Es nombrado Director del Seminario interno de la Congregación en España. — Solicitud con que se dedica a la dirección de los seminaristas.—Virtudes de que les da ejemplo.— Humildad, mortificación, mansedumbre, modestia, castidad y celo de la salvación de las almas.— Ejercicios espirituales y otras ocupaciones.
Llegó el año de 1889; y habiendo los Superiores de poner al frente del Seminario interno un hombre que con su prudencia, celo y lleno del espíritu de San Vicente, dirigiese a los jóvenes seminaristas, les comunicase ese mismo espíritu y les instruyese en todo lo necesario y concerniente a nuestra amada Congregación, con súplicas y oraciones rogaron al Señor les diese a conocer cuál era el destinado para tan difícil y espinoso cargo. Todos fijaron los ojos en el virtuoso Sr. Arana, y por Noviembre de 1889 se le encomendó el cuidado del Seminario interno de la Congregación de la Misión de la Provincia de España, recibiendo tu nombramiento definitivo el día I.° de Enero de 189o. Grande fue su sentimiento al verse elevado a un cargo para el cual se juzgaba inútil; expuso las causas que le movían a no admitirle, y que no fueron oídas por conocer provenían de su humildad y bajo conocimiento. En vista, pues, de esto, bajó la cabeza y se conformó con lo que Dios disponía por medio de sus Superiores. Aceptó, pues, el cargo que se le imponía; y si en todos los empleos anteriores se mostró digno Hijo de San Vicente por su observancia, celo, espíritu y fervor, en este desplegó, por decirlo así, las alas de su actividad y esfuerzo para formar alientes y generosos soldados, de Cristo que, animados del mismo espíritu, se ocuparan más tarde en procurar la salvación de tantas almas.
Para formarse una idea de lo mucho que este santo hombre trabajaba por el bien de su Seminario y seminaristas, era necesario haberlo visto y experimentado. No dejaba pasar la ocasión más insignificante que conociera serles provechosa, para al momento emplearla en favor suyo. (Y qué diremos de las Conferencias, exhortaciones, explicación de reglas y avisos que les daba? Cuando proponía asuntos tales como el amor a la vocación, a la virtud angélica, al celo de la salvación de las almas y horror que debe tenerse al pecado infame y al de sacrilegio, aquel hombre lo hacía con tal energía y animación de voluntad y tan encendido en amor de Dios, que cualquiera creería ver en él a un San Pablo conjurando a los de Corinto. Abundantes motivos y medios eficacísimos eran el resultado final de estos discursos familiares. Descendía a cosas pequeñas y, al parecer, insignificantes, pero de mucha trascendencia, según el caso o aprecio que de ellas se haga. Esto no quiere decir que todo fuera seriedad y no se vieran en él ratos de expansión y de alegría; antes, por el contrario, sabía mezclar también lo útil con lo agradable, y lo provechoso con lo deleitable, que, en medio de sus gracias, a veces verdaderas historias a él acaecidas, pero que siempre o casi siempre las refería como acontecidas a otros, los jóvenes seminaristas quedaban con ellas contentos y alegres, a la vez que instruidos y enseñados. Si se aproximaba una fiesta notable, si ocurría algún otro acontecimiento que llamara un poco la atención, todo, todo le servía de medios para animar a sus jóvenes dirigidos y excitarles con ello a servir más a Dios, a procurarles una unión íntima con Su Divina Majestad y a inflamarles más y más en el amor de tan buen Padre y Señor.
