Capítulo primero: Nacimiento del Venerable Perboyre y sus primeros años hasta su entrada en la Congregación de la Misión (1802-1818 )
1. Su nacimiento, sus padres y sus primeros años. — 2. Instrucción primaria, catecismo y primera comunión. — 3. Su perseverancia en el bien. — 4. Apostolado que ejerce a su alrededor. — 5. Acompaña a su hermano Luis al Seminario menor de Montaubán. — 6. Se le quiere detener allí. — 7. Su vocación se manifiesta, y permanece en el establecimiento. — 8. Su aplicación al estudio. — 9. Su conducta ejemplar. — 10. Estudia la Filosofía y sustituye a un profesor.
1. El 6 de Enero de 1802, nació en Puech, pequeño caserío de la Parroquia de Mongesty, Diócesis de Chaors, un niño que al siguiente día recibió en la fuente bautismal los nombres de Juan Gabriel, y el cual, con el dulce resplandor de sus virtudes y con el triunfo de una muerte sufrida gloriosamente por el nombre cristiano, había de honrar a la Iglesia y a la familia de San Vicente de Paúl.
Sus padres, Pedro Perboyre y María Rigal, medianamente provistos de bienes temporales, eran muy ricos en los de la gracia. Una fe sencilla y firme como la de los primeros cristianos, costumbres verdaderamente patriarcales y conservadas en su pureza por el cumplimiento exacto de todas las obligaciones de la vida cristiana, tal era la porción más preciosa de su herencia, y la que cultivaban con mayor esmero. Así es que Dios bendijo esta unión, dándole ocho hijos; cuatro varones y cuatro hembras, los cuales todos se mostraron dignos de padres tan cristianos. Una de las hijas murió cuando iba a entrar en comunidad, y las otras dos son hijas de San Vicente. En cuanto a los varones, tres han entrado en la Congregación de la Misión: Juan Gabriel, nuestro venerable mártir; Luis, que murió en el mar, dirigiéndose a la China, y Jaime, el cual ha sobrevivido a sus dos hermanos misioneros, y se encuentra en París.
Los primeros años de Juan Gabriel no presentaron ese carácter de ligereza que es tan ordinario en la infancia. Su lenguaje, su continente, su modo de andar, todo respiraba en él una gravedad superior a sus años; y esta madurez precoz, que inspiraba a los suyos una suerte de veneración, tenía por principio una piedad verdaderamente sorprendente en un niño de cinco años. Mostraba mucho gusto por las cosas santas; y el amor divino, del cual su corazón juvenil estaba repleto, se manifestaba visiblemente en la manera con que pronunciaba los santos nombres de Jesús y de María, y en la actitud religiosa que guardaba en la iglesia, o que le acompañaba en casa al rezar sus oraciones.
Siendo su modestia singular, tenía un horror instintivo hacia todo lo que pudiera ofender en poco o en mucho la delicadeza de esta virtud, de tal manera que no se prestaba gustoso a ninguna familiaridad o demostración afectuosa, y aun sufría con pena las caricias de su madre. Así es que su corazón puro estaba dotado de una sensibilidad exquisita, la cual le obligaba a compadecerse de los padecimientos del prójimo: tenía un grande amor a los pobres, se hacía frecuentemente su abogado y creíase dichoso cuando podía darles alguna limosna.
Esto empero no lo hacía sino cuando para ello obtenía el permiso de sus padres; tan sumiso les estaba, a ejemplo del divino Infante Jesús. Esta docilidad, no solamente a sus órdenes, sino también a sus deseos, nunca se desmintió en él, y jamás se le pudo reprochar la menor desobediencia. Por ella mereció muy pronto toda su confianza, y desde la edad de seis años recibió el oficio de guardar un pequeño rebaño; empleo que cumplió a satisfacción de todos, y sin dar jamás señal alguna de mal humor o de impaciencia, a pesar de las intemperies de las estaciones y de los caprichos de los animales que conducía.
