Compendio De La Vida Del V. J. Gabriel Perboyre. Capítulo 9

Francisco Javier Fernández ChentoJuan Gabriel PerboyreLeave a Comment

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Author: Desconocido · Year of first publication: 1890.
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Capítulo noveno: Muerte del venerable Siervo de Dios (2 de Septiembre de 184o)

1. Enérgica resistencia que opone a los últimos esfuerzos del Virrey para hacerle apostatar. — 2. Espera en la prisión ocho meses a que su sentencia de muerte sea ratificada por el Emperador. — 3. Puede con­fesarse y dar noticias de sí a sus compañeros. — 4. Son mitigados los rigores de su cautividad. — 5. No puede recibir la Sagrada Comu­nión. — 6. Admiración que inspira a los criminales presos con él. — 7. Santo gozo que le producen los padecimientos. — 8. Tan pronto como llega la confirmación de la sentencia es conducido al suplicio. — 9. Sus últimos momentos y su glorioso martirio. — 10. Su cuerpo es objeto de asombro y de admiración. — 11. Piadosa superchería que se practica para obtener sus restos preciosos y tributarles los últimos deberes. — 12. Es sepultado cerca del venerable Clet.

1. Había llegado ya el 15 de Enero y los jueces del venerable confesor, rendidos por su invencible pacien­cia, determinaron dejar una lucha que les era tan poco ventajosa. Sin embargo, el Virrey, antes de pro­nunciar la sentencia, quiso tentar el último esfuerzo para inducir a apostatar al siervo de Dios y a otros cristianos, los cuales, a ejemplo suyo, habían perseve­rado generosamente en la confesión de su fe. «Ha­biéndonos hecho conducir a su tribunal, dice uno de ellos, nos habló de esta manera: Vuestra sentencia va a ser pronunciada. Tú, Tong-Oueng-Sio (nombre chino del Sr. Perboyre), serás estrangulado; y vosotros, que no habéis cesado de resistir a las órdenes de vuestros superiores, ni habéis querido apostatar, iréis al destierro. Voy, sin embargo, a tratar de salvaros; renegad de vuestra fe y seréis libres; si no, recibiréis el castigo merecido. »

«El venerable mártir respondió el primero: «Antes morir que renegar de la fe.» Y todos dimos la misma respuesta. Irritado el Virrey por nuestra constancia, añadió: «¿No queréis renunciar a vuestros errores? Pues bien, firmad vuestra propia condenación al trazar con la mano sobre este papel la señal de la cruz.» Y tomando inmediatamente el siervo de Dios el pincel chino que se le presentaba, pintó una cruz sobre el papel, y nosotros hicimos lo mismo.»

2. Pero como una sentencia capital no podía ser ejecutada sino después de haberla ratificado el Emperador, el Sr. Perboyre tuvo que aguardar aún ocho meses las órdenes de Pe-King. Difícilmente se comprende cómo pudo sobrevivir todo ese tiempo a tantos suplicios, con el cuerpo despedazado, las carnes cayendo a jirones, los huesos descubiertos en el antro inmundo que le servía de prisión, imposibilitado para estar sentado o en pie, yaciendo en el suelo casi inmóvil. En medio de todo, la severa consigna que hasta entonces había prohibido rigurosamente al siervo de Dios toda comunicación con los de fuera, se mitigó un poco, y algunos cristianos pudieron llegar hasta él. Se aprovechó de esto el Sr. Perboyre para rogar a uno de sus primeros visitantes que le proporcionase un sacerdote del cual pudiese recibir los auxilios de la religión. Fuele concedido este consuelo, y uno de sus compañeros chinos, M. Yang, pudo penetrar en su prisión. Mas al entrar en ella, ¡qué espectáculo se ofreció a sus ojos! A la vista del generoso confesor echado en el suelo, casi muerto, desgarrados los miembros y cubiertos de lívidas llagas, no pudo con­tener sus lágrimas, y apenas le fue dado reprimir su emoción y pronunciar algunas palabras.

