Bodas de Plata de la Fundación de Montellano (Sevilla) (1969)

Francisco Javier Fernández ChentoHijas de la CaridadLeave a Comment

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Author: Manasés Carballo · Year of first publication: 1969 · Source: Anales españoles.
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montellano_capilla de la safaMontellano dista de Sevilla 65 kilómetros. Su monumento prin­cipal es el Castillo de las aguzaderas. El día 1 de noviembre de 1969 se cumplieron los veinticinco años de la creación en esta población de la casa de S. Fernando y Santa Elisa. Se celebraron solemnes fies­tas religiosas de acción de gracias, en las que predicó el P. M. Car­ballo. Con tal motivo «hemos creído conveniente, resaltar la gran labor llevada a cabo en el transcurso de los años por esta magnífica Institución durante este tiempo».

El matrimonio formado por don Joaquín y doña Elisa Basagoiti, verdaderos modelos de cristianos, y por lo tanto llenos de Caridad, decidieron en consonancia con los ardientes deseos del primer ma­rido de doña Elisa, la fundación en Montellano de una casa para An­cianos, tarea que emprendieron tras la aprobación de los planos por el siempre recordado Cardenal Ilundain en el año 1929.

Fueron transcurriendo los años y poco a poco se llegó a la meta. Surgió un bellísimo edificio. Pasaron por horas amargas los Funda­dores. Como era obra de Dios todo terminó felizmente. Con un júbilo inmenso vieron entrar en esta Betania a los primeros pobres en el 1 de noviembre de 1944. Para atender a esta fundación fue llamada esa armada angélica del amor y de la ternura, que esa son las Hijas de la Caridad. Doña Elisa poco pudo disfrutar de su obra aquí en la tierra… pero sí en el cielo. Entregó su preciosa alma a Dios el 30 de agosto de 1949. Era un alma enamorada del Señor. Así se lo demostró entregando sus numerosas y preciosas joyas para la ela­boración de la prodigiosa Custodia que legó a su adorada Funda­ción. Tenía muy presentes aquellas palabras de Pío XII. Todo es poco para los objetos de culto… Si algún día hubiera que venderlos para atender a los pobres se haría inmediatamente. Era precisamen­te el pensar de S. Vicente.

Desde el fallecimiento de la insigne bienhechora, su esposo, don Joaquín de la Cruz, se entregó con alma, vida y corazón a la Institución, que tan desinteresadamente fundara, que podemos decir que su vivir es Cristo encarnado en estos pobres. En estos veinticinco arios de vida de esta casa ingresaron cerca de un centenar de ancia­nos. La edad mínima de entrada es a los sesenta años. Las Hijas de la Caridad son las verdaderas madres de estos viejecitos. Los esta­tutos de esta Institución están impregnados de sentido religioso y se hallan al día. La casa de ancianos es un bello edificio de dos plan­tas, con un cuerpo central tras del que se encuentra la hermosa Ca­pilla, y dos laterales, formando cada uno de ellos, con el central, ángulos rectos. No faltan hermosos jardines ni tierras de labor, todo ello propiedad de la fundación. Las paredes del interior del edificio están cuajadas de artísticos azulejos. La Capilla tiene un gran en­canto y en ella no hay imágenes, sino cuadros que representan di­versos motivos religiosos de la escuela de Zurbarán; dos murales copiados de Murillo, que se encuentran en La Santa Caridad, repre­sentando uno de ellos el Antiguo Testamento con el agua de la roca de Moisés, y el otro del Nuevo Testamento, con la multiplicación de los panes y los peces. Un Viacrucis pintado al óleo y en el altar mayor un lindo cuadro de la Virgen Milagrosa. Los Candelabros son de pla­ta. Nada se ha escatimado para dar culto al Amo de la casa. Forman la Comunidad cinco Hermanas que cumplen a maravilla la gran mi­sión de cuidar a Cristo en sus señores los pobres. Estos son sus nom­bres: Sor Ana María López, Sor Teófila Martínez, Sor Rosario Landaluce, Sor Juana Zambrano y Sor Angela Peñacoba. Esta casa es un pequeño Museo. Muchos cuadros de gran valor, presididos por los que representan a los Fundadores… En sitio de preferencia, una Hija de la Caridad. Es el retrato de una distinguida hija de S. Vi­cente, Sor Victoria de la Cruz Moro, parienta del Fundador don Joa­quín de la Cruz. Esta Hermana nació en Vitigudino (Salamanca) el 23 de diciembre de 1843. Ingresó en la Congregación el 16 de julio de 1866. De un talento extraordinario y heroicas virtudes. Así reza la dedicatoria. Brillaron estas, sobre todo, en la epidemia de cólera que azotó a Salamanca en los años 1885 y 86.

