El amor, centro de la vida cristiana

Francisco Javier Fernández ChentoFormación CristianaLeave a Comment

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Autor: Pedro Pascual Pascual, C.M. · Año publicación original: 2006 · Fuente: XXXII Semana de Estudios Vicencianos (Salamanca).
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Introducción

El título de la siguiente comunicación es: «El amor centro de la vida cristiana», en la Encíclica «Deus Charitas est», de Bene­dicto XVI. Decir que es el centro, es decir que no puede despla­zarse de donde está y que influye en todo lo que la persona pien­sa, dice y obra. Es el origen, la meta y el motor de toda la vida cristiana.

1. Esencia de nuestra Fe (Deus Caritas Est 1)

La esencia de nuestra fe se resume en estas palabras de san Juan: «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él. Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4, 16). La esencia de nues­tra fe es: creer que Dios nos ama tal como somos para ser lo que debemos ser, haciendo de nuestra fe el motor de nuestra vida dia­ria . La fe se demuestra por las obras, «la fe sin obras es estéril» (Sant 2, 20).

Echando una mirada al mundo de hoy lleno de odios, egoís­mos, terrorismo, injusticias… lleno de todo aquello que no es amor, el mensaje del Papa es de gran actualidad y con un sig­nificado concreto. Viendo el amor que Dios Padre nos tiene, el amor que Jesús demostró hacia nosotros durante su toda vida, pero en especial, con su muerte y resurrección, no podemos quedarnos impasibles, sino debe movernos a hacer nosotros lo que ellos hacen por nosotros: amar a Dios y amar al prójimo, que es el camino obligatorio para amar a Dios, en otras pala­bras, hacer del amor el centro de nuestra vida cristiana, ya que sin amor ni nuestra vida, ni los actos de nuestra vida, tienen algún valor.

a) El encuentro con Cristo, acontecimiento fundamental de nuestra vida

Las palabras «hemos creído en el amor de Dios» expresan la opción fundamental de nuestra vida, porque comenzamos a ser cristianos por el encuentro con un acontecimiento, con una Per­sona, que es el amor de Dios hecho hombre. Y esta persona es Jesús, que da una nueva orientación, la definitiva, a nuestra vida. Si creo sinceramente que Dios me ama, siento la necesidad, la urgencia de dejarme amar por Él, y de amar y dejarme amar por el prójimo, haciendo del amor el origen, la meta y el camino de toda mi vida.

b) Responder al don de Dios

La fe cristiana, haciendo del amor su centro, ha asumido, como propio, el núcleo de la fe de Israel: «Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuer­zas. Guarda en tu corazón estas palabras que hoy te digo (Det 6, 4-5). Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Lev 19, 18)». Dios nos ha tomado la delantera en el amor, porque nos ha amado primero (1 Jn 4, 10). Por eso, cuando yo amo a Dios no hago otra cosa que devolverle el amor que Él me tiene. Y cuan­do amo al prójimo, hago sólo de transmisor para los demás del amor que Dios ha puesto en mí. Amar con el amor con que Dios me ama.

2. La unidad del amor en la creación y en la historia de la salvación

Introducción

La palabra «amor» es una de las palabras más usadas, de las que más se abusa y la que más significados tiene. Amamos a la patria, a Dios, a los padres, el campo… Pero entre todos los amo­res destaca el amor entre el hombre y la mujer. En este amor intervienen el cuerpo y el alma, porque somos cuerpo y somos alma, y así en este amor se le abre al ser humano una promesa de felicidad, que parece irresistible, y en cuya comparación todos los demás tipos de amor desaparecen.

a) Todas estas clases de amor ¿se unifican al final? (D.C.E. 2)

Los antiguos griegos usaban tres términos para designar el amor: eros, que es el amor de concupiscencia y que no nace del pensamiento ni de la voluntad, sino que es, en cierto sentido, un instinto irresistible al ser humano. En los escritos del Nuevo Tes­tamento se usan solamente: phylia, término usado por san Juan, una sola vez, para expresar la relación entre Jesús y sus discí­pulos. Pero la novedad del cristianismo es entender el amor, casi exclusivamente, como agapé, que es el amor de benevolencia.

b) Entre el amor y lo divino existe una cierta relación (D.C.E. 3-5)

El filósofo alemán Friedrich Nietzsche y con él otros muchos autores, dicen que la Iglesia ha matado el amor con tantas prohi­biciones y preceptos sobre él.

