos del seguidor; se trata de una elección en su más profundo sentido teológico, en otras palabras, de una gracia. Esto lleva a una conclusión muy precisa: el seguimiento es una experiencia teologal, obra de Dios. El discernimiento evangélico agudiza la capacidad de entender según las categorías espirituales, de decidir según la voluntad de Dios como garantía de la propia libertad y de vivir según los criterios de Jesús de Nazaret como camino de felicidad y de realización a través de la entrega.
3.3. El discipulado implica la formación como respuesta. La realidad es que los evangelios narran que Jesús llamó a los discípulos y que dedicó buena parte de su vida terrena a formarlos. ¿Qué pretende este proceso formativo? Por supuesto que la identificación con el Maestro, pero a partir de la comprensión de su identidad como Salvador, de tal manera que la adhesión a Él se haga por su mismo camino, el de la entrega de la vida para ganarla salvíficamente.
Lo animó Jesús, Él mismo, sobre la base y el ambiente de la intimidad con Él. Por eso, los momentos más intensos de la formación que tuvo el Maestro fueron durante su pasión y muerte, es decir, el camino de la cruz, cuando Él se dedicó a amaestrarlos, con la dinámica de la cercanía, la vida en común y su propio testimonio: de oración y de generosidad para la entrega de la vida. No obstante esta intensa concentración de las energías formativas, los resultados fueron, al menos en un primer momento, decepcionantes: los discípulos lo abandonaron, dejándolo solo.
De todas maneras, la cruz sigue teniendo plena actualidad como experiencia del discipulado, como escuela del seguimiento y del anuncio, porque es precisamente allí donde se revela la identidad salvífica del Maestro y donde se aprende a entregar la vida como Él, con sentido. De modo que si algún exégeta ha podido afirmar que los evangelios son «un relato de la pasión con una larga introducción», hoy podemos reconocer que la tesis de fondo es revelar al Maestro, que entrega su vida para salvarnos y para indicar a los discípulos el mismo camino, formándolos. En lugar de huir de la cruz, a lo que nos está llevando esta sociedad de consumo, hay que abrazarla no de modo masoquista sino formativo, salvífico y evangelizador. Y en esto es imprescindible el aporte del discernimiento evangélico, habida cuenta de que en la mayoría de los casos la huida vocacional es una huida de la cruz, a veces tan fuerte que de por sí puede llegar a ser una señal de falta de idoneidad para el seguimiento.
3.4. El discipulado está indisolublemente ligado a la misión. Los evangelios cuentan que el Señor llamó a los discípulos a «estar con Él» y para «enviarlos a predicar el evangelio», todo discípulo es pues un apóstol, es decir un instrumento de la extensión del Reino, con el anuncio de la Buena Nueva en Jesucristo, la comunicación de su experiencia de seguimiento del Maestro, la realización de su consecuente solidaridad con los hermanos, especialmente los más pobres. De este punto hablaremos en la reflexión sobre la formación para la vida apostólica.
3.5. El binomio del discipulado y la misión implica la dimensión comunitaria: es en la comunión donde se escucha el llamado del Maestro, donde se comprende su identidad, donde se le comunica, donde se prepara el mensaje y donde se realiza la evangelización. Por eso, la santidad que reclama y suscita el discipulado se asume comunitariamente. Así, la vida fraterna en comunidad se convierte en escuela insustituible del seguimiento de Jesús y de su anuncio al mundo. En consecuencia, el discernimiento evangélico jamás debe alejarnos de la comunidad; por el contrario, ligarnos a ella. Aún más, su autenticidad depende de su dimensión comunitaria, y no solo en el caso del llamado discernimiento comunitario sino también en el discernimiento personal.