Constructores de la Paz (Capítulo III)

Francisco Javier Fernández ChentoConferencia Episcopal EspañolaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Comisión permanente del Episcopado español · Año publicación original: 1986.
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CAPÍTULO III

JUICIO CRISTIANO SOBRE LAS GRANDES CUESTIONES DE PAZ

54. Queremos proyectar esta mirada evangélica sobre algunas cuestiones más urgentes de nuestro tiempo en torno a la paz, no para ofrecer soluciones concretas que pertenecen al terreno de la política mundial o nacional, sino para que las soluciones no sucumban al pragmatismo del puro «realismo político» sin horizontes éticos. Es cierto que los grandes ideales quedan siempre más allá de las actuaciones prácticas, pero si éstas no brotan motivadas por las preocupaciones éticas ni tratan de acercarse a los ideales tampoco serán válidas para construir la verdadera paz.

1. LA GUERRA ES UN MAL CONDENABLE

55. Para el pensamiento cristiano la guerra es un mal que no responde a la naturaleza del hombre como ser racional y sociable; un atropello contra los derechos humanos y contra los derechos de Dios; una violencia incompatible con la mansedumbre de Jesucristo y el Evangelio de reconciliación. Dadas las espantosas consecuencias que hoy pueden provocar un conflicto bélico, la guerra ha llegado a ser un mal intolerable: » en nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado».1

56. Una guerra con armas nucleares, bacteriológicas o químicas no puede ser justificada bajo ningún concepto ni en ninguna situación. La rapidez de intervención de las partes en conflicto y la capacidad de destrucción ilimitada hacen intolerables unos efectos que supondrían un crimen contra la humanidad, por lo que esa guerra debe ser condenada sin paliativos.2

Es igualmente injustificable cualquier guerra de agresión, sean cuales sean los medios de destrucción empleados; serán siempre rechazables por la intencionalidad que originó el enfrentamiento y por la finalidad que se persigue, y ello aún independientemente del peligro real que entraña además la posible generalización del conflicto. Por otra parte, está disminuyendo la diferencia entre armamento nuclear y convencional. Es evidente que «debemos hacer un esfuerzo para preparar con todas nuestras fuerzas los tiempos en que, con el consentimiento de las naciones, pueda ser proscrita totalmente toda clase de guerra».3

2. DERECHO A LA LEGITIMA DEFENSA

57. La autodeterminación, la libertad y la integridad son bienes de los pueblos y de las naciones que pueden y deben ser deben ser defendidos en el caso de que existan amenazas o agresiones injustas. En la doctrina católica la autoridad y el Estado tienen la misión primordial de defender los derechos personales y colectivos contra cualquier clase de agresión injusta que pueda presentarse.

Ya desde ahora hay que decir que esta «mejor manera posible» ha de tener en cuenta no solo la eficacia y la contundencia sino también los aspectos morales, el respeto a la dignidad humana del adversario y sobre todo los derechos de la población inocente.

58. En ausencia de una autoridad internacional capaz de asegurar el orden internacional, está claro que un Estado soberano puede y debe organizar adecuadamente la defensa de su población y de su territorio. No es suficiente una concepción de la paz como mera ausencia de guerra ni puede apoyarse la defensa en una mentalidad armamentista. Una política de promoción positiva de la paz tiene que fundarse en primer lugar en el respeto a los derechos de todos y al desarrollo de unas relaciones internacionales justas y solidarias.

59. Hoy, por desgracia, existen todavía amenazas contra la paz y la libertad de los pueblos. Estas amenazas provienen de las ideologías que justifican la negación de los derechos humanos concretos en favor de inciertas utopías futuras, de la búsqueda de un bienestar cada vez mayor como meta absoluta sin atender a las necesidades de los demás, de la rivalidad y expansionismo de las grandes potencias, del empleo de métodos subversivos y violentos para reivindicar pretendidos derechos o vengar agresiones padecidas.

Es necesario todavía reclamar «el respeto de la independencia, de la libertad y de la legítima seguridad» de los pueblos.4 Por ello no se puede negar a los gobiernos el derecho a tomar aquellas medidas necesarias para la defensa y seguridad de sus pueblos.5

3. EXIGENCIAS ÉTICAS DE LA LEGÍTIMA DEFENSA

60. El derecho a la defensa legítima justifica evidentemente la producción y posesión de los medios necesarios para ejercerla. Pero desde el punto de vista moral surgen aquí graves preguntas: ¿Es lícito cualquier modo de organizar y llevar a cabo la propia defensa? ¿Es igualmente lícita la posesión y uso de cualquier clase de armas?. La doctrina tradicional de la Iglesia, aplicada a las nuevas circunstancias, tiene también aquí su aplicación.

61. El principio general para iluminar estas cuestiones es el siguiente: La defensa tiene que estar ordenada y subordinada al bien común de la sociedad cuyos bienes se pretenden defender; tiene que encaminarse a la evitación de la guerra, nunca a fomentarla o a provocarla; por último, la defensa tiene que ser proporcionada a los peligros reales de agresión. Tales criterios excluyen la validez de la carrera ilimitada de armamentos.