Pero a esto podemos responder con unas consideraciones sobre el eros:

  • Entre el amor y lo divino existe una cierta relación: el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta a nuestra existencia humana, algo que nunca acaba.
  • Un segundo aspecto nos recalca el Papa: el camino para alcanzar esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Es necesaria una purificación y una maduración, que exige renuncia. Y esto no es matar el eros, como dicen algunos, sino canalizarlo para que alcan­ce su plena grandeza.

c) El amor descrito en la Biblia (D.C.E. 6-8)

¿Cómo debemos vivir el amor para que se realice plenamen­te su promesa humana y divina?

El Cantar de los Cantares nos indica el camino a recorrer para conseguir esta realización: pasar del amor inseguro y ego­ísta, que es el eros, al amor perfecto o agapé; del amor egoísta al descubrimiento del otro. Este amor ya no se busca a si mismo, sino que busca el bien de la persona amada y lo busca en todos los momentos, aunque exija sacrificios. Y en este bus­car el bien del otro, olvidándose de si mismo, está el sentido de nuestra vida, como nos dice Jesús en el evangelio: «El que intente salvar su vida la perderá, pero el que la pierda, la reco­brará» (Lc 17, 33).

3. Dios nos ama y nos perdona (D.C.E. 9-11)

Introducción

Nuestras expresiones, a veces, nos traicionan y nos llevan a equivocarnos: Dios me castiga, decimos, cuando las cosas nos salen mal, o creemos que no nos escucha, porque no nos conce­de lo que le pedimos, cuando se lo pedimos o como se lo pedi­mos. Pero el Dios único en el que cree Israel y nosotros nos ama personalmente y tal como somos, para que seamos lo que debemos ser. Su amor no busca otra cosa más que darnos vida: «Diles: por mi vida, oráculo del Señor, que yo no me complaz­co en la muerte del malvado, sino en que se convierta y viva». (Ez 33, 11). Dios ama con un amor total, que puede ser califi­cado de eros, pero es, sobre todo, agapé.

a) Un Dios que perdona (D.C.E., 10)

Oseas nos muestra que la dimensión del agapé, que es el amor de Dios por el hombre, va mucho más allá de la gratuidad. Israel, y todos nosotros, hemos roto la alianza con Dios cometiendo adulterio, porque hemos abandonado a Dios casándonos con el pecado. Dios debía juzgar y condenar este adulterio. Pero no es así. Dios demuestra que no es igual a nosotros, porque perdona y sigue enamorado del pecador.

El amor apasionado de Dios por su pueblo, por nosotros, es un amor que perdona sin medida y sin límites. El amor de Dios por nosotros es tan grande que pone a Dios contra sí mismo, que pone su amor contra su justicia. La justicia le llevaría a juzgar y condenar, pero su amor le obliga a perdonar. Y preva­lece el amor.

Este amor de Dios al hombre le lleva a enviar a su Hijo al mundo y a condenarlo, siendo inocente, como nos dice san Pablo, para salvarnos a nosotros pecadores. No necesitaríamos otros argumentos para probar el amor de Dios con nosotros: condenar al Hijo inocente, para salvarnos a nosotros, pecadores. Si Dios nos perdona, porque nos ama, también nosotros debemos per­donar, porque el perdón es el gesto más claro del amor, aunque es también el más costoso.

b) Soledad del hombre (D. C.E. 11)

La primera novedad de la Biblia consiste en mostrarnos la imagen de Dios: Dios es amor, pero amor que perdona.

La segunda está relacionada con la primera, es la imagen del hombre. La narración bíblica de la creación nos muestra a un hombre que vive en soledad, cosa que Dios no quiere. ¿Qué hace Dios? Llevado del amor al hombre le busca una compañera, que no saldrá de los animales a quienes ha bautizado el hombre, sino que Dios crea un ser de igual naturaleza que el hombre. Y en este ser, Adan encuentra la ayuda que necesitaba (Gen 2, 23). Esta narración nos lleva a concluir que el hombre es un ser incomple­to, pero creado para el amor y encuentra su complemento en la comunión con el otro sexo (Gen 2, 24). Somos fruto del amor de Dios para ser también nosotros amor.

