El asesor de los movimientos laicos vicencianos

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

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Autor: Jaime Corera, C.M. .
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Siempre que en este trabajo hablemos del asesor queremos referirnos también a las posibles asesoras. Vaya esta observación por delante para que quede claro desde el principio a quién se refiere el título y el tema de este tra­bajo. Con ello queremos también evitar el recargar esta exposición con una tediosa repetición del tipo «ase­sor/asesora» que tal vez fuera útil para aclarar que el ase­soramiento de los movimientos inspirados por san Vicente de Paúl no tiene por qué ser en manera alguna monopolio reservado al sexo masculino.

1. La influencia de laicos en la experiencia espiritual de san Vicente

Al recordar a san Vicente de Paúl como uno de los gran­des inspiradores de movimientos laicales que ha habido en la historia de la Iglesia no se debe olvidar que él mismo fue fuertemente influido por personas de estricto carácter laico: por mujeres anónimas de Chátillon, para la fundación de las Cofradías de Caridad; por la señora de Gondi, para la funda­ción de la Congregación de la Misión; por la viuda Le Gras, para la fundación de las Hijas de la Caridad; por la señora de Goussault, para la fundación de las Damas.

No sólo recibió de ellas Vicente de Paúl en todos esos casos la sugerencia primera para la fundación respectiva, sino que a lo largo de los años su propia visión espiritual fue enriqueciéndose por influencia de la manera de vivir la fe por parte de muchas mujeres que habían recibido de él mismo la orientación inicial. Así, por ejemplo, la expe­riencia de Luisa de Marillac y de muchas hijas de la cari­dad en el trabajo por los pobres contribuyó de manera im­portante a que san Vicente integrara el elemento corporal-material en la idea que llegó a tener de lo que debe ser una evangelización integral de los pobres. El contrato con los Gondi para la fundación de la Congregación de la Misión y el Acta de Asociación de los tres primeros misioneros (documentos que reflejan la idea que tenía san Vicente en aquel momento, 1625-1626) no mencionan como trabajos propios de su congregación más que actividades de carác­ter «espiritual»: «predicar, instruir, exhortar y catequizar, mover a hacer una confesión general» (X 238, 242).

Pero su visión se fue ampliando con el paso de los años hasta llegar a incluir e integrar el servicio corporal-mate­rial como elemento integrante de toda tarea verdadera­mente evangelizadora de los pobres. También, por su­puesto, de la tarea evangelizadora propia de la Congrega­ción de la Misión. Recuérdese, por ejemplo, el muy citado texto: «Si hay algunos entre nosotros que crean que están en la Misión para evangelizar a los pobres y no para cui­darlos, para remediar sus necesidades espirituales y no las temporales, les diré que tenemos que asistirles y hacer que les asistan de todas las maneras…Hacer eso es evan­gelizar de palabra y de obra…Eso es lo que hizo Nuestro Señor» (XI 393). Este texto resume cabalmente la visión definitiva de su vida (tenía 78 años cuando lo pronunció), visión que sin embargo no aparece ni siquiera insinuada en los documentos fundacionales de la Congregación de la Misión, escritos por él mismo a los 45 años.

Esta ampliación de perspectiva de su visión evangélica-espiritual nos parece se debe atribuir a la influencia que tuvo sobre él la acción de laicos, sobre todo de mujeres, a los que él mismo había orientado hacia el trabajo por los pobres. De hecho la formulación más temprana de esa idea se encuentra en una conferencia a las hijas de la caridad, en 1640, siete años después de su fundación: «Para ser verdadera hija de la caridad hay que hacer lo que hizo el Hijo de Dios en la tierra. ¿Y qué es lo que hizo? Visitar y curar a los enfermos, instruir a los ignorantes para sal­varlos» (IX 34; dice lo mismo a las Damas de la Caridad: X 938). 0 sea, una evangelización corporal y espiritual, o, como se diría hoy, una evangelización integral.

