NUESTROS PROBLEMAS INTERNOS Y LA PAZ
76. Es conveniente que los españoles desarrollemos nuestro conocimiento de los problemas mundiales de la paz, aprendamos a enjuiciarlos con un buen sentido moral y hagamos cuanto dependa de nosotros personal y colectivamente para apoyar y desarrollar iniciativas de distensión y de paz. Pero a la vez hemos de tratar de analizar sinceramente y superar de manera seria y responsable las dificultades especificas que se dan entre nosotros para la construcción de una paz estable dentro de nuestras propias fronteras. Estamos convencidos de que la hora presente es una hora propicia para superar las raíces internas de la violencia y orientar nuestra convivencia por caminos de paz y de progreso. Con el deseo de colaborar a este empeño común ofrecemos las sugerencias que siguen, inspiradas en la moral del Evangelio y congruentes con la misión pacificadora de la Iglesia.
1. DIFICULTADES INTERNAS PARA LA PAZ Y LA CONVIVENCIA
77. La experiencia demuestra que la convivencia y la paz encuentran entre nosotros graves dif icultades. En el momento presente resulta excesivamente simplista hablar de la existencia de dos Españas como si nuestra sociedad estuviera dividida en dos bloques irreconciliables. La realidad es bastante más compleja y no admite una catalogación tan rígida y simplif icadora. En la sociedad española más o menos como en las demás sociedadesse dan actualmente dif erencias étnicas, culturales, ideológicas, religiosas, políticas, económicas, sociales y generacionales que se cruzan y entremezclan en múltiples sentidos. Solamente la radicalización y la intolerancia, la ofuscación de la razón por la pasión podrían llevarnos a divisiones de la sociedad en bloques incompatibles. Sin embargo, como la misma historia demuestra, no hay nada, por malo que sea, que no se pueda repetir. Es imprescindible un esf uerzo de comprensión y de progreso social en actitudes de convivencia y solidaridad. La variedad y el pluralismo social, resultado de un reconocimiento de la libertad en la vida social y política, no tienen por qué convertirse en rivalidad si progresamos socialmente en las actitudes morales requeridas por la paz.
78. En este mismo año celebramos el cincuenta aniversario de la guerra civil. El recuerdo de aquella trágica experiencia pesa todavía, quizá excesivamente, sobre la vida social y política de nuestra Patria. La misión pacificadora de la Iglesia nos mueve a decir una palabra de paz con ocasión de este aniversario. Tanto mas, cuanto que las motivaciones religiosas estuvieron desgraciadamente presentes por ambas partes en la división y enfrentamiento de los españoles.
79. No sería bueno que la guerra civil se convirtiera en un asunto del que no se pueda hablar con libertad y objetividad. Los españoles necesitamos saber con serenidad lo que verdaderamente ocurrió en aquellos años de amargo recuerdo. Los estudiosos de la historia y de la sociedad tienen que ayudarnos a conocer la verdad entera acerca de los precedentes, las causas, los contenidos y las consecuencias de aquel enfrentamiento. Este conocimiento de la realidad es condición indispensable para que podamos superar la de verdad.
Por ello hay que desautorizar los intentos de desfigurar aquellos hechos, omitiendo o aumentando cualquiera de sus elementos, en favor de una posición determinada o la desautorización de personas, ideologías o instituciones. En ningún caso se debe utilizar una imagen desfigurada de lo ocurrido como argumento en favor o en contra de nadie en la actual situación española. Tal procedimiento podría avivar los rescoldos de la división todavía no apagados del todo y perpetuar en las generaciones jóvenes actitudes de intolerancia de consecuencias insospechables. Saber perdonar y saber olvidar son, además de una obligación cristiana, condición indispensable para un futuro de reconciliación y de paz.
80. Aunque la Iglesia no pretende estar libre de todo error, quienes reprochan a la Iglesia el haberse alineado con una de las partes contendientes deben tener en cuenta la dureza de la persecución religiosa desatada en España desde 1931. Nada de esto, ni por una parte ni por otra, se debe repetir. Que el perdón y la magnanimidad sean el clima general de los nuevos tiempos. Recojamos todos la herencia de quienes murieron por su fe perdonando a quienes los mataban y de cuantos ofrecieron sus vidas por un futuro de paz y de justicia para todos los españoles.