3. Aprovechó el siervo de Dios esta corta entrevis­ta para confesarse y para dar algunas noticias de sí a sus compañeros de Congregación en una breve carta escrita en latín y manchada de la sangre que caía de sus manos. He aquí lo que les escribía: «Las circuns­tancias del tiempo y del lugar no me permiten daros largos detalles acerca de mi situación; ya la conoce­réis plenamente por otros conductos. Cuando llegué a Kou-Tchen-Kieng, fui tratado con bastante humani­dad durante mi permanencia en este punto, a pesar de haber sufrido dos interrogatorios, en uno de los cuales me obligaron a estar una gran parte del día hincado de rodillas con las piernas desnudas sobre cadenas de hierro, y colgado en la máquina hant-se.1 En Ou-Tchang-Fou he sufrido más de veinte interrogatorios, acompañados casi todos de diversos tormentos, por­que no respondía a lo que me preguntaban los man­darines.2 Si hubiera respondido, ciertamente se hu­biera desencadenado una persecución general en todo el imperio. Sin embargo, cuanto he sufrido en Sang-Yang-Fou ha sido por causa de religión. En Ou-Tchang-Fou he recibido diez golpes de pantsé, porque no quise pisotear la Cruz. Más tarde sabréis otras circunstancias. De veinte cristianos, o muy cerca, que conmigo fueron apresados y presentados, han apostatado públicamente las dos terceras partes. »

4. Desde entonces el confesor de la fe recibió frecuentes visitas de cristianos, y particularmente del catequista Andrés Fong, que le prestó muchos y buenos servicios. También fue asistido con mucho esmero por un médico pagano, el cual, admirado de su paciencia y dulzura, manifestábale mucho interés. Pudo también recibir vestidos, una manta y un colchón, todo lo cual suavizó un poco los rigores de cautividad.

3. Había, no obstante, un alimento por el cual suspiraba con tanto más ardor cuanto más largo era el tiempo que no lo había recibido: era la divina Eucaristía. Pero este pan celestial no podía llegar hasta él sin ser expuesto a profanaciones, pues que por el temor de que se le emponzoñara para sustraerle a la ejecución que le esperaba, sus guardias tenían orden de catar todo cuanto se le llevase. Tuvo, pues, que renunciar a este consuelo, y semejante privación no fue la menor de todas las que sufrió en la cárcel.

6. Sus compañeros de cautividad, criminales públicos y cuyos corazones endurecidos por la maldad eran poco accesibles a sentimientos nobles y generosos, no pudieron, sin embargo, dejar de sentir el dulce atractivo que sobre cuantos a él se acercaban ejercía el siervo de Dios. Testigos continuos de su santa vida, y especialmente de su perfecta modestia, no pudieron menos de admirar tantas virtudes. Experimentando afectos de estima y veneración hacia él, que quizás fueron los primeros de su vida, se lamentaban a voz en grito y no temían decir muy alto que era digno de mejor suerte.

7. En cuanto a él, lejos de tenerse por digno de compasión, felicitábase de su dicha, y los sufrimientos que llenaban sus días y sus noches tenían para él un mágico encanto, porque sabía que le tornaban más y más conforme a su divino modelo. Y si alguna cosa deseaba todavía, era, a imitación del Apóstol, ver rotos los lazos que le retenían acá abajo alejado del objeto de su amor. Desiderium habens dissolvi et esse cum Christo. (Phil., 1, 23)

8. Y en efecto; estaba ya cercano el momento en que su deseo iba a realizarse. El 21 de Septiembre de 1840 llevó un correo imperial el edicto en que se con­firmaba la sentencia de muerte, y que siguiendo el uso de la China, debía ser inmediatamente ejecutada. Por lo tanto, sin pérdida de tiempo, y sin que el juicio fuera aún del dominio público, sacaron al siervo de Dios de la cárcel, como a la imprevista, para llevarle al suplicio. Era viernes, y por disposición providencial del cielo, que había de darle un nuevo rasgo de seme­janza con su divino Maestro, determinaron los jueces hacer más ignominiosa la ejecución, conduciéndole a la muerte con cinco malhechores: et cum sceleratis repu­tatus est. No habiéndose publicado el edicto, y la razón de esto se ignora, explícase fácilmente cómo los cris­tianos no asistieron al suplicio. Uno solo, que casual­mente se encontró con el cortejo, es el que presenció el martirio. A él debemos los detalles que siguen:

