l. Los comienzos de una carrera prometedora
Juan Francisco Pablo de Gondi nació en 1613 en el castillo de Montmirail. Su bautismo lleva la fecha del 20 de setiembre. Es el tercer hijo de Felipe Manuel de Gondi, general de las galeras, y de Margarita de Silly. Pertenece a la rama francesa de la familia florentina de los Gondi; fundada por su bisabuelo Antonio, banquero en Lyon, ésta logró agregarse a la más alta aristocracia: Alberto de Gondi, hijo de Antonio, mariscal de Francia en 1573, fue elevado a la dignidad de duque y par por Enrique III (l58l). En 1622 el año en que su tío Juan Francisco de Gondi se convierte en el arzobispo de la capital, el joven muchacho pierde a su hermano Enrique (1610-1622) a quien sus padres destinaban a la Iglesia. Su carrera queda ya trazada: será él quien reciba las órdenes, para respetar la tradición que dicta, en cada generación, un Gondi ejercita altas funciones eclesiásticas. A partir de 1623, recibe la tonsura y, en 1625, el año en que pierde a su madre, entra en el colegio de Clermont donde se revela como alumno muy dotado intelectualmente pero de carácter difícil e indisciplinado. A los 14 años obtiene una prebenda en el capítulo de Notre-Dame. En 1631 es bachiller y, de 1632 a 1637, lleva adelante, con el nombre de abate de Gondi, sus estudios de teología, la galantería y los duelos. Y es entre 1635 y 1637 cuando comienzan sus amores con la princesa de Guéméné, más tarde con la duquesa de la Meilleraye y la presidenta de Pommereuil. A pesar de la fidelidad habida de los Gondi con Enrique III y Enrique IV, los lazos de la familia con Luis XIII y Richelieu no son buenos. En 1635, Richelieu obliga al hermano mayor de Gondi, Pedro, duque de Retz, a dejar en manos de su propio sobrino, el marqués de Pontcourlay, el cargo de general de las galeras. En 1638, Gondi ocupa el primer lugar en la licenciatura de teología, después de una lucha cerrada con el abate de la Mothe-Houdancourt pariente y protegido del ministro y debe hacer olvidar este éxito emprendiendo un viaje a Italia. Cuando toma forma, un poco más tarde, la conspiración del conde de Soissons (1641), Gondi pretende haber participado en ella, pero sin aducir pruebas. En todo caso, el mismo año, cuando Felipe Manuel de Gondi, ingresado en el Oratorio tras la muerte de su mujer, pide para su hijo la coadjutoría de París, es no sólo conducido sino exiliado a Lyon. Tan sólo después de la muerte e Richelieu y de Luis XIII, la regente Ana de Austria, cediendo a las solicitudes de la marquesa de Maignelay, tía de Gondi y santa mujer donde las haya, otorga a éste último el título de coadjutor de su tío el arzobispo, con derecho a sucesión (1643). Gondi, quien no es todavía subdiácono, se da prisa en doctorarse en teología, en recibir las órdenes sagradas y, si bien «tenía el alma menos eclesiástica que hubiera en el universo», en hacer los ejercicios en San Lázaro, en casa de San Vicente de Paúl. Consagrado en enero de 1644, comienza a administrar la diócesis y a predicar «con la ayuda natural a una ciudad tan poco acostumbrada como estaba París a ver a sus arzobispos en el púlpito». Se gana así la estima de los canónigos y de los párrocos, sin que por ello corte con sus relaciones íntimas con sus hermosas amigas. En el ejercicio de sus funciones se muestra tan poco complaciente como puede con la Corte y llega a afirmar en la asamblea del clero de 1645 su hostilidad con la autoridad absoluta que ejercían en vida Richelieu y Luis XIII.
II. Gondi y la Fronda
La entrada de Gondi en política se sitúa el 26 de agosto de 1648. La Fronda parlamentaria alcanza entonces su climax y París es un hervidero porque la Corte ha mandado detener al consejero Brussel y al presidente de Blancmesnil. Llegado a hacer oferta de sus servicios al Palacio Real, logra que lo despidan irónicamente la regente y Mazarino. Sale «enfurecido» de la entrevista y decide hacer lo imposible para vengarse del cardenal y expulsarlo del poder. La ocasión se le presenta a la salida de la Corte para San Germán, en la noche de los reyes de 1649. En lugar de reunirse con ellos, el coadjutor se queda en País y se une a los rebeldes. Se convierte incluso en uno de sus principales dirigentes y llega hasta reunir un regimiento de caballería ligera para combatir a las tropas reales. Estos Corintios (llamados así porque Gondi lleva el título de arzobispo de Corinto (in partibus) son derrotados además por los soldados del Rey. Y cuando el parlamento de París, por la primavera, se inclina a la paz, hace cuanto puede, pero en vano, para impedir su conclusión (marzo de 1649). Poco después se lía con la duquesa de Chevreuse y se convierte en amante de su hija. En los meses siguientes, la política francesa está dominada por la querella que opone a Mazarino con el príncipe de Condé, habiéndose propuesto éste último invadir el Estado: es el comienzo de la Fronda de los príncipes. Llevado por su inspiración y por sus intereses, Gondi oscila entre los dos campos, sin adoptar nunca una actitud definida. En enero de 1650, decide apoyar a la Regente y a Mazarino contra el Señor Príncipe. A cambio de su ayuda, la Corte le promete el cardenalato. Pero tras el arresto de Condé, como la recompensa prometida se hace esperar, intriga contra el ministro y, a finales de 1650, trabaja con un dominio sin igual, por el acercamiento de la vieja Fronda, la del Parlamento, con la Fronda de los príncipes.