Vicente de Paúl es ciertamente un asesor modelo de lai­cos cristianos. Pero es también un hombre atento y des­pierto, dispuesto a recibir de ellos no ya sólo pequeños ma­tices de «espiritualidad», de experiencia espiritual-cristiana, sino incluso aspectos muy fundamentales. Se le podría apli­car a él con justicia una variación de la conocida frase que se le atribuye: «los laicos me han evangelizado…».

No queremos decir con todo esto que san Vicente orien­tara desde el principio a su congregación sólo a un trabajo de tipo espiritual, y a los laicos sólo a un trabajo de tipo cor­poral-material. Pues mientras, por un lado, encargaba a sus misioneros que fundaran al final de cada misión una cofra­día parroquial de caridad, ya ocho años antes de fundar la Congregación de la Misión indicaba expresamente a las cofrades de la primera Cofradía, la de Chátillon, que debían «ayudar al cuerpo y al alma» de los enfermos (X 567).

Pero sólo con el paso de los años, y sin duda por influen­cia de la demostrada eficacia evangelizadora del trabajo ca­ritativo de cofrades, hijas de la caridad y damas (hay nume­rosos testimonios incluso de conversión de herejes y de mahometanos a través de la acción caritativa de todas ellas), fue comprendiendo san Vicente que lo que hacían ellas en el terreno de la caridad no era otra cosa que anunciar a los pobres con hechos de caridad la Buena Nueva de Jesucristo (cosa que, por otro lado, ya había hecho el Señor mismo mil seiscientos años antes: cfr. Lc 7,22). Así lo dice refiriéndose expresamente a las hijas de la caridad: «Estas jóvenes se dedican, igual que nosotros (él mismo y sus propios misio­neros) a la salvación del prójimo» (VIII 227, 7 de febrero de 1660, siete meses antes de morir). Y en cuanto a las Da­mas: «Hacéis ver y sentir la bondad de Dios a través de vuestra bondad hacia esas pobres gentes» (X 924, en 1640). 0 sea, sois Buena Noticia de la bondad de Dios ha­cia ellos. Y aún más: «Vosotras sois las madres de los po­bres; estáis obligadas a portaros como Nuestro Señor, que es su Padre y que se hizo semejante a ellos viniendo a la tierra a salvarles y aliviarles» (X 958, en 1657).

Laicos eran casi todos los pobres de los que san Vice­nte confiesa haber aprendido lo que significa de verdad el evangelio. Pero hubo, entre los laicos y laicas animados por su propio espíritu que trabajaban por los pobres, algu­nos y algunas que también contribuyeron por su acción ca­ritativa a que el espíritu vicenciano llegara tener la pleni­tud de contenido con que podemos conocerlo, y tratar de vivirlo, hoy.

2. La visión vicenciana del apostolado laical

En la obra más conocida de su amigo e inspirador espi­ritual, san Francisco de Sales, Introducción a la vida de­vota, había aprendido Vicente de Paúl que la santidad no es patrimonio exclusivo del claustro o de la vida religiosa; tampoco del sacerdocio, aunque el sacerdote deba también ser santo, incluso el sacerdote secular, y para serlo no ne­cesite imponerse la obligación añadida de la profesión re­ligiosa o de los votos, según lo había aprendido de su otro amigo y director espiritual, Pedro de Berulle, el fundador del Oratorio de Francia. La santidad es patrimonio, dere­cho y obligación fundamental, lo aprendió en el libro de Francisco de Sales, de todo cristiano, sea religioso o se­cular, clerical o laico.

La visión de san Vicente de la santidad laical se fue ahondando a lo largo de los años con múltiples detalles en­riquecedores. Pero ya a la temprana edad de los 37 años se puede asegurar que esa visión estaba firmemente constitui­da en sus líneas esenciales, como aparece con nitidez en el primer reglamento de su primera fundación, la Cofradía de Chñtillon, fundada en 1617. Vamos ahora a examinar este documento con cierto detalle.