2. Cuando a la edad de ocho años comenzó a frecuentar la escuela, su maestro observó en él disposiciones más que ordinarias, las cuales unidas a su virtud le conciliaron la estimación y el respeto de todos sus condiscípulos. Nunca se le vio familiarizarse con ninguno de éstos, y aunque vivió en buena armonía con todos, alternaba más frecuentemente con los que mostraban inclinación a la piedad.
No manifestó ni menos aptitud ni menos aplicación para el catecismo; y el Sr. Cura, sorprendido de ver en este niño una instrucción tan sólida, unida a la más tierna piedad, creyó del caso derogar el uso establecido en la Parroquia, admitiéndole más pronto que a los otros, esto es, a los once años, a hacer su primera comunión. A nadie le ocurrió criticar semejante excepción, motivada por tan raras cualidades, y todos se regocijaron de ver acercarse a la mesa de los ángeles al que por la voz común era ya llamado el Santito.
3. El fervor con que practicó este acto tan importante de la vida cristiana no fue pasajero, pues desde entonces se miró a Juan Gabriel como modelo de toda la Parroquia por la regular asistencia a todos los Oficios de la Iglesia, y por la frecuencia de Sacramentos. El tiempo que podía robar al cumplimiento de sus deberes de estado lo consagraba a piadosas lecturas, hechas casi siempre en la Vida de los Santos, y especialmente en la de San Vicente de Paúl, a quien amaba mucho; y en los días de domingo y demás fiestas casi no abandonaba el lugar santo, del cual parecía haber hecho su morada.
4. La caridad divina, que henchía su corazón irradiando en torno de él, hacía sentir su dulce y saludable influencia. Animado de un celo ardiente, mas prudente é ilustrado, ejercía un verdadero apostolado, no solamente en el seno de su familia, y respecto de sus hermanos y hermanas, a quienes instruía, reprendía o animaba para alejarlos del mal y conducirlos a lo bueno, sino también respecto de los obreros con quienes trabajaba en los campos, y cuyos discursos hizo que fuesen más convenientes y circunspectos.
Un conjunto tan raro de cualidades no podía menos de hacer presagiar el más bello porvenir, y cada uno se preguntaba, como en otro tiempo con-motivo de San Juan Bautista: ¿qué será un día este niño? Quis gatitas pues iste erit? (Luc. 1, 66.) Vamos a ver qué respuesta había de dar a esta cuestión la Divina Providencia.
5. Hallábase también dotado de las más felices disposiciones uno de los hermanos de Juan Gabriel, llamado Luis. Su tierna piedad y el deseo que manifestaba de abrazar el estado eclesiástico movieron a sus padres a enviarle a Montaubán en compañía de su tío, Sr. D. Jaime Perboyre, Superior del Seminario menor; mas como era muy tímido y de salud bastante delicada, pidió Juan Gabriel permiso para acompañarle y pará permanecer allí dos meses con él, a fin de ayudarle a que se acostumbrase a este nuevo género de vida.
Dejaron, pues, los dos hermanos juntamente y por vez primera la casa paterna. Fue, sin duda, esto, un motivo de grande pena para esta familia, cuyos miembros todos se hallaban tan unidos, y así derramaron muchas lágrimas; mas el pensamiento de que Juan Gabriel volvería pronto mitigaba un poco la amargura de la separación.
Esta esperanza, sin embargo, no había de realizarse, porque Dios tenía sobre este joven de quince años otros designios que pronto iban a manifestarse.
Juan Gabriel no pensó al principio más que en aprovechar el tiempo que debía pasar con su hermano para adquirir algunos conocimientos útiles, y estudiar la gramática francesa, la aritmética y un poco de geometría.
6. Mas bien pronto los profesores de la casa, admirados de su piedad, de sus amables cualidades y de su facilidad para el estudio, y viendo también en él señales nada equívocas de vocación al estado eclesiástico, instaron vivamente al Superior para que le retuviese consigo y le hiciese comenzar el estudio del latín. El Sr. D. Jaime Perboyre no cedió tan pronto a sus instancias, aunque muy conformes a sus deseos interiores: es muy necesario, decía él sencillamente, dejar alguno a sus padres, para que les ayuden a cultivar sus viñas.