En recreo, en paseo, y muchas veces en el mismo Seminario, los reunía a todos, y allí, con una gracia inimitable, corregía, avisaba, humillaba y reprendía los defectos, de tal modo y con tales expresiones, que el que tuviera un poco deseo de su perfección y amor a su vocación, con seguridad no volvería a incurrir en aquellas faltas. Tanta era la unción de que el Señor le había dotado. Confieso por experiencia que más de cuatro veces derramé lágrimas, unas de ternura y consuelo al oir de su bendita boca expresiones consoladoras que le animaban a uno a confiar grandemente en la misericordia de Dios, y otras de dolor, al oír las conminaciones tan terribles que pronunciaba contra el pecado, contra los que abusaban de las gracias, y particularmente contra los que no correspondían al incomparable beneficio de la vocación. ¡Oué sentimiento no le causaba el tener que despedir a alguno de la Congregación! ¡Como si se le arrancaran las entrañas y el corazón se le fuera tras de aquel pobrecillo a quien cabía la desgracia de abandonar la casa del Señor! ¡Cuántas veces, hablando confidencialmente con él, me manifestaba esto mismo, pero se hacía preciso, y sólo cuando había agotado Bulos los recursos que le sugería su ardentísimo celo y probado hasta el extremo, sólo entonces veíase en la dura necesidad de manifestarlo a sus Superiores para proceder a su expulsión, si bien con sensible pena de su afligido corazón.
Ya indicamos anteriormente que, según testimonio de su primer Director, la virtud de la humildad residía en él de una manera particular; no ignoraba este buen Misionero que ella es el fundamento y raíz de todas las demás, y que en vano recogería las otras virtudes sino se cimentaba bien en esta, pues como dice San Gregorio, «el que recoge virtudes sin humildad, es como el que lleva polvo delante del viento, que todo desaparecerá.» Fundado, pues, en esta sentencia y en el ejemplo de nuestro amantísimo Padre San Vicente, procuró hacer buen acopio de esta virtud, practicándola todos los días de su vida. De este modo no era extraño que la inculcara con tanto ahínco a sus seminaristas y les instruyera con gran eficacia sobre el modo de ejerci-tarse con mucha frecuencia en actos de esta hermosa virtud, y de aprovecharse de todas las ocasiones que se les ofrecieran. Jamás hablaba de sí mismo, y cuando era necesario hacerlo se portaba con mucha reserva y como sucedido a tercera persona; conocíase a sí mismo, y este conocimiento propio hacíale ocultar muchas cosas que sin duda alguna hubieran redundado en gran alabanza suya; gran ejemplo de humildad lo que practicaba en sus primeros años de Misionero, y que ya dejamos apuntado. Mucho tuvo que sufrir, y a veces de quien menos esperaba, pero todas estas humillaciones, afrentas y desprecios los toleraba con igualdad y tranquilidad de ánimo por amor de Jesús humillado, afrentado y despreciado en la cruz, en quien po-nía su confianza cuando tales cosas le sucedían. Como a veces, a causa del mal que padecía, le era preciso tomar alguna cosa fuera de la hora acostumbrada, hacíalo presente a los seminaristas en las instrucciones que les hacía y humillábase delante de ellos, rogándoles encomendaran a Dios a aquel pobre pecador. No necesitaba sino conocer la voluntad del Superior para al momento cumplirla; y cuando se le encargaba algún asunto de predicación, triduo, ejercicios y confesión, en cuyas cosas encontraba sus delicias, con toda humildad iba a postrarse a los pies del Superior pidiéndole su bendición para el feliz acierto de ello.
Su mortificación era tal, que sería casi imposible contar los actos que al día hacía. No tomaba alimento alguno en el que no hiciera algún acto interior, y siempre exterior, pues de todos los platos había de dejar siempre alguna cosita, y esto de lo mejor o que más apetecía, contentándose siempre con un postre, y en Cuaresma se privaba de ellos en la noche. Admiración grande fue la nuestra al encontrar en su habitación, entre otros instrumentos de penitencia, un horrible cilicio de hierro, forrado por la parte exterior con badana negra y guarnecido por el interior con espesas y agudas púas, que bien a las claras manifestaban la gran mortificación que causarían, y conocíase haber sido bien usado. a este tenor era su mortificación interior, que con todo cuidado recomendaba, ya pública, ya privadamente, a los jóvenes seminaristas.