Por otra parte la defensa no puede descansar únicamente en la fuerza disuasoria de las armas. El primer esfuerzo de la defensa ha de consistir en el reconocimiento de los derechos de todos los hombres y pueblos, así como en el desarrollo de relaciones internacionales inspiradas en el respeto, la confianza y la solidaridad.

62. La legitimidad moral de la defensa no justifica, por tanto, la producción ilimitada de armas dando lugar al desarrollo de una industria armamentística que poco a poco va convirtiéndose en eje principal del desarrollo de la investigación, la industria y el comercio. Cuando esto ocurre, la defensa, en vez de ser un medio imprescindible para situaciones especiales, se convierte en el eje de un sistema económico que necesita ampliarse constantemente y justificarse sin cesar con la existencia de tensiones y conflictos. En esta situación, la fabricación y el comercio de armas, en vez de ser un instrumento de defensa, se convierte en un aliciente para la guerra, en una verdadera amenaza contra la paz y hasta puede llegar a ser una injusticia respecto a los más pobres.

63. Llegados a este punto no se puede dejar de hablar de los problemas que plantean las armas llamadas científicas, es decir, armas nucleares, biológicas y químicas. A efectos del juicio moral, la particularidad de estas armas es, ante todo, su gran poder mortífero y destructor. Desde un punto de vista cristiano y moral nos parece obligado afirmar que no es moralmente aceptable ni la fabricación, ni el almacenamiento ni el uso de esta clase de armas. Su gran poder destructor hace imposible admitir la moralidad de tal clase de armamentos. Un juicio semejante habría que hacer de ciertas armas convencionales con creciente capacidad de destrucción masiva e indiscriminada.

Nunca deberían haber aparecido en una humanidad civilizada estos instrumentos de destrucción generalizada e incontrolada. Una conciencia moral no puede aceptar la existencia y el desarrollo de tales armas como un modo normal de ejercer el legítimo derecho a la propia defensa. La Iglesia, como intérprete de la conciencia moral que nace del Evangelio y de la misma con ciencia moral de la humanidad, no ajena a las inspiraciones del Espíritu de Dios, no puede dejar de mantener vivo el imperativo moral de la prohibición y destrucción generalizada y controlada de tal clase de armamentos.

4. EL PROBLEMA MORAL DE LA DISUASIÓN

64. Para iluminar moralmente la situación actual no es suficiente decir que estas armas no debían haber existido nunca. Nos encontramos en una situación en la que de hecho las naciones más poderosas del mundo, divididas en bloques antagónicos, se amenazan mutuamente con grandes arsenales de armas nucleares y científicas capaces de destruir totalmente la vida humana sobre la tierra. El juicio moral sobre esta situación es complejo y requiere importantes matizaciones.

65. La estrategia de disuasión, tal como existe actualmente, no parece compatible con una conciencia moral que tenga en cuenta todos los aspectos afectados. Y esto por las razones siguientes: la estrategia de disuasión, llevada de su propio dinamismo interno, obliga a un crecimiento ilimitado en cantidad y calidad de las armas científicas aumentando ciegamente su poder destructor; esta carrera ilimitada de armamentos condiciona cada vez más el desarrollo, industrial y económico de los países afectados; el gran costo de estos armamentos obliga a consumir desmesuradamente los recursos limitados de que dispone la humanidad e impide a los países mas desarrollados mantener unas relaciones de verdadera colaboración y solidaridad con los países pobres y subdesarrollados. Mientras en unos países se llega a construir artefactos costosísimos de vida efímera que tienen que ser sustituidos en poco tiempo, en otros lugares de la tierra los hombres no pueden conseguir los niveles mínimos de subsistencia y de dignidad.

66. Para completar el análisis habría que añadir otra consideración: la industria armamentística exigida por la estrategia de la disuasión exige el complemento de la venta de armamentos a terceros países, generalmente pobres, con las consecuencias de endeudamiento y empobrecimiento de los países compradores y la multiplicación o agravamiento de los conflictos armados entre países pobres cuyos habitantes carecen con frecuencia de los bienes elementales de alimentación, sanidad y cultura. Cualquier persona con buen sentido moral y una información suficiente se siente obligada a rechazar esta situación global como incompatible con una moral de respeto a la vida humana y de solidaridad entre los pueblos.

«Crece desmesuradamente y el ejemplo produce escalofríos de temor la dotación de armamentos de todo tipo, en todas y cada una de las naciones; tenemos la justificada sospecha de que el comercio de armas alcanza con frecuencia niveles de primacía en los mercados internacionales, con este obsesionante sofisma: la defensa, aun proyectada como sencillamente hipotética y potencial, exige una carrera creciente de armamentos que sólo con su contrapuesto equilibrio puede asegurar la paz».6

67. Es preciso entrar en una consideración moral de la situación planteada entre las naciones de ambos bloques. Existe la división del mundo en bloques; existe la desconf ianza, el temor y la amenaza entre ambos bloques; existe la necesidad de defender la libertad de los pueblos que se sienten amenazados ¿Qué se puede decir desde una conciencia moral para superar razonablemente esta situación que parece un callejón sin salida?