4. Jesucristo, el amor de Dios encarnado (D.C.E. 12-15)

Introducción

Hasta ahora hemos hablado del amor de Dios en el Antiguo Testamento, que no se queda sólo en ideas, sino que se muestra a través de actuaciones y gestos, el amor que nos tiene y se con­vierte en modelo de nuestro propio amor, que debe ser no sólo de palabra, sino en las obras, nos dice san Juan. En el Nuevo Testa­mento este actuar de Dios se manifiesta en Cristo Jesús ya que en Él Dios va en busca de la oveja perdida, del hijo pródigo, de aquel que necesita amor. Dios muestra lo que es, «amor», en Cristo Jesús.

Pero el culmen del amor de Dios está en la cruz, donde Dios se pone contra sí mismo al entregarse en Jesús para dar vida al hombre y salvarlo. Aquí está la radicalidad del amor de Dios, que entrega a su propio hijo para demostrarnos el amor que nos tiene. Quien debe morir es el culpable y ser salvado el ino­cente. En Dios sucede todo lo contrario, porque Él lo quiere, muere el inocente, Jesús, y es salvado el culpable, que somos nosotros.

a) La Eucaristía, acto de entrega de amor perpetuado (D.C.E. 13)

La entrega, que Jesús hizo de sí mismo, la perpetúa la Iglesia en el Sacramento de la Eucaristía, instituida en la Última Cena para anticipar su muerte y resurrección al darse a sus discípulos en el pan y en el vino, convertidos en su cuerpo y su sangre.

El mundo antiguo decía que el verdadero alimento del hom­bre era el logos, la sabiduría eterna, pero este logos se ha hecho para nosotros verdadera comida en la Eucaristía, que es el signo más grande del amor que Jesús nos tiene, da su vida para que nosotros tengamos vida.

La consagración del vino termina con estas palabras: «Haced esto en memoria mía», como diciendo: haced a los demás lo mismo que yo he hecho por vosotros y con vosotros, entrad en la dinámica de mi entrega, a fondo perdido, sin esperar nada a cam­bio, entregándoos por los demás, porque los amáis. Ahí está la fuente, la medida y las exigencias de nuestro amor.

En memoria mía, sabed que todo lo que hacéis al prójimo a mí me lo hacéis, porque el Jesús que recibís en la comunión es el mismo Jesús que debéis encontrar en el prójimo, nos dice Jesús. Recordad mis palabras: «Lo que hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos a mi me lo hicisteis» (Mt 25, 40). Así debía ser: la misma reverencia, el mismo respeto, que hacemos a Jesús eucaristía debíamos hacerlo con el Jesús prójimo.

b) La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que Él se entrega (D.C.E. 14)

La Eucaristía tiene un carácter individual y un carácter tam­bién social, ya que quedan unidos a Cristo todos los que lo reci­ben en la comunión. Así nos lo dice san Pablo: «Pues si el pan es uno solo y todos participamos de ese único pan, todos formarnos un solo cuerpo» (1 Cor 10, 17). Pero la unión es no sólo con el Señor, sino también con todos los que comulgan. Sólo puedo pertenecer a Cristo, si estoy unido a todos los que son suyos o lo serán. Es lo que hace el amor: fundir en uno a las personas que se aman.La comunión me hace salir de mi mismo para ir hacia Cristo y hacia los demás, porque no puedo dirigirme a Cristo, si no es unido a todos los hombres. La Eucaristía es el banquete de la unión. Sería un contrasentido querer comulgar a Cristo en la Eucaristía estando separado, aunque sólo sea de un hermano.

El amor a Dios y el amor al prójimo se unen tan íntimamen­te en la Eucaristía, que, con razón, podemos llamar a la Eucaris­tía «agapé». En la comunión eucarística está incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros, porque la Eucaristía que no lleve al ejercicio práctico del amor no es verdadera Eucaristía, pero el amor que no lleve a la Eucaristía tampoco es verdadero amor, porque no es la respuesta al amor que Dios nos tiene.

c) Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y yo pueda ayudar (D.C.E. 15)

Las grandes parábolas de Jesús acerca del amor al prójimo han de entenderse desde el amor que Dios nos tiene. El amor al prójimo no es otra cosa que devolver a Dios el amor que nos tiene, pero se lo devolvemos a través del prójimo.