Para finales de enero de 1651, se concluye la unión de las Frondas y Mazarino se ve obligado a exiliarse. El ministro salió de París durante la noche del 6 al 7 de febrero de 1651. Pues, durante la noche del 9 al 10. Gondi recibe el aviso de que Ana de Austria y el pequeño Luis XIV van a imitarlo. En nombre de Gaston de Orléans, ordena entonces a los coroneles de la milicia burguesa que vigilen las puertas, bloqueen el Palacio Real y los puentes. Aquel día, el coadjutor se encuentra en el apogeo de su poder: las personas reales son, por decirlo así, sus prisioneras. Luis XIV no le perdonará nunca esta afrenta. Para sí, este episodio es suficiente para explicar el odio tenaz con el que le perseguirá el Rey. El próximo abril, Condé rompe con la vieja Fronda y Gondi se pasa otra vez al campo de le Reina y de Mazarino. Al cabo de dos entrevistas secretas con Ana de Austria, acepta apoyar a la Corte contra el Señor Príncipe a cambio de un birrete cardenalicio. El choque de los dos personajes y de sus clientelas respectivas se traduce, el 21 de agosto de 1651, en el tumulto del Palacio Real en el curso del cual La Rochefoucauld intenta estrangular a Gondi entre los dos batientes de una puerta, mientras que a las dos bandas les falta poco de venir a las manos. Luego, Condé habiéndose marchado de París para preparar la guerra civil, el coadjutor, a la par que apoyaba oficialmente a Mazarino con la pluma, publicando panfletos anti-Condé, trabaja secreto contra él. En enero de 1652, cuando Mazarino, de vuelta del exilio, se ha unido a la Corte, en Poitiers, Gondi propone a Gaston de Orléans que se ponga a la cabeza de un tercer partido opuesto tanto al ministro como al Señor Príncipe. La idea es irrealizable y Gondi, quien no tiene ya dominio sobre los acontecimientos, debe contentarse con aguantarlos. Al menos es ascendido al cardenalato, en febrero, por el papa Inocencio X, quien detesta a Mazarino. A partir de entonces adopta el nombre de cardenal de Retz, segundo del nombre (el primero fue su tío, obispo de París de 1598 a 1622). El siguiente setiembre, cuando el pueblo aspira a la paz y la victoria de la Corte es incuestionable, Retz se dirige a Compiègne para pedir a Luis XIV que regrese a la capital. Espera de esta forma recuperar su antigua popularidad, sin conseguirlo en absoluto y se atreve a pronunciar ante el soberano un discurso cuyo exordio es una obra maestra de descarada audacia. Súbdito sublevado que debería tratar de conseguir el perdón de sus intrigas subversivas, su osadía llega a dar lecciones a Luis XIV y poner el derecho divino de los reyes al servicio de la causa personal. Eso tampoco le será perdonado. Acabada la Fronda, Retz es tenido por la Corte como agitador impenitente a quien hay que apartar del camino del mal. No hay tampoco lugar en el pavimento de París para dos cardenales, Mazarino y él. El 19 de diciembre de 1652, cometido el error de dirigirse al Louvre, es aprehendido y encerrado en el castillo de Vincennes.