68. En el año 1982 Juan Pablo II se expresaba en estos términos: «En las circunstancias presentes, una disuasión basada en el equilibrio, no ciertamente como un fin en sí misma, sino como una etapa en el camino de un desarme progresivo, quizá podría ser juzgada todavía como moralmente aceptable.7

69. A la vez, siguiendo las enseñanzas del Concilio y citando palabras de Pablo VI, el Sto. Padre expresaba sus reservas de orden moral frente a la estrategia de la disuasión: no es suficiente garantía para la paz ni camino seguro para mantenerla y fortalecerla; la estrategia de disuasión implica la necesidad de ser superior al adversario adquiriendo niveles cada vez más altos de capacidad destructora con lo que resulta inevitable la carrera de armamentos con todos los males y riesgos que lleva consigo.

70. Los pueblos tienen derecho a defenderse cuando se sienten amenazados; los gobiernos tienen obligación de asegurar esta defensa; el desarme unilateral podría convertirse en un aliciente para el posible agresor convirtiéndose así en una facilidad para la guerra en vez de ser una condición para la paz.

71. El punto esencial consiste en no apoyar el mantenimiento de la paz o la evitación de la guerra de manera exclusiva o primordial en el temor impuesto por la amenaza de las armas. Es preciso poner en el primer plano de los esfuerzos para evitar la guerra y mantener la paz las negociaciones y relaciones internacionales junto con el reconocimiento universal de los derechos humanos tanto de las personas concretas como de los pueblos.

El orden moral exige que los gobiernos se comprometan a establecer conversaciones y negociaciones para crear el suficiente clima de confianza que permita, en primer lugar, paralizar cuanto antes la producción de nuevas armas científicas y evitar su dispersión o extensión de manera absoluta. Es preciso que la colaboración y la confianza, expresadas en hechos concretos, hagan retroceder progresivamente los recelos y las amenazas. Posteriormente hay que avanzar en la disminución de estas armas de manera bilateral, gradual y controlada hasta llegar a su completa destrucción y prohibición.

72. Para que este proceso sea posible es necesario también que se avance en el reconocimiento efectivo de los derechos humanos de los hombres y de los pueblos. Las diversas ideologías y los diferentes sistemas podrían coexistir pacíficamente con tal de que se afirmasen en un contexto de libertad, de respeto al derecho de autodeterminación y autogobierno de los pueblos, al derecho a la libertad de expresión, a la libertad religiosa, a la libertad de circulación, comunicación y asentamiento. El reconocimiento generalizado de los derechos humanos dentro y fuera de las propias fronteras y el establecimiento de una política de confianza y de solidaridad entre todos los pueblos de la tierra es el camino para eliminar los bloques antagónicos existentes. De esta manera se hará innecesaria la carrera de armamentos y resultará posible romper la lógica diabólica del armamentismo.

73. Es necesario añadir que una política de paz debe inspirarse hoy en una solidaridad internacional y planetaria. Estos objetivos de solidaridad tendrían que ser el auténtico objetivo de la investigación y del avance industrial, así como de las relaciones y pactos de colaboración entre los pueblos Esta es la condición para que los avances técnicos y políticos de la humanidad resulten acordes con los planes de Dios y puedan dar lugar a un verdadero progreso material y moral, cuantitativo y cualitativo, de la humanidad.

74. Finalmente, este proceso pacífico de la humanidad no será prácticamente posible sin la existencia de una autoridad universal, verdaderamente representativa y democrática, capaz de garantizar la vigencia de los pactos establecidos, los legítimos derechos de los pueblos y la solución justa y pacífica de los conflictos locales que puedan aparecer.

75. «A quienes piensan que los bloques son algo inevitable, nosotros les respondemos que es posible e incluso necesario crear nuevos tipos de sociedad y de relaciones internacionales que aseguren la justicia y la paz sobre fundamentos estables y universales». «Este es el camino que la humanidad tiene que emprender si quiere entrar en una era de paz universal y de desarrollo integral».8

  1. JUAN XXIII, Paz en la tierra, 127.
  2. Cf. Constitución pastoral, 80.
  3. Cf. Ibídem 82.
  4. Cf. JUAN PABLO II, Mensaje a la II Asamblea Extraordinaria de la ONU (761982), 5.
  5. Constitución pastoral, 79.
  6. PABLO VI, Mensaje para la Jornada Mundial de la paz de 1976.
  7. JUAN PABLO II, Mensaje a la II Asamblea Extraordinaria de la ONU (761982), 2.
  8. JUAN PABLO II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1986, 3.

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