Así pudiéramos ir discurriendo por todas las demás virtudes, pues de todas recibimos de él continuos ejemplos. Su mansedumbre se notaba desde luego con todos sus compañeros en recreo y fuera de él, en casa y ausente de ella, con los de dentro y con los de fuera; su semblante, siempre sereno y tranquilo, manifestaba la dulzura y afabilidad de su corazón. Verdad es que a veces, por necesidad tenía que imponerse, por exigirlo así las circunstancias o por razón del cargo que desempeñaba, siéndole preciso avisar y re-prender con energía y entereza; pero aun en estos casos, siempre guardaba la paz interior, y acusábase públicamente de ello, como de una falta notable, lo que no era sino el cumplimiento de su obligación.
El seminarista más observante y cuidadoso seguramente ve no le igualaría en la práctica de la virtud de la modestia; bastaba sólo ver aquel hombre recogido, unido a Dios
y compuesto en todos sus actos, para entrar uno dentro de sí y moverse a imitarle; bien presente tenía la sentencia de nuestro Santo Padre de que el Misionero no debe predicar sólo con la palabra, sino, y mucho más, con el ejemplo, y esto atendía sobremanera, observando hasta las cosas más pequeñitas e insignificantes, pudiendo servir de modo al más aventajado en esta virtud, e instruyendo minuciosamente a sus dirigidos, convencido de la importancia y necesidad que los Misioneros tienen de tan amable virtud.
A la virtud angélica la denominaba con el nombre de pureza, por parecerle, a imitación de San Vicente, hacer más fuerza este nombre para su fiel observancia, y como si el genérico de castidad retemblara en los oídos. Todas las precauciones le parecían pocas para conservar intacta tan bella azucena, y de todas quería que se sirviesen y tuvieran presentes por toda su vida los jóvenes Misioneros a quienes instruía. ¡Con qué fuego y energía hablaba del amor a esta preciosísima virtud, y cómo inculcaba el horror al vicio contrario! Aborrecía de muerte y perseguía con todo interés cuanto conociera ser obstáculo para la guarda de tan preciosa joya, queriendo que no sólo amaran esta incomparable virtud, sino que ardan en el deseo de ella para destruir todos los peligros que se les presenten, prefiriendo mil veces la muerte antes que la pérdida irreparable de esta delicada y bellísima flor de la pureza.
Mas donde principalmente se distinguió el Sr. Arana fue en el celo de la salvación de las almas. Aquí es donde, por decirlo así, echó el resto, y puso al servicio de tal virtud todos los dones y gracias con que el Cielo le enriqueciera, a fin de arrebatar al enemigo infernal la presa tan numerosa con que cada día se baja al infierno, y hacer que la sangre del Cordero Inmaculado no sirva de mayor tormento y sea derramada en vano por esas pobres y desgraciadas almas.
Ya hemos indicado algo de lo mucho que trabajó, sudó y sufrió en las santas misiones, el regalo de la enfermedad con que el Señor le honró en ellas, los desvelos tan grandes que se impuso por la educación e instrucción de los jóvenes seminaristas, a fin de formar con ellos otros tantos apóstoles que con el fuego de su virtud y ciencia fuesen por todas las partes del mundo sembrando virtudes, abrasando y consumiendo los vicios ut consummetur praevaricatio et finem accipiat peccatum, et deleatur iniquitas et aa’ducatur justitia sempiterna. Sin embargo, nada hemos dicho acerca de los ejercicios espirituales, que dirigía cuatro o cinco ve. ces al año, sin dejar apenas sus ocupaciones ordinarias.
Primeramente los que dirigía a los seminaristas la semana de Pascua de Resurrección, en los que se interesaba grandemente porque se aprovechasen de una gracia tan singular, exhortándoles con gran eficacia ya antes de entrar en ellos, y mucho más después en las pláticas y explicaciones que les dirigía, con motivos y medios muy propios para el caso, no descuidándose, por su parte, el prepararse conve-nientemente, a pesar de la práctica que en ellos ya tenía.
Casi todos los años daba varias tandas de ejercicios a las Hijas de la Caridad en su Casa Central de España y en algunas otras casas de dentro y fuera de Madrid, y todas están unánimes en afirmar y dar testimonio de su virtud y celo apostólico, no perdonando reposo ni descanso a fin de que todas quedasen satisfechas y saliesen de ellos aprovechadas; y cuantas veces él no las dirigía era, sin embargo, constante en asistir al confesonario y comunicaciones, de donde salían sobremanera edificadas y con vehementes deseos de ser en adelante más fervorosas en el servicio divino.