III. El prisionero y el proscrito
Las intervenciones en favor suyo del capítulo de Notre-Dame, de su familia o del episcopado no logran nada pero Retz, que mantiene contactos con sus amigos parisinos, consigue, desde el fondo de su prisión, tomar posesión por persona interpuesta del arzobispado, vacante por la muerte de su tío (21 de marzo de 1654). A pesar de todo, vencido por la detención, firma algunos días después su dimisión como arzobispo. La Corte le envía bajo residencia vigilada al castillo de Nantes, donde debe morar hasta la conformación de su sucesor por el papa. Ahora bien, Inocencio X no se presta al juego y rechaza la dimisión. La Corte, persuadida de que la negativa del papa sólo se puede explicar por las intrigas de Retz, planea trasladarlo a Brest o a Brouage. Para evitar este triste destino, no le queda al cardenal más que evadirse. Cosa que logra hacer el 8 de agosto de 1654. Se fractura el hombro en la huida, pero consigue llegar a Machecoul, capital del ducado de Retz, luego a Belle-Île, feudo de su familia, de donde se embarca con destino a España en un barco cargado de sardinas. Llegado a San Sebastián, se niega a ponerse al servicio de Felipe IV. Obtiene autorización para atravesar el país luego llega a Piombino, En Toscana, a bordo de una galera de la escuadra española de Nápoles. El 28 de noviembre de 1654, se encuentra en Roma desde donde lanza una carta circular al episcopado francés que acusa al gobierno real y que irrita profundamente a Luis XIV y a Mazarino. Bien recibido por Inocencio X, se siente mucho menos favorecido por Alejandro VII a cuya elección sin embargo ha contribuido. Interviene con todo sin cesar en el gobierno de su diócesis (revoca su dimisión poco después de evadirse donde siembra el desorden, mientras que el embajador del rey muy cristiano, Hugo de Lyon, urge al papa que le haga entrar en razón. Cuando el papa parece resuelto a formarle el proceso, Retz, quien se ha cargado de deudas y no tiene un céntimo, a principios de 1656. Lleva entonces, durante varios años, una vida errante y vagabunda, por Alemania, Holanda, los Países Bajos. A fines de 1657, redacta un panfleto muy virulento contra la alianza de Mazarino y de Cromwell. Al revés que Condé, otro proscrito ilustre, no se le nombra en el tratado de los Pirineos, y ni siquiera la muerte de Mazarino mejora su situación. En 1662, debe aceptar la firma de su dimisión como arzobispo de París y retirarse al señorío de Commercy, del que heredó en 1640 de su primo La Rochepot en compensación recibe en comandita la abadía de San Dionisio y diferentes rentas de origen eclesiástico.
IV. Los últimos años
Inclinándose a la voluntad real, Retz había esperado entrar un día en gracia y ocupar de nuevo altos cargos, como por ejemplo la embajada de Roma. De hecho, el odio real lo aleja definitivamente de los centros de decisión. Puede tan sólo, de vez en cuando, pasar algún tiempo en París o en la Corte antes de volverse a Commercy. En 1665-1666, gestiona bien una misión diplomática ante el papa, pero esta misión no conoce el día después. Posteriormente participa en los cónclaves que ven la elección de Clemente IX (1667), de Clemente X (1670) y de Inocencio XI (1676). Cada vez, Luis XIV le dirige una carta de agradecimiento glacial. En 1672, inicia su conversión, multiplica sus estancias entre los benedictinos de San Mihiel. Decide incluso, en 1675, renunciar a su dignidad cardenalicia, pero Clemente X se lo prohíbe. Paga sus deudas con buenas obras. A mediados de 1675, comienza a trabajar en la redacción de sus Memorias para engañar su aburrimiento y, en 1677, estudia la filosofía cartesiana con dom Roberto Desgabetes. A partir de 1678, pasa lo mejor de su tiempo en San Dionisio, donde oficia pontificalmente en las grandes fiestas. Muere en París, el 24 de agosto de 1679. Su cuerpo es transportado a San Dionisio para se inhumado en la abadía, no lejos del monumento de Francisco I, mas, por voluntad de Luis XIV, ninguna inscripción designa su tumba. Cerca de cuarenta años después, en 1717, el librero nanceano Juan Bautista Cusson entrega la primera edición de las Memorias.
IV. Las memorias de Retz
Retz se sintió atormentado muy tempranamente por el demonio de la escritura. Sin duda es 1639, a su regreso de Italia, cuando compone La Conjura de Fiesque, publicada solamente en 1665, durante la Fronda, su pluma dio la luz a panfletos muy hábilmente tramados, unas veces vehementes, otras irónicos y chirriantes. Pero son sobre todo las Memorias las que nos apasionan hoy. Retz las compuso a mediados de 1675 y en el transcurso de 1677 de un tirón. Se trata ante todo de una autobiografía por la que el cardenal se toma la revancha de todos sus fracasos volviendo a dar vida mediante el pensamiento a las horas exultantes de la Fronda. Para realizar su plan se apoya en el Diario del Parlamento, publicación periódica de los libreros Langlois y Alliot y en la Hiastoria del Tiempo, crónica de los comienzos de la Fronda, que le dan la trama cronológicamente de de lo que se propone .por la magia de la palabra, como «gran señor del estilo» (Marc Fumaroli), restituye de forma coloreada y pintoresca, extraordinariamente vivaz, el clima tumultuoso de la Fronda. A veces se abandona ala mentira o a la fabulación, ya que reconstruye con frecuencia el pasado tal como él habría querido vivirlo y no tal como se produjo. Profesa para la historia y los historiadores un desprecio aristocrático ya que éstos, sin ver aquello de que hablan, hablan necesariamente de lo que no conocen. Y con todo las Memorias de Retz son un gran libro de historia por la voluntad de comprender y explicar la pertinencia de los análisis, el color y la verdad de los retratos. Satisfacen plenamente al historiador de hoy por el testimonio de segundo grado que nos ofrecen sobre el universo metal de la nobleza en la primera mitad del siglo XVII. -Michel Pernot.
El cardenal de Retz ha inscrito en la historia de su tiempo las peripecias de un fracaso político resonante, pero ha adquirido, a título póstumo, una gloria literaria que nunca había buscado en vida. La posteridad estima sus Memorias, si bien inacabadas, muy por encima de las que la Fronda ha podido inspirar a sus autores y a sus espectadores.