Vicente de Paúl quiere que los miembros de la cofradía sean personas «de conocida piedad y virtud» (X 575, 583), es decir, cristianas practicantes que en la cofradía encontrarán ayuda para su «progreso espiritual» (X 581), que confiesan y comulgan regularmente (X 583), que re­zan habitualmente (X 584), y que se preocupan por su formación permanente «espiritual», para la que se les recomiendo precisamente la lectura de la Introducción a la vida devota (X 584), el gran manual de la santidad laica en el mundo (la misma recomendación hacía a las hijas de la caridad: IX 31).

En suma: quien quiera dedicar su vida al seguimiento de Cristo sirviendo a los pobres debe hacerlo, según la visión de san Vicente, desde una «opción» de sólida vida cristiana, y no simplemente, por ejemplo, desde una motivación de acción social o de compasión por el sufrimiento de los po­bres. Estos últimos motivos son ciertamente legítimos, pero no son suficientes. San Vicente de Paúl convoca a bautiza­dos que quieran vivir su bautismo en plenitud.

La Cofradía se funda para «honrar el amor que Nuestro Señor tiene a los pobres» (X 569), y no para otra cosa. Por ello, la Cofradía se dedica exclusivamente a trabajar por los 1enfermos pobres de la villa de Chátillon» (X 567), preo­cupándose por su bienestar material, `álimentando y cui­dando sus cuerpos», y también para su bienestar espiritual, «disponiéndoles a bien morir, o a vivir cristianamente si se curan» (X 567). Aquí queda expresada con nitidez y para siempre una característica constante del pensamiento de san Vicente, que con los años no hizo más que crecer en pro­fundidad y alcance, pero que jamás sufrió alteración: el tra­bajo por los pobres, por la salvación-redención de los po­bres, debe llegar al hombre entero, y no sólo a su alma, o no sólo a su cuerpo. La redención del pobre debe tener un al­cance escatológico (ayudarle a bien morir), pero también histórico (ayudarle a bien vivir, si se cura).

La llamada a vivir esta forma de vida cristiana en el mundo es ciertamente una vocación, y no simplemente una participación temporal voluntaria en un cierto tipo de acción benéfica social. Pero propiamente es una con­vocación; es decir, se vive en unión de afecto, de organi­zación y de trabajo en equipo o en comunidad con otras personas. Unión de afecto, pues las cofrades deben vivir en gran «unión y vinculación espiritual» (X 574), respeto (X 584), ayuda mutua, sobre todo en caso de enfermedad (X 583), de fallecimiento (X 584); «se querrán mutua­mente como personas a las que Nuestro Señor ha unido y ligado con su amor» (X 573).

Unión de organización y de trabajo. No ha faltado nunca, ni puede faltar, en las almas verdaderamente cristianas una gran reserva de caridad, pero los pobres ‘á veces han tenido que sufrir mucho por falta de orden y de organización» (X 574). De manera que lo que Vicente de Paúl propone como propio a la piedad laica no es la práctica individual de la ca­ridad, pues ésta siempre ha existido en los corazones cristia­nos, sino su práctica organizada y sistemática. Para ello se provee a la Cofradía de un reglamento que define su funcio­namiento interno, sus reuniones frecuentes, su organización y modo de elección de los cargos, modos de adquisición y administración de los recursos económicos, organización ordenada del trabajo por los pobres (X 575-583).

En resumen, la Cofradía de la Caridad es una confra­ternidad o reunión de hermanos y hermanas cristianos que trabajan en equipo (o en asociación, o en comunidad de vida más tarde en las otras instituciones) por los pobres. Estas mismas características definirán igualmente todas sus fundaciones posteriores, Congregación de la Misión, Hijas de la Caridad, Damas de la Caridad.