81. Por fortuna las circunstancias han cambiado profundamente. Vamos comprendiendo que las diferencias políticas, ideológicas o religiosas no deben ser causa de enfrentamientos, de incompatibilidades o discriminaciones entre los españoles. Es imprescindible evitar todo aquello que nos pudiera hacer retroceder en el camino y volver a las exclusiones o enfrentamientos ya superados. Es necesario, en cambio, avanzar positivamente en el reconocimiento efectivo de los deberes y derechos fundamentales de todos.
82. En este esfuerzo de conciliación y convivencia, los católicos tenemos una gran responsabilidad. El gran peso sociológico de la Iglesia católica en España hace que las actitudes de la Iglesia y de los católicos en relación con los problemas sociales adquieran necesariamente una gran importancia moral y política. El Concilio Vaticano II, las enseñanzas de los obispos españoles y las exhortaciones de Juan Pablo II en su reciente visita apostólica a España nos animan a vivir personal y eclesialmente nuestra fe de manera coherente en todos los ámbitos de la vida humana sin ocultar nuestras creencias y sin ofender la libertad ni los derechos de nadie, dando de lado a posibles actitudes de dominación o intolerancia, siendo más bien defensores de la libertad de todos y de una sociedad fundada en el respeto, el diálogo, la colaboración y la convivencia.1
2. EXIGENCIAS ÉTICAS DE LA PAZ Y LA CONVIVENCIA
83. La variedad y el pluralismo mas que ser razones para el enfrentamiento y la discordia están llamados a ser una verdadera riqueza social si desarrollamos entre nosotros los valores morales de la paz y de la convivencia.
Las personas, las asociaciones y las instituciones debemos comprometernos al reconocimiento de la libertad y la identidad de los demás. Nadie en la vida política debe descalificar a los demás tratando de presentarse como representante único de la legitimidad democrática, de la libertad o de la justicia.
Debemos evitar los procesos de radicalización que conceden valor absoluto a las propias ideas o los propios intereses y conducen poco a poco a la negación de las razones o derechos de los demás hasta llegar a la justificación irracional de los enfrentamientos y la mutua destrucción.
84. Resulta legítimo aplicar a nuestra situación social las recientes palabras de Juan Pablo II a propósito de la paz internacional: «El diálogo puede abrir muchas puertas cerradas… El diálogo es un medio con el que las personas se manifiestan mutuamente y descubren las esperanzas de bien y las aspiraciones de paz que con demasiada frecuencia están ocultas en sus corazones. El verdadero diálogo va más allá de las ideologías y las personas se encuentran unas con otras en la realidad de su humano vivir. El diálogo rompe los prejuicios y las barreras artificiales. El diálogo lleva a los seres humanos a un contacto mutuo como miembros de la familia humana con todas las riquezas de su diversidad cultural e histórica. La conversión del corazón impulsa a las personas a promover la fraternidad universal. El diálogo ayuda a conseguir este objetivo».2
3. SANAR LAS RAÍCES SOCIOECONÓMICAS DE LOS CONFLICTOS
85. En la historia de nuestros conflictos internos las situaciones de injusticia social y económica han tenido una importancia innegable. La pobreza y la falta de oportunidades sociales, culturales o económicas, injustamente sufridas, empujan al odio y a la venganza, impiden la comunicación y la solidaridad a la vez que predisponen a quien las padece a aceptar la validez de ideologías o consignas violentas y demagógicas.
86. Subsisten lamentablemente entre nosotros bolsas de pobreza y de incultura de origen étnico, cultural o geográfico que exigen enérgicas medidas sociales y políticas inspiradas en la solidaridad y el respeto efectivo de los derechos de las personas y de los grupos humanos que viven de hecho o de derecho en la marginación. Quienes tienen mas han de saber renunciar a algo en favor de los que tienen menos. Una adecuada política fiscal, unida a una justa y austera utilización del dinero público, y un movimiento de inversiones privadas y públicas de inspiración social son instrumentos privilegiados para conseguir estos objetivos. Los católicos estamos obligados a impulsar y favorecer positivamente aquellas medidas que respondan a esta inspiración de solidaridad y justicia social.