El rico Epulón (Lc 16, 19,31), Jesús, acogiendo el grito del condenado, nos advierte que el camino para evitar la suerte del Epulón es nuestra atención, hecha realidad, al pobre, una aten­ción que nos lleve a remediar sus necesidades.

La parábola del Samaritano (Lc 10, 25-37) nos explica quién es el prójimo para nosotros, o mejor, para quién debemos ser nosotros prójimos o próximos. No sólo el vecino o el pariente, sino todo el que necesite de mí y yo pueda ayudar. Se extiende el concepto de pobre, pero el amor sigue siendo para mi un com­promiso práctico y concreto aquí y ahora.

La parábola del juicio final (Mt 25, 31-46) nos indica que el amor al prójimo es el criterio definitivo y seguro para la valora­ción positiva o negativa de toda vida humana. Jesús se identifica con los pobres. Así el amor a Dios y el amor al prójimo se fun­den entre sí, se hacen un solo amor, pero con dos facetas: Dios y el prójimo.

5. Amor a Dios y amor al prójimo (D.C.E. 16-18)

a) Inseparable relación entre amor a Dios y amor al prójimo (D.C.E. 16)

¿Podemos amar a Dios, aunque no lo veamos? Nos responde la Escritura: «Si alguno dice; «Yo amo a Dios» y odia a su her­mano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn 4, 20). San Juan quiere resaltar la íntima, la inseparable unión entre el amor a Dios y el amor al prójimo. Ambos están tan estrechamente uni­dos, que si afirmamos amar a Dios y no amamos al prójimo, esta­mos diciendo una solemne mentira, porque el amor al prójimo es el único camino para amar a Dios y para saber que lo amamos, porque Dios se nos hace presente en Cristo Jesús, pero también en el prójimo.

b) Dios nos ha amado primero (D. C.E. 17)

«El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo para librarnos de nuestros pecados» (1 Jn 4, 10) y este amor de Dios se ha hecho visible en Cristo Jesús, porque «Dios nos ha mani­festado el amor que nos tiene enviando al mundo a su Hijo único, para que vivamos por Él» (1 Jn 4, 9). Y en Jesús podemos y debemos ver al Padre, porque Jesús es el rostro visible del Dios invisible.

Dios nos ha amado primero y sigue amándonos a fondo perdido, y este amor es el mismo con el que yo amo a Dios y al prójimo. Si amo, dejo que Dios ame a través de mí. Si no amo, impido que Dios ame a los demás. Amando al prójimo estoy diciendo a Dios: quiero tu amor.

c) Amar a los enemigos (D.C.E. 18)

Nos cuesta amar al prójimo, pero lo hacemos, porque hay dentro de nosotros un corazón sensible. Pero amar a los enemi­gos es imposible, si queremos hacerlo sólo con nuestras propias fuerzas, pero Jesús nos dice «amad a vuestros enemigos…» (Mt 5, 44). Entonces ¿qué hacer? ¿en qué consiste ese amor? Lo que es imposible para nosotros, Dios lo puede. En Dios y con Dios amo también a las personas que no me agradan, que no me quie­ren o ni siquiera conozco. Y esa manera de amar sólo es posible desde el encuentro íntimo con Dios, aceptando su amor y cum­pliendo su voluntad.

Conclusión

Dios es amor, su esencia es el amor y todo lo hace por amor. Nosotros somos imagen de Dios. Por lo tanto tenemos que ser amor y hacer todo por amor.

Jesús fue el hombre totalmente para los demás, nunca pensó en sí mismo, sino en las necesidades de los demás para remediar­las. Así nos lo presentan los Evangelios. Nosotros, que somos sus seguidores, también debemos ser para los demás, es decir, nuestra existencia debe ser gastada en el servicio a los necesita­dos, amándolos como Cristo nos amó y nos ama.

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