Como tercera característica del apostolado laico hacia los pobres san Vicente señala a los miembros de la Cofra­día el estilo propio de su acción, un estilo que en años posteriores aplicaría por igual a sus otras fundaciones. Es un talante propio que sus instituciones han vivido con bastante fidelidad a lo largo de la historia, y que además se ha transmitido literalmente a la otra gran institución de neto carácter vicenciano, aunque no fundada por san Vi­cente, las Conferencias de San Vicente de Paúl. Es un es­tilo o talante caracterizado por la «sencillez, humildad y caridad» (X 584), cuyo significado no hace falta definir, y él mismo no define para las cofrades (aunque sí lo hizo, y con frecuencia, para los misioneros y las hijas de la cari­dad), pero cuyo contenido se intuye inmediatamente aun por parte de mentes menos instruidas. Son tres virtudes, las tres, del todo necesarias cuando se llega a pensar con sinceridad que los pobres son «nuestros amos y señores», y como a tales hay que servirles con toda sencillez, con toda humildad y con toda caridad.

En resumen: en la espiritualidad o visión espiritual cristiana propia de san Vicente de Paúl el laico (que bien puede ser igualmente mujer, como repite innúmeras veces a las hijas de la caridad y a las Damas; ver por ejemplo en cuanto a éstas X 953) está llamado a vivir su fe bautismal (su santidad) en la dedicación activa a la redención corpo­ral-espiritual de los pobres. Eso debe hacerlo asociado a otras personas en una institución organizada (cofradía, asociación o comunidad), con un estilo de acción y de sen­sibilidad que sea sencillo, humilde y lleno de la caridad de Cristo mismo.

3. San Vicente de Paúl como asesor

El asesor de la primera fundación laica de apostolado por los pobres fue el mismo fundador. El cargo, sin em­bargo, le duró en este caso muy poco. La Cofradía de Chátillon fue aprobada por el arzobispo de Lyon el 24 de noviembre de 1617 (X 586). Para el día de Navidad del mismo año estaba Vicente de vuelta en París, de donde, que sepamos, no volvió jamás a Chátillon.

Pero el reglamento que él mismo escribió para esa pri­mera cofradía define con claridad el papel del buen asesor. Por de pronto, aunque él es su fundador e iniciador, no se constituye a sí mismo en director o presidente de la mis­ma. La cofradía es, aunque laica, autónoma. Tiene sus ór­ganos de gobierno propios, elegidos por votación por to­dos sus miembros (X 571), en ninguna manera nombrados ni a dedo ni después de consulta por ninguna autoridad clerical, ni siquiera por la del fundador mismo. Es cierto que el fundador define la naturaleza y el estilo de las acti­vidades propias de la cofradía. Por eso es precisamente el fundador. Pero la organización de sus trabajos es compe­tencia de sus miembros: «Las oficialas llevarán la direc­ción total de dicha Cofradía» (X 571).

El asesor se presenta a sí mismo en el reglamento de Chátillon (y en otros muchos reglamentos que siguieron a éste) con la figura de lo que hoy calificaríamos como «ani­mador». Suya es, por supuesto, la responsabilidad de que la cofradía permanezca fiel a la idea original para la que fue fundada. Supuesta esta fidelidad, el asesor se preocupa no de los aspectos de organización, pues ésta es autónoma, ni de la ejecución de los trabajos propios de la cofradía, pues él mismo tiene otras obligaciones más amplias propias de su cargo pastoral como párroco de Chátillon. Su papel co­mo asesor en relación a la cofradía de caridad fundada por él mismo se limita, aparte de la inspiración original, a los aspectos de animador en el carácter propio de la cofradía. A él le toca dar «una pequeña exhortación espiritual para tratar del bien de los pobres y del mantenimiento de la cofradía» (X 580), así como «una breve exhortación con vistas al pro­greso espiritual de la toda la compañía» (X 581); también dar su voto en relación a asuntos que se refieren a la aten­ción a los enfermos pobres, pero en condiciones de igual­dad, «como si fuera uno de dichos sirvientes de los pobres» (X 581); participa también en la supervisión de la adminis­tración (X 581-582).