87. En estos momentos la lucha contra el paro debe concentrar los esfuerzos de las instituciones políticas y sociales. Para nadie es lícito rehuir este esfuerzo ni rechazar los riesgos o sacrificios que esta empresa lleva consigo. Sería un error considerar el paro como una fatalidad contra la cual no hay otra solución que la resignación pasiva o la actitud insolidaria del sálvese quien pueda. El trabajo es un derecho y una necesidad del hombre para el despliegue de su personalidad y su inserción en la sociedad con libertad y dignidad. No es aceptable una sociedad en la que el trabajo sea patrimonio de unos pocos y amplios sectores de la sociedad tengan que resignarse a vivir sin alicientes ni dignidad a expensas de los demás aunque sea por procedimientos socializados. La revolución tecnológica obliga a redistribuir el bien del trabajo de formas nuevas caminando poco a poco hacia nuevos modelos de ordenamiento social que hagan posible compaginar los adelantos técnicos con el respeto integral y universal de los derechos humanos.3
4. UN ORDEN POLÍTICO JUSTO Y SOLIDARIO
88. España es una comunidad de pueblos con diferencias de origen histórico, cultural y étnico. Esta pluralidad representa una riqueza real de nuestra sociedad, pero exige también un esfuerzo expreso para lograr la armonización de los legítimos derechos de todos en un proyecto común de convivencia. Es necesario estimular el conocimiento y el respeto entre todos, fomentar la solidaridad hasta superar y si fuera necesario, reparar los agravios y las injusticias del pasado.
El Magisterio eclesial contemporáneo ofrece a este propósito algunas consideraciones de orden ético y moral de singular importancia. No será inútil recordarlas ofreciéndolas a la consideración de las personas interesadas y responsables en estos problemas.
89. Existen posturas extremas y antagónicas que llevadas al extremo harían insoluble este problema. Por un lado hay quienes acentúan de tal modo la unidad y homogeneidad del ordenamiento político que no dan lugar a las garantías necesarias para que cada pueblo pueda asegurar su propia identidad en el otro extremo hay también quienes propugnan de tal modo la defensa y el desarrollo de las propias notas específicas y diferenciadas que llegan a desconocer o desvalorizar los vínculos sociales y culturales que se han ido fraguando a lo largo de la historia.
90. El verdadero Estado de derecho debe armonizar el obligado respeto y garantía de la identidad histórica y cultural de los pueblos integrantes con el respeto a los vínculos de comunicación e interdependencia constituidos conjuntamente a lo largo de una convivencia plurisecular. Las actividades o ideologías que absolutizan las ventajas o inconvenientes de una opción determinada sin una visión realista, global y serena de la situación, son fuentes de fanatismo que hacen imposible la convivencia estable, justa y pacífica. Hay que buscar «formas políticas bien articuladas, equilibradas, que sepan respetar los particularismos culturales, étnicos, religiosos y, en general, los derechos de las minorías».4
91. Las diferencias y peculiaridades de orden cultural y lingüístico, no nos deben hacer olvidar las graves diferencias de orden económico y social que se den también entre las diferentes regiones y nacionalidades de España. El proyecto político de nuestra convivencia y las decisiones políticas concretas deben ir corrigiendo las raíces estructurales, culturales y humanas de semejante situación. Los hombres tienen derecho a contar con los medios ordinarios de su promoción y de su vida sin verse obligados a abandonar su propia familia y su propia tierra. Poder emigrar para mejorar, es un derecho; tener que emigrar para vivir, es una injusticia. La emigración, aun dentro de los límites territoriales del mismo estado, es causa de profundos desarraigos históricos y culturales. El derecho del emigrante a su propia identidad ha de ir unido con el respeto debido a la cultura y a las instituciones de los pueblos a los que se emigra. La afirmación de los propios derechos debe conjugarse con las sensibilidad para percibir los derechos de los demás. Únicamente el diálogo, el respeto, la comprensión y la flexibilidad permitirán resolver adecuadamente estos delicados y complejos problemas que se presentan de hecho en nuestra convivencia.
92. Es claro que únicamente en virtud de los principios morales no se pueden configurar ni imponer fórmulas o proyectos políticos concretos. Tampoco llega más allá la competencia de una institución religiosa y moral como es la Iglesia. No obstante, la inspiración cristiana de la vida y las enseñanzas morales de la Iglesia en el campo de la convivencia social y política, permiten presentar unas cuantas sugerencias más que consideramos de utilidad.
