Características del misionero a la luz del carisma vicenciano

Francisco Javier Fernández ChentoJuventudes Marianas VicencianasLeave a Comment

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Autor: Desconocido · Fuente: Web de JMV Internacional.
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Por el origen de la Asociación JMV, no cabe duda de que le caracterizan una serie de rasgos que la diferencian de otros movimientos juveniles laicales. Todos conocemos las notas propias que, desde el comienzo, hacen de JMV una Asociación eclesial, misionera, mariana y vicenciana. De esto participan igualmente los que son llamados al servicio específico de misiones. Sin embargo, dentro de la nota misionera destacáis con más profundidad que los demás y tenéis que trabajar en algunas facetas muy importantes que os ayudarán a ser verdaderos vicencianos misioneros, en una línea de fidelidad a los orígenes y a San Vicente de Paúl.

Un gran respeto: como el que va de puntillas

Es, quizás, uno de los valores en los que más insiste San Vicente al dirigirse a quienes le siguen en su carisma. Pero, ¿en qué consistiría esta virtud entre vosotros, jóvenes del siglo XXI, que queréis dar respuesta a una exigencia interior de ayudar a los pobres en un país de misión? No sería otra cosa que ir a aquellos a quienes queréis evangelizar en una actitud de igualdad, no de superioridad, en una actitud de querer aprender de ellos, no de enseñarles todo, en la actitud de quien espera siempre ayuda de los demás, no de autosuficiencia.  Ser un misionero humilde en clave vicenciana sería el vivir siempre perplejo ante el descubrimiento de continuas novedades en los otros, y especialmente entre los pobres; acabar descubriendo en ellos, tan pequeños y desvalidos, tan miserables, el rostro de Cristo.

Es un valor o una virtud que atañe a nuestra relación con los otros, pero también atañe a la relación con nosotros mismos, a nuestra autoimagen, a la aceptación de nuestros límites y nuestras posibilidades. Así, hemos de ser humildes reconociendo que nunca estaremos suficientemente preparados, que siempre nos faltarán recursos para resolver todas las situaciones o dar respuesta a lo que los demás nos piden, que tenemos lagunas importantes en nuestra formación, que fallamos en aspectos en los que a los demás exigimos fidelidad, que hay facetas de nuestra personalidad que hieren a los otros, o al menos, les hace difícil una relación fluida.

Con respecto a Dios, aquellos que son llamados por él a esta misión tan especial, deberían vivir en una estado de gratitud humilde por su elección. Ante Dios y nuestra vocación misionera no podemos creernos superiores a los demás, no estamos hechos de otra madera, no somos mejores que los demás en nada, no tenemos privilegios ni prerrogativas… Al contrario: ser elegidos y llamados a la misión ad gentes nos obliga justamente a sentirnos débiles en muchas facetas, a preguntarnos qué tenemos nosotros que no tienen los demás, a ver en quienes conocemos muchas cualidades mejores que las nuestras que les harían muy aptos para la misión… tendría que llevarnos a una gran responsabilidad ante la llamada, fidelidad ante el cometido y autenticidad para ser testigos de la fe allá donde nos envíen.

Tan cercanos, que vayamos en zapatillas cuando estemos con los pobres

En tiempos de San Vicente había otras muchas congregaciones que se dedicaban a la evangelización, la catequesis y la formación del clero: dominicos, jesuitas, franciscanos… todos tenían ya mucho rodaje y una gran experiencia y preparación que les hacía más fácil el trabajo. Algunos de ellos tenían una gran cultura y utilizaban diversos métodos para su labor. Recordemos que es la época del barroco y muchos sacerdotes se dedicaban a prepara homilías tremendamente complicadas donde lo importante parecía ser más la forma que el fondo; hasta tal punto que los oyentes muchas veces no entendían absolutamente nada de lo que escuchaban. Se hicieron muchas críticas a este modo de presentar la fe a los católicos de entonces, pero tardaron mucho tiempo en volver a lo sencillo.

San Vicente tuvo muy claro desde el principio a quién iba dirigida la evangelización de sus misioneros y siempre les recomendaba sencillez en la presentación de las catequesis, las homilías y todo lo que necesitaban para misionar en las aldeas y en las afueras de las ciudades.