Marchaba el caballero de Jesús con los pies desnudos, y sin otro vestido que unos calzoncillos recubiertos con el hábito rojo de los reos. Sus manos estaban atadas detrás de la espalda, y sostenían una vara en la cual flotaba un letrero que expresaba la sentencia de muerte pronunciada contra él: et imposuerunt super caput ejus causam ipsius scriptam. (Matth., xxviii, 37.) Y, ¡cosa admirable! había recobrado todas sus fuerzas; sus llagas habían desaparecido, y su carne habíase tornado pura y limpia como la de un niño. Su cara, brillando con resplandor y hermosura sobrenatural, respiraba un santo gozo, y sus labios pronunciaban oraciones a media voz.

Hay en la China la costumbre de llevar los reos al suplicio con precipitación y a paso de corrida. Cada condenado es acompañado de dos satélites, los cuales más bien que conducirle lo arrastran. Esta marcha acelerada, unida al redoble de los tambores; da a las ejecuciones capitales un carácter de terror que llena de espanto a los chinos. De esta manera llegó el santo mártir al lugar en que había de consumar su sacrificio. Advertidos los paganos por el ruido de los tambores acudieron allí en grande número. Pero sabiendo la paciencia y dulzura que el confesor de la fe había mostrado en su prisión y en medio de los tormentos ante los tribunales, murmuraban de que se diese muerte a un hombre, igual, como ellos decían, a los dioses por su bondad. Púsose de rodillas para hacer oración, esperando el instante de su sacrificio, conmoviéndose los paganos al ver su actitud tranquila y llena de recogimiento. El cristiano que lo presenciaba, obligado a cubrirse con las manos para ocultar sus lágrimas, les oía exclamar: «He ahí el europeo puesto de rodillas y orando.»

9. Por fin, decapitados los cinco criminales que le acompañaban, llegó su turno al siervo de Dios, cuyo sacrificio era preciso que fuese más largo y más doloroso. Comenzó el verdugo por desnudarle del hábito encarnado, no dejándole más que los calzoncillos. Luego le ató al madero, que tenía la forma de cruz. Sus dos manos vueltas a la espalda fueron amarradas al palo transversal, y sus pies, doblados por detrás, le daban la actitud de un hombre arrodillado a cinco o seis pulgadas sobre la tierra. Mas como para hacer sentir mejor a su víctima los horrores de la muerte, dándola el tiempo de reconocerse, torció dos veces la cuerda antes de dar, por fin, a la tercera la presión decisiva. Como todo el cuerpo pareciese aún conservar algún resto de vida, un satélite se cuidó de rematarle, dándole con el pie un duro golpe sobre el bajo vientre. Esta circunstancia hace recordar involuntariamente la lanzada del soldado que abrió el costado del Salvador, y patentiza de un modo más sorprendente la semejanza que ya se ha notado entre la Pasión del Maestro y la de su fiel discípulo. Como Jesucristo, traicionado por uno de los suyos, llevado de tribunal en tribunal y abrumado de todos los trabajos y humillaciones sin dejar escapar la menor queja, el Sr. Perboyre es injustamente condenado a muerte, conducido al suplicio entre infames criminales, tratado más cruelmente que ellos, y por fin, puesto el viernes en una cruz, sobre la cual entrega a Dios su hermosa alma. ¡Ah! Es muy cierto, generoso atleta, mártir santo, que al confesar tan valerosamente a Jesucristo en medio de todos los suplicios, y al derramar vuestra sangre por su amor habéis imitado aquí su vida trabajosa y humilla­da, a fin de participar pronto en el cielo de su glo­rioso triunfo: si compatimur, ut et conglorificemur. (Rom., VII, 17.)