7. Habiendo venido por entonces el padre a buscar a su hijo, los profesores trataron de persuadirle con mucha fuerza a que le dejase estudiar, representándole que sería lástima condenar a los trabajos del campo a un joven ante el cual parecía abrirse un porvenir tan lleno de esperanzas. El padre, antes de consentir en esto, quiso saber lo que Juan Gabriel pensaba y cuál era su parecer sobre este punto. Mas el joven, comprendiendo toda la importancia de la cuestión que se le proponía, pidió algún tiempo para examinar en la presencia de Dios qué partido había de tomar; y el 16 de Junio de 1817 escribió a su padre: «Mi amado padre: después de iros de esta ciudad he reflexionado sobre la propuesta que me hicisteis de estudiar el latín. He consultado con Dios acerca del estado que debía abrazar para ir más seguramente al cielo. Después de muchas oraciones pienso que el Señor quiere que entre en el estado eclesiástico. En su consecuencia he comenzado a estudiar el latín. Bien conozco la necesidad que tenéis de la ayuda que yo os podría prestar; mi única pena es la de no poder aliviaros en vuestras grandes ocupaciones; pero, en fin, si Dios me llama al estado eclesiástico, no me es posible tomar otro rumbo para llegar a la eternidad bienaventurada.» Esta carta, llena de sentimientos tan cristianos, acabó con las dudas del padre, el cual respondió inmediatamente que estaba dispuesto, no solamente a no poner obstáculos a su vocación, sino también hacer todos los sacrificios necesarios y posibles para fomentarla.
8. Juan Gabriel, juzgándose dichoso de poder así corresponder al llamamiento del Señor, se aplicó con ardor a sus nuevos estudios, y a pesar de su edad relativamente avanzada, pues tenía más de quince años, hizo bien pronto en ellos rápidos progresos. Seis meses después de haber comenzado el latín, pudo ya entrar en la clase de tercer año, ganando en seguida el primer lugar. Por Pascua se le hizo subir al cuarto ario, y como también obtuvo los primeros puestos, al comenzar el siguiente curso pasó a quinto, estudiando después la retórica, en donde obtuvo los más felices resultados.
9. No sobresalió menos por su conducta intachable, por su regularidad siempre ejemplar y por su piedad verdadera y sólida. Dejábanse ya ver en él en un grado no común aquellas virtudes de humildad, de caridad, de dulzura, de celo y de mortificación que más tarde habían de edificar tanto a los que estaban destinados a ser felices testigos de ellas. Por esta razón fue bien pronto para sus condiscípulos el objeto de una especie de veneración, al mismo tiempo que poseía la estimación y afecto de sus maestros. Lejos, sin embargo, de valerse para nada de estas ventajas, se miraba sinceramente como el último de todos, no buscando más que su propio anonadamiento y poner en práctica la máxima del libro de la Imitación, tan amada de las almas humildes: Ama el ser desconocido y reputado por nada: ama nesciri et pro nihilo reputari. De la influencia que le daba su virtud sólo se servía para conducir a los otros al bien y para vacar más libremente a la oración, a lecturas piadosas y aun a la meditación, de la cual daba cuenta, cuando se la pedían, con una sencillez angelical.
10. El estudio de la Filosofía, a que se dedicó después de la Retórica, reveló en él nuevas y preciosas cualidades: un juicio muy recto unido a una grande facilidad de concebir, y un espíritu inclinado a la Metafísica que le permitía profundizar con rara penetración en las cuestiones más abstrusas.
Esta madurez precoz, acompañada de tanta virtud, determinó a su tío encargarle, por más que no había terminado aún sus estudios, el relevo de un profesor que acababa de salir de la casa, estando bien persuadido de que el joven filósofo estaría a la altura de su puesto. Su esperanza no salió fallida, pues el nuevo regente supo de tal modo conquistarse la estimación y afecto de sus discípulos, que éstos, treinta años después, no hablaban de Perboyre sino con lágrimas de ternura.
Sin embargo, preparábale insensiblemente la divina Providencia para una vida más perfecta, y la Congregación de la Misión no debía de tardar en abrirle sus puertas.