Fue Superiora y Comisaria durante muchos años y perteneció al Consejo de la Congregación en 1900. Su Majestad Alfonso XIII le concedió la Gran Cruz de Beneficencia el año 1916 con motivo de sus Bodas de Oro de vocación. Esta casa de ancianos era la niña de sus ojos. Murió santamente el 29 de mayo de 1932.

A esta Hija de la Caridad se refiere una bellísima página que el filósofo y literato Ortega y Gasset escribió en su «Espectador». Me­rece la pena el que quede grabada en nuestros Anales. Hela aquí…

La Hermana Visitadora

Palencia, Grijota, Villa Umbrales, Paredes… Aquí es Paredes. Creo que nació Berruguete, el escultor. Es una aldea grande, tendida en el llano, con algunos edificios amplios, que deben de ser Hospitales. ¡Iglesias y Hospitales! Obras de fe, obras de Caridad. Pero en nin­guna parte, sobre los techos rojizos de estos poblados, se advierte la huella de los dedos de la esperanza. Ni verdura en la tierra, ni esperanza en los corazones. Cercado por aspereza tan ardiente, algo, gimiendo de nosotros, exclama: «Esperanza». Y como si acudiera a nuestra llamada, vemos en la fantasía una fontana de agua clara, fresca, que mana trémula…

Hasta aquí he ido sólo en el departamento. En Paredes suben tres monjas, tres Hermanas de la Caridad. Una es joven, pálida y escrofulosa. Otra, de mediana edad, con tez y perfil anglosajones. La tercera, a quien ambas atienden y regalan, es vieja, una de estas viejas muy viejas que conservan en sus facciones gruesas una grata blandura, que tienen la mano aún gordezuela, pero ya sin elastici­dad en los tejidos musculares. Es dulce, simpática, sencilla, noble y aldeana a la vez. Es la vieja perfecta; debió de ser hermosa, y los arcos óseos de sus ojos siguen siendo dos bellos arcos derruidos.

Debe de ser esta monja una elevada autoridad en su Orden. Por lo que habla, una Visitadora que va de hospital en hospital, inspec­cionando los pequeños destacamentos de este ejército tan noble, tan respetable, tan arcaico. ¡Pero es tan vieja! Ha olvidado los nombres de todos los Conventos que visita. Confunde una Sor con otra Sor. ¡Ha visto tantas! Ni por casualidad acierta una vez. La monja an­glosajona, en cambio, lo sabe todo, y cariñosamente corrige a la an­ciana, la cual sonríe, sonríe siempre, con una sonrisa blanda y uni­versal.

El sol occidente echa unos rayos oblicuos por la ventanilla que besan y aureolan la faz cetrina de la Hermana Visitadora. Saca ésta del bolso un abanico de esos que venden en las ferias, con figuras abigarradas en el país… Es el abanico de mi tonto, dice… En el hospital tenemos un tonto que es muy bueno. El último día de mi santo me dijo (y la anciana imitaba el balbuceo del tonto): Hermana, yo le regalaré un abanico. Yo le contesté: Pero si ya tengo, Crispín… Y él repuso: No, que es negro; yo «quio» regalarte uno con gente. Mi tonto llama a las figuras gente… Luego pregunta: ¿Qué día es hoy? 16 de julio, le contestan… Y da un hondo suspiro, mira a la lejanía y dice:

—Pues esta mañana a las cinco han hecho cuarenta y nueve años que salí de mi casa para ir al Convento. ¡Qué mañana! No la olvido nunca. Salía con el corazón encogido y me iba acordando de lo que decía Santa Teresa de sí misma. Cuando abandonaba la casa de mis padres me parecía que me crujían los huesos… Pero esto lo dice la Madre Visitadora envolviendo el antiguo hecho amargo con la son­risa universal de ahora. Y es como si alguien, acariciando con la yema del dedo una espina, dijera: ¡Pobrecilla! ¡Bastante desgracia tienes con ser tu misión herir!

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