10. Esta convicción se impuso ya desde entonces a todos los que le habían conocido durante su vida, pre­senciaron su constancia en los tormentos y fueron tes­tigos de las cosas extraordinarias con las cuales plugo al Señor glorificar a su siervo después de su muerte: Su cuerpo, en efecto, fue muy pronto objeto de admi­ración. Lejos de presentar el aspecto horrible que pre­sentan los cadáveres de los ajusticiados después de pa­decer ese género de muerte, resplandecía con extraor­dinaria belleza, muy superior a la que tenía viviendo aún. Su cara no estaba lívida, sino fresca y encarnada; sus ojos, en lugar de saltar de su órbita de manera espantable, inclinábanse modestamente al suelo. No salía su lengua de la boca, que estaba cerrada, y cuyos labios parecían sonreír. En fin, sus miembros ninguna señal conservaban de los malos tratamientos que acababa de sufrir. Y lo que más notable es, su cabeza resplandecía con aureola luminosa, cuya cla­ridad fue percibida por muchos testigos. Sintióse un pagano tan conmovido por estos hechos, que inme­diatamente se convirtió al Cristianismo.

11. Este prodigio pudo ser comprobado muy fácil­mente, por cuanto, según las órdenes del Virrey, el santo cuerpo estuvo en el madero hasta el día siguien­te. Los cristianos aprovecharon este intervalo para rescatar de los satélites los vestidos del mártir; y sobre todo, sus preciosos restos. A fin de obtener esto, sin comprometer a nadie, usaron de una piadosa superchería, en la cual convinieron los encargados de sepultarle ganados por dinero. Cargados del rico peso cuyo inestimable precio conocían tan poco, dirigiéndose al lugar señalado para la sepultura, fueron por un camino extraviado, y con un pretexto cualquiera se detuvieron ante una casa que les había sido indicada. Allí encontraron un féretro lleno de tierra que tomaron prontamente, dejando en cambio el que contenía los restos del venerable siervo de Dios. Los cristianos se apresuraron a levantar con respeto y amor aquellos miembros que habían sufrido tanto por Jesucristo, y los adornaron con ricos y magníficos vestidos, en cuya confección habían pasado toda la noche anterior.

12. Habiendo después tributado al santo cuerpo los últimos deberes, lo sepultaron honrosamente en la vertiente de la montaña Roja, al lado de un compañero de armas, que veinte años antes le había precedido en la gloriosa carrera del martirio. Recuérdese cómo a su primer paso por Ou-Tchang-Fou, cuando iba a su misión de Ho-Nan deseó ardientemente el Sr. Perboyre visitar esta tumba. La Providencia entonces no se lo permitió, porque tenía reservado en sus designios amorosos unir a los dos después de la muerte, trasladando sus almas al cielo, y colocando sus despojos mortales en un mismo sepulcro. Así es, en efecto, como la muerte unió a los dos venerables siervos de Dios Juan Francisco Clet, y Juan Bautista Perboyre, los cuales tuvieron en vida tantos rasgos de semejanza, y cuyas virtudes hiciéronles tan amables a Dios, a los Ángeles y a los hombres. Amabilis in vita sua, in monte quoque non sunt divisi. (Reg., II, I, 23.)

Cierto peregrino, que un año después tenía la dicha de orar sobre esta tumba, escribía: «No se ve mármol cincelado que cubra los huesos de estos dos hijos gloriosos de San Vicente de Paúl, pero diría uno que se ha encargado Dios de los gastos del mausoleo; plantas rastreras y espinosas muy parecidas por su forma a la acacia crecen naturalmente sobre los dos sepulcros. Por cima de esta alfombra de verdura se levantan con profusión mimosas muy notables por su frescura y elegancia. Al ver todas estas brillantes co­rolas que se deslizan a través de espeso tejido de es­pinas, viene espontáneamente al pensamiento la gloria con que en el cielo son coronados los padecimientos de los mártires.«

  1. Se llama así una máquina puesta sobre la cabeza del paciente, con la cual se unen los pulgares de las dos manos y la trenza del cabello de la cabeza. Así colgado y teniendo desnudas las rodillas sobre cadenas de hierro, le es imposible hacer cualquiera movimiento sin grandes do­lores.
  2. Lo que preguntaban los mandarines era los nombres y residencia de los cristianos, catequistas y misioneros.

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