Esta manera de proceder de san Vicente como asesor permaneció sin cambios ni adiciones mayores hasta su muerte en relación a las múltiples cofradías parroquiales que se fueron fundando y en relación también a las Damas de la Caridad (ver, por ejemplo, X 964 ss.).

4. El asesor de los movimientos laicos vicencianos, hoy

«Este es un tiempo decisivo y sería imperdonable des­preocuparse de los movimientos vicencianos o procu­rarles padres o hermanas sin tiempo, sin preocupación o sin interés…Los misioneros de san Vicente y las hijas de la caridad tienen además mandato constitucional de velar y atender los movimientos vicencianos» (A. El­duayen, en Vincentiana, 1985, p. 342).

Efectivamente, la Congregación de la Misión y la Compañía de las Hijas de la Caridad tienen mandato constitucional de preocuparse por y de asesorar los movi­mientos vicencianos. Y eso como una de las manifestacio­nes, y no de las menores, de su propia vocación y su pro­pia fidelidad a san Vicente. Es más: como manifestación de la voluntad de Dios sobre ellos y ellas, pues (como lo dicen explícitamente las de las hijas de la caridad, 3.60) las constituciones expresan lo que Dios quiere y espera de ambas compañías.

Y esto es lo que Dios quiere de los miembros de la Con­gregación de la Misión en relación a los movimientos lai­cos: que «se apliquen a su (de los laicos) promoción y pre­paración para ministerios pastorales » (Const. C.M., n.15); que colaboren con ellos (Est. 3), en particular con «las aso­ciaciones para la defensa de los derechos humanos y para el fomento de la justicia y de la paz» (Est. 9); y en lo que se refiere a los movimientos más cercanos a ellos, que tengan «especial cuidado de las asociaciones de laicos fundadas por san Vicente (voluntarias-A.I.C.), o que dimanan de su espíritu» (Conferencias de San Vicente de Paúl, Juventudes Marianas Vicencianas, Medalla Milagrosa. De esta última se dice que «divulgaremos el peculiar mensaje manifestado en la sagrada medalla»: Const. 49,2). Nótese la fuerte razón que se aduce para que los misioneros muestren su interés por las asociaciones de carácter vicenciano: «como tales, tienen derecho a que las asistamos y fomentemos» (Est. 7). Derecho del que sin duda brota para los misioneros una obligación correspondiente.

En cuanto a las hijas de la caridad, dicen sus constitucio­nes que den su apoyo a los que luchan por que se reconozcan los derechos de todo hombre (Est. 4), y que hagan «lo posible por promocionar y alentar a laicos responsables», pero más en particular a «los movimientos vicencianos», y eso precisamente por «fidelidad a sus orígenes» (Est. 5), o sea, por fidelidad a sus fundadores. Los mismos principios han de aplicarse a su participación en las asociaciones ma­rianas nacidas de las apariciones (Est. 5 y 7).

El asesor (la asesora) de los movimientos laicos vicen­cianos no tiene por qué ser en todos los casos un miembro de ninguna de las dos compañías. Pero será un asesor defi­ciente si no conoce la verdadera espiritualidad vicenciana. Por ello mismo los movimientos laicos vicencianos tien­den a preferir a los miembros de la Congregación de la Misión, o bien a las hijas de la caridad como sus asesores propios, pues suponen que por pertenecer a una de las dos compañías de vida apostólica fundadas por san Vicente conocen bien su espíritu. Esa suposición es ciertamente generosa por parte de los laicos, pero el asesor deberá ase­gurarse de que responde a la realidad.