A los laicos misioneros, de haberlos habido entonces, de seguro les hubiera hecho la misma advertencia; por eso, para ser fieles a lo vicenciano, hemos de tender a que aquellos a quienes nos dirigimos entiendan lo que les presentamos, que el mensaje sea más importante que las palabras que utilicemos, que recurramos a comparaciones populares para que todos comprendan, que no seamos rebuscados en nuestros argumentos y en nuestras expresiones.

Hoy día, en que tantos medios tecnológicos hay, tenemos la tentación de querer utilizarlos todos para ser originales e innovadores, para impresionar a los oyentes o videntes. No podemos olvidar jamás que los medios no pueden convertirse en fines, en cortinas de humo que ocultan el verdadero mensaje. La vitalidad de lo que decimos no depende de un soporte tecnológico, es más bien fruto de nuestra convicción, de nuestra autenticidad al vivirlo, de la alegría que produce la fidelidad a la voluntad de Dios. Todos tenemos experiencia de haber recibido un gran testimonio de personas convencidas que sólo han usado el lenguaje oral y la expresión de sus gestos.

Esto no quiere decir que tengamos que renunciar a una metodología actualizada y que, a veces, recurramos a medios que nos ofrece la técnica. Sin embargo, hemos de ser lúcidos a la hora de usarlos y examinar nuestras motivaciones; ¿no ocurre a veces que nuestro mensaje es tan pobre que necesariamente necesita llamar la atención sobre algo distinto a él como son los medios?

Pero la sencillez va más allá de los medios. Prescindiendo de ellos necesitamos acercarnos a la gente de modo que seamos accesibles a ellos, que puedan dirigirse a nosotros con libertad, sin temor, con el motivo que sea: para pedir u ofrecer ayuda, para consultar o aconsejar, para desahogarse, para contarnos sus cosas cotidianas… Es muy importante que creemos espacios donde ellos se sientan como en su casa, sin necesidad de andar de puntillas… Es preciso que les acojamos con alegría y cercanía, hasta el punto de que nos encuentren abiertos hasta para llamarnos la atención sin miedo a que los echemos con cajas destempladas.

Esta sencillez también se manifiesta en el orden del aspecto físico, en nuestra expresión, en nuestra forma de vida. Difícilmente se acercará a nosotros un pobre de cualquiera de los países en que trabajamos si nos ven vestidos de modo que su pobreza en el vestido les humilla, si utilizamos un nivel de expresión arcano para ellos, si nuestras casas, nuestras habitaciones no testimonian una opción clara por los pobres. Decía San Vicente de esta virtud: «¡Oh, la sencillez, yo la llamo mi evangelio!», así de efectiva es entre aquellos a quienes servimos.

En el orden comunitario, la sencillez y la humildad son imprescindibles para vivir en verdad, para no temer decir las cosas, para aclarar otras, para expresarse con libertad y andar en zapatillas sin miedo a herir o a que te hieran. La sencillez es el ámbito obligatorio para que todos sean quienes son con naturalidad, conscientes de que van a ser aceptados íntegramente. Una persona sencilla y transparente da seguridad a quien convive con ella, sabemos que dice la verdad y no tiene doblez.

Impulsados por una energía muy especial

En este valor no podemos olvidar que la labor misionera nos viene impuesta por ser cristianos, ya que Jesús fue el primer misionero, enviado por su Padre a los hombres que andaban en tinieblas. Cristo nos fue dado por amor a la Humanidad y él mismo nos amó hasta el extremo. Como cristianos, el camino del amor es el más certero. Si no estamos motivados por el amor toda labor que realicemos no tendrá sentido evangélico, no será una tarea bautizada, ni por tanto cristiana. Hemos de poner atención en las motivaciones que nos llevan a optar por misiones; no sirve decir simplemente que hay en esos países mucha pobreza, o mucha injusticia, o mucho analfabetismo; no vale la excusa de que me siento realizado como persona ayudando a los demás; es inútil aludir a la necesidad que tiene la Iglesia de misioneros… si falta el amor.

Pero ¿amor a qué, a quién? Primordialmente amor a Dios, de quien hemos recibido la llamada; a Jesús, su enviado, que nos redimió por amor; al mensaje salvador que nos legó y que sigue redimiendo efectivamente al mundo. Y el amor a los hermanos más desfavorecidos, justamente los favoritos de Dios y de Jesús en los que, según Mateo 25, él se encuentra.