93. Desde el punto de vista moral, mirando incluso el buen resultado social y político, es necesario anteponer a cualquier otro interés el objetivo de la paz y del bien común; cada grupo debe pensar no solo en su propio interés sino también en el bien y en las razones de los demás; ningún sistema, ninguna ideología debe absolutizarse por encima del respeto efectivo a las personas y a los grupos; el diálogo leal y constructivo tiene que imponerse siempre sobre las descalificaciones y los enfrentamientos; los pactos y las normas legítimamente elaboradas y promulgadas tienen un verdadero valor moral y deben ser respetados por todos y utilizados como instrumentos de colaboración y convivencia.
94. Tanto la doctrina social de la Iglesia como el buen sentido y el amor a la paz podrían ayudarnos en la búsqueda conjunta y en la reconciliación entre aquellos que luchan por preservarla unidad y la soberanía del Estado con los que luchan por la identidad cultural y hasta la soberanía política de algunos pueblos que integran el Estado. La articulación política de ambos objetivos de la manera más justa y razonable para el bien común es tarea específica de las instituciones políticas y de los propios pueblos afectados. Semejante esfuerzo de clarificación constituiría una contribución indispensable para la consolidación de la paz.
5. SUPERAR LA LACRA MORAL Y SOCIAL DEL TERRORISMO
95. Con demasiada frecuencia los golpes del terrorismo quebrantan el orden de la justicia y de la paz con asesinatos, secuestros y extorsiones. Con su lógica de muerte, el terrorismo manifiesta hasta dónde se puede llegar cuando la inspiración ética queda relegada o sometida por ideologías radicalizadas y absolutizadas. No conviene olvidar que el terrorismo brota o prospera a veces como resultado de injusticias pasadas o por posibles abusos de la autoridad en las obligadas actuaciones en defensa del bien común, de la necesaria seguridad y del legítimo orden público.
96. El terrorismo es intrínsecamente perverso porque dispone arbitrariamente de la vida de las personas, atropella los derechos de la población y tiende a imponer violentamente sus ideas y proyectos mediante el amedrentamiento, el sometimiento del adversario y en definitiva la privación de la libertad social. Las víctimas del terrorismo no son únicamente quienes sufren físicamente en si mismos o en sus familiares los golpes de la extorsión y de la violencia; la sociedad entera es agredida en su libertad, su derecho a la seguridad y a la paz. La colaboración con las instituciones o personas que propugnan el terrorismo y la participación en las mismas acciones terroristas, no pueden escapar al juicio moral y reprobatorio de que son merecedores sus principales agentes o promotores.
97. Tampoco tienen legitimación alguna los grupos que por su iniciativa pretenden responder a la violencia con la violencia. «La justa represión de la violencia armada corresponde únicamente a los poderes públicos legítimos».5 Debemos recordar a todos que «la violencia no es modo de construcción: ofende a Dios, a quien la sufre y a quien la practica».6
98. La sociedad, y el Estado en su nombre, tienen el derecho y el deber de defenderse de la violencia del terrorismo. Nos parecen dignos de consideración y de agradecimiento quienes tienen a su cargo la defensa de la sociedad siendo ellos mismos los primeros amenazados por la violencia terrorista.
La lucha contra el terrorismo, legítima y justa en si misma, debe evitar cualquier abuso de la fuerza más allá de lo estrictamente necesario y el ejercicio del derecho a la legitima defensa. En todo caso ha de quedar absolutamente excluida la práctica de la tortura o de tratos vejatorios. Abogamos por una legislación antiterrorista que ofrezca garantías suficientes para el respeto a la dignidad y los derechos de los detenidos. La represión institucional y legal de la violencia no puede aceptar ni promover una espiral de violencia que destruiría a la sociedad en sus mismos cimientos. En todo caso ha de quedar absolutamente excluida la práctica de la tortura o de tratos vejatorios. En este sentido abogamos por una legislación antiterrorista que ofrezca garantías suficientes para el respeto a la dignidad y los derechos de los detenidos.
- Cf. JUAN PABLO II, Discurso en al Aeropuerto de Barajas, 31X1982, 5.
- JUAN PABLO II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1986, 4.
- Cf. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Exhortación colectiva sobre el paro. XXV Asam blea Plenaria del 27 de noviembre de 1971. Declaración de la Comisión Episcopal de Pastoral Social: Crisis económica y responsabilidad moral (26IX1984).
- JUAN PABLO II, Discurso al cuerpo diplomático, 14I1984, 3.
- Documento colectivo de los Obispos de Bilbao, San Sebastián y Vitoria: Erradicar la violencia debilitando sus causas, 13VII1985.
- JUAN PABLO II, Homilía en Loyola, 6XI1982, 6.