Por supuesto que no basta el conocimiento teórico, aunque sea imprescindible. Algún tipo de trabajo pastoral entre los pobres, el conocimiento vivo de sus sufrimientos y carencias espirituales y materiales, aparece igualmente como necesario. Sólo una praxis evangelizadora de los pobres dará al asesor la sensibilidad necesaria para orien­tar a movimientos laicales que no son productores de pen­samiento teórico sino trabajadores entre los pobres que se mueven en su mundo de pobreza.

A ese elemento básico habría que añadir un conoci­miento adecuado de la doctrina social de la Iglesia, que es desde su origen en León XIII una expresión, ya centenaria, de la opción general de la Iglesia por los pobres en los tiempos modernos. Todo lo que se pueda añadir a eso de las corrientes teológicas de hoy que privilegian la pers­pectiva de los pobres le vendrá muy bien al asesor para cumplir con competencia su papel.

El asesor debería conocer también la asociación por la que trabaja, sus características propias dentro de la gran familia vicenciana. Pues esas diferencias existen y convie­ne muy mucho mantenerlas, para mayor riqueza de la fa­milia y para evitar la amalgama amorfa de sus varias ma­nifestaciones. Las diversas asociaciones tienen historias diversas y estilos diferentes en el trabajo por los pobres, aunque todas ellas apelen a un fundador-inspirador común. Los esfuerzos que se advierten en diversas naciones para crear sobre bases sólidas la Familia Vicenciana no deben pretender, no lo pretenden, la homogeneización de las di­versas instituciones, sino la colaboración, la ayuda mutua y el conocimiento mutuo.

Pero más aún que el imprescindible conocimiento teó­rico, el asesor deberá sentir un verdadero amor y una con­secuente dedicación seria a la asociación que le corres­ponde. En otras palabras, deberá tener un verdadero celo por la evangelización de los pobres. Ya san Vicente dejó bien sentado (sobre todo a los miembros de la Congrega­ción de la Misión) que el trabajo por los pobres debe ser directo, pero que también puede ser indirecto, cosa que se cumple cuando se dedican fuerzas a formar y asesorar a los que se dedican directamente a trabajar por los pobres (lo mismo dicen las constituciones actuales de la Congre­gación de la Misión: n. 1, 3°).

Pero el papel fundamental del asesor, el suyo propio, es cuidar de que la asociación viva de y se rija por el espíritu vicenciano, y no por otras corrientes de espiritualidad tra­dicionales o modernas. Sin ánimo de ofender a nadie, sino con la idea de ayudarnos unos a otros a ser fieles a la vo­cación común que Dios nos ha señalado, hay que admitir que, en algunos lugares, diversos grupos que se consideran vicencianos, y que lo son, admiten en su interior ideas ex­trañas a la verdadera tradición vicenciana. Esto se debe unas veces a que en los años posteriores al Concilio Vati­cano no han sabido poner al día de la Iglesia de hoy as­pectos del pensar, del orar, y del obrar por los pobres, que se han quedado estancados en formas no simplemente pa­sadas de moda, sino periclitadas e incluso a veces contra-testimoniales. Otras veces se debe a la asimilación acrítica de corrientes nuevas de espiritualidad que son poco com­patibles con el verdadero espíritu vicenciano. El asesor encontrará en estos aspectos que venimos señalando su papel fundamental, como decíamos arriba. Pero para cum­plirlo bien deberá él mismo tener un conocimiento sufi­ciente de cómo es en su origen y de cómo debe manifes­tarse hoy el auténtico espíritu vicenciano.

Epílogo

Una última palabra, que tal vez duela un poco, para la Congregación de la Misión y para la Compañía de las Hijas de la Caridad. Ambas instituciones son no eternas, sino his­tóricas; y aunque inspiradas por el Espíritu Santo de Dios (como tantas veces repitió con razón san Vicente), no son de derecho divino ni tienen prometida la perennidad histórica, como sí la tiene prometida, por ejemplo, la Iglesia. Lo que quiere decir que ninguna de las dos compañías, que nos son con razón tan queridas pues son nuestra propia vida, tiene asegurada su existencia hasta el fin de los tiempos.