Catorce, dieciséis y más años hacía ya que en esta Corte venía dirigiendo los ejercicios espirituales a varias Comunidades religiosas, de quienes y de otras era confesor extraordinario; y que todas ellas estaban encantadas de su modo de proceder y edificadas de su virtud y comportamiento, son testigos el sentimiento manifestado por todas durante su enfermedad, las oraciones y ejercicios piadosos que al Cielo dirigieron pidiendo su salud y las lágrimas derramadas en su sensible pérdida. Mas entre todas se han distinguido especialmente dos: una la Comunidad de Religiosas de la Divina Pastora, las cuales, al momento que vieron noticia de su gravedad, fervorosamente rogaron al Señor se dignase concederle la salud si así convenía; empezaron a este fin una novena al Sacratísimo Corazón de Jesús y le enviaron una preciosa reliquia y bendición de San Francisco para que la adorase, como varias veces lo hizo, y con ella recibió tres veces la bendición momentos antes de su muerte. Después de ésta se apresuraron a manifestar su dolor y sentimiento en tan lamentable pérdida por medio de un sentido pésame.
Otra fue la Comunidad de Religiosas de la Concepción Jerónima, que, además de fervientes plegarias elevadas al Señor para obtener su curación, desde el día que supieron el estado tan alarmante en que nuestro buen enfermo se encontraba, no pasaba día alguno sin que preguntaran cómo se encontraba, igualmente que las anteriores, y remitiéndole también algunas cosas que juzgaban oportunas para obtener su salud, que no fue del agrado del Señor concederle; pero que a todas estas demostraciones de afecto quedaba agradecidísimo y me encargaba las diese en su nombre las más expresivas y cordiales gracias, como lo hice con gran placer mío, y ahora lo vuelvo a repetir en el mismo nombre de nuestro amado y querido difunto. De éstas últimas me habló, especialmente de su dignísima y Rvda. M. Priora, a quien muchos años há venía dirigiendo. No es posible explicar el sentimiento tan grande que esta buena Religiosa manifestó en la pérdida de tan buen Padre y Director, y sólo habiéndolo visto podría uno formarse idea adecuada de su pena y dolor. Efectivamente, él conocía a fondo, como suele decirse, esta buena alma, y con su sabia ‘y acertada dirección progresaba más y más en el camino de la virtud y perfección; pero confiamos que si le ha faltado en la tierra no se olvidará de ella desde el Cielo, y que la tendrá muy presente ante el trono del Altísimo.
Diremos, para terminar, que el celo de la gloria de Dios que le devoraba no le permitía estar ocioso un instante, como de ello son testigo los numerosos apuntes que en ratos libres y días desocupados hizo sobre diversos asuntos de predicación, los libros que dejó compuestos sobre lo mismo, pasando algunos de mil páginas, parte recopilada y parte sacada por él mismo la materia de que se componen: sólo uno tiene unas setecientas páginas y todo él versa sobre las verdades eternas. Ocupábanle también mucho las oraciones que dirigía al Cielo con el fin de alcanzar la con – versión de los pobres pecadores, junto con las exhortaciones que dirigía a los jóvenes seminaristas para que hicieran lo mismo. ¡Cuántas veces por largos espacios de tiempo permanecía arrodillado en presencia de Jesús Sacramentado, implorando su piedad y clemencia en favor de los po-brecitos pecadores! ¡Con qué fervor recurría a la Madre de misericordia para que se interesara por ellos y ninguno se perdiera! ¡Qué oraciones tan fervientes practicaba por el feliz éxito de las Misiones, ya que él no podía ocuparse en tan santa obra! ¡Qué sentimiento tan grande le causaban las ofensas que continuamente se cometen contra el Dios de la Majestad! Esto no lo podía sufrir, y más de cuatro veces apostrofó en medio de la vía pública a los profanadores que sin vergüenza y con descaro inaudito ultrajan de mil modos el santo nombre de Dios.