No es un amor sencillo de conseguir: supone un proceso de madurez, no sólo respecto a la fe, sino también humano, psicológico. Difícilmente se conseguirá hacer expansivo a los demás un amor que no se expresa a nivel íntimo en autoestima, valoración positiva… un amor que no haya experimentado la correspondencia de otro amor. Sólo desde ahí se puede comenzar a sentir el impulso que nos lleva a amar incondicionalmente a los otros desde el Otro.

La vida comunitaria exige una gran madurez en el orden del amor; de lo contrario las personas no son válidas para la comunidad porque no son constructivas ni de sí mismos ni del grupo, pues siempre buscarán llenar unos huecos afectivos llamando la atención de cualquier modo sobre sí, imponiendo siempre su opinión, no aceptando lo que los demás le ofrecen… sus motivaciones para la misión nunca van a estar fundamentadas en el amor.

Una persona adulta en el amor sabe hacer lugar a todos y sabe encontrar su sitio, sabe dar y recibir, hablar y escuchar, sufrir y gozar con y por el otro, ser actor y espectador; entiende de incondicionalidad, de sacrificio, de olvido de sí, conoce la entraña de sí y de los demás, sabe de su pecado y su debilidad y de los esfuerzos de los otros para ser también mejores. Se siente inmensamente amado por Dios porque ha experimentado el amor ajeno y porque se ama a sí mismo con ternura.

Este amor, manifestado como vicencianos a los pobres, ha de ser afectivo y efectivo; ha de traducirse en afecto y en obras concretas, de lo contrario es muy sospechoso.

Apasionados por el Reino: el celo apostólico

Quizás este término nos parezca un tanto anticuado, sin embargo, San Vicente sabía bien a qué se refería cuando aludía a él y decía: «Si el amor es el fuego, el celo es la llama». Quiere expresar con esta palabra el ansia de cada misionero de que todo hombre conozca a Dios y su salvación, conozca su palabra y el camino que le lleva a la vida. Quien ha descubierto la forma de ser feliz siempre siente el deseo de que todos lo sean igualmente. Lo mismo pasa en el orden de la fe.

Hemos de estar muy en guardia respecto a ciertas motivaciones que nos llevan a estar al lado del pobre por no sé qué circunstancias teñidas de filantropía, humanitarismo, solidaridad… Los cristianos nos movemos a otros niveles y esos tiene que notarse.

Capacidad de sobrellevar las cargas

Y con las cargas me refiero a las incomodidades que supone la misión: el calor, los mosquitos, una alimentación deficitaria, cansancio, inclemencias del tiempo; paciencia para sobrellevar el ritmo de aquellos a quienes servimos, su forma de entender la vida, su cultura, sus costumbres tan ajenas a las nuestras, su modo de entender la religiosidad…

Y otras cargas quizás más dolorosas: las propias crisis personales, la impotencia ante la injusticia que sufren los pobres, la propia limitación que es incapaz de responder correctamente a todas las necesidades, las dificultades comunitarias, la rutina que llega a veces, el sinsentido… Todo esto y otra gran lista que cada uno podría añadir exigen un equilibrio afectivo adecuado para no sucumbir.

Es igualmente preciso hacer de la oración un punto fuerte en nuestra vida; que sepamos dar cuenta a Dios de nuestros progresos y nuestras caídas; que nos dejemos en sus manos cuando ya no sabemos cómo afrontar las situaciones; que le pidamos perdón en las caídas y fuerza para levantarnos… Hemos de hacer de la Escritura el texto base de nuestra oración, espejo donde mirarnos, baúl donde hallar vestido a nuestra medida, interrogante que cuestione nuestro ser y nuestro hacer, tema de conversación con Dios.

Con los pobres, pan y cebolla: opción exclusiva

Y no sirven las alusiones al cambio de los tiempos, a la sociedad actual, a un determinado tipo de nuevas pobrezas que pueden ser resueltas desde otras plataformas… la opción vicenciana ha de ser exclusivamente por los pobres, máxime si además hemos escogido libremente ir a países considerados de misión.  Es preciso también que tengamos bien claro que la atención a las necesidades ha de estar complementada por la evangelización.

Hemos de estar muy en guardia con las relaciones que podamos establecer con las personas acomodadas de los países donde nos encontremos. Muy posiblemente algunos de ellos sean causa de injusticia que hace sufrir a los pobres que atendemos. No podemos contemporizar, sino hacernos voz de los sin voz en la medida de nuestras posibilidades y sin perjuicio de la misión o de los pobres.

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