Muchas órdenes y congregaciones han desaparecido a lo largo de la historia de la Iglesia, por razones muy diver­sas, por autoaniquilamiento interior y por supresión vio­lenta exterior. Ni la fidelidad al carisma de los fundadores ha sido en muchos casos garantía contra su desaparición, ni la infidelidad ha sido motivo suficiente para su desapa­rición. Siempre ha habido órdenes y congregaciones que han mostrado una muy curiosa capacidad para vivir lán­guidamente mucho tiempo después de haber dejado de ser fieles a la idea original del fundador.

Por ello no plantearemos aquí la cuestión, que no tiene respuesta, de si nuestra actual fidelidad, o la ausencia de ella, podría resultar en la desaparición de alguna de las dos compañías o de ambas. Ni tampoco debe preocuparnos ese problema. Lo único que debe preocuparnos es la fidelidad, y al hacerlo seremos también fieles a una idea de san Vice­nte que no suele citarse con frecuencia, pero que refleja un aspecto fundamental de su recia fibra espiritual. Nos refe­rimos a aquello de «pido a Dios todos los días, tres o cua­tro veces, que nos aniquile (se refiere a la Congregación de la Misión) si no somos útiles para su gloria» (XI 698).

No nos referimos, pues, al problema de la fidelidad o in­fidelidad, sino al otro muy concreto y claramente visible en muchas naciones del envejecimiento, la disminución del número de miembros y la escasez de nuevas vocaciones. Este aspecto podría acabar con los años (ya lo ha hecho en algunos lugares) con la existencia de ambas comunidades en algunos países o en muchos.

Pero lo que no puede desaparecer es lo que llamamos espíritu vicenciano, que fue en su tiempo una manera casi radicalmente nueva de vivir el antiguo espíritu evangélico, y que además hoy, después de tres siglos, encuentra en la Iglesia universal, en la teología y en la sensibilidad de ca­da día mayor número de cristianos, unas resonancias vivas que no eran tan evidentes en tiempos pasados. No en vano la opción por los pobres es hoy un ideal de alcance univer­sal para toda la Iglesia, y no sólo el terreno reservado a unos pocos cristianos.

Pero la manera vicenciana de vivir esa opción no es patrimonio exclusivo de los clérigos de la Congregación de la Misión ni de la Compañía de las Hijas de la Caridad. De hecho, desde los tiempos del fundador mismo, ese es­píritu ha sido vivido por un número mucho mayor de lai­cos, hombres y mujeres, hasta hoy mismo; y además ha si­do vivido, y es vivido hoy en muchos casos, con una radi­calidad y entrega que muy bien pudieran servir de modelo a muchos miembros de las dos instituciones. Es justo que sea así, pues el espíritu vicenciano es radicalmente secular, volcado al mundo, incluso para los miembros clérigos de la Congregación de la Misión, y por ello el estar plena­mente en el mundo, el ser laico, no supone un impedi­mento para vivir el espíritu vicenciano en su plenitud.

Así que lo que de verdad interesa para contribuir al tra­bajo por el Reino de Dios en este mundo en camino hacia el otro no es tanto la existencia o pervivencia de una de­terminada institución cuanto la pervivencia del espíritu vi­cenciano en instituciones que bien podrían ser plenamente laicales. Como veíamos arriba, la Congregación de la Mi­sión y la Compañía de las Hijas de la Caridad tienen man­dato constitucional para preocuparse por las instituciones laicales vicencianas, y eso como una de las señales de que también ellas son fieles al mandato del fundador. No pue­den dejar de hacerlo; se lo exige la fidelidad al espíritu del fundador. Y si así lo hacen, contribuirán de paso a que el espíritu vicenciano siga existiendo al menos en institucio­nes laicales a lo largo del tiempo futuro.

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