III. (1626.1636)
-EL Sr. Portail en misión en las Cévennes. -Elogio que hace el obispo de Mende. -Carta de san Vicente al Sr. Portail: le compromete a trabajar con humildad .- -Buenos frutos de los que se comportan con humildad. -Otra carta de san Vicente al Sr. Portail: para invitarle a la paciencia. – Nuevas cartas de san Vicente –Regreso del Sr. Portail a París. -Nueva misión en Auvergne _El Sr. Olier se pone bajo la dirección del Sr. Portail. -Carta del Sr. Olier a san Vicente: pide auxilios. -San Vicente no puede mandárselos.- El Sr. Meyster, su historia; discípulo de san Vicente, le abandona y se va al Oratorio: misión de Metz; muerte del célebre predicador.
Las Cévennes, desoladas por el calvinismo, se habían convertido como en el centro en que los enemigos de la Iglesia se reunían parecer el deseo de acudir a su llamada, pero retenido por numerosos asuntos y por una caída, él envió en su lugar al Sr. Portail y al Sr. Lucas.
Su ministerio fue laborioso y fecundo; la carta por la que el obispo quiso probar su agradecimiento, hace el mayor elogio de los Misioneros; pero este elogio procede más completo todavía de las cartas que san Vicente dirigió al Sr. Portail
«París, 1º de mayo de 1635.
«La carta que me habéis escrito me ha consolado más de lo que os pueda decir por la bendición que Dios ha querido dar a vuestros pobres catecismos y a las predicaciones del Sr. Lucas, que me decís que han sido buenas y a todo lo que ha venido después. Oh Señor, qué cosa tan buena que primero se haya humillado, ya que de ordinario sucede otra cosa en el progreso y es por eso que Nuestro Señor prepara a aquellos por quienes él desea ser servido útilmente; y él mismo cómo se humilló al comienzo de sus misiones, porque extrema gaudii luctus occupat y se dice a aquellos que trabajan en la angustia y en la penuria que tristitia eorum vertetir in gaudium; amemos esto último y temamos lo primero.
«Y en nombre de Dios, Señor, os ruego que entréis en estos sentimientos como también al Sr. Lucas, y no aspiréis en vuestros trabajo a otra cosa que a la confusión, a la ignominia y a la muerte por último, si Dios quiere. Un sacerdote ¿no debe morir de vergüenza si aspira a la reputación en el servicio que rinde a Dios, si pretende morir en el lecho quien ve a Jesucristo recompensado de sus trabajos por el oprobio y el patíbulo? ¿Sabéis, Señor, que vivimos en Jesucristo y que para morir con Jesucristo, hay que vivir como Jesucristo? Pues bueno, puestos estos fundamentos, entreguémonos al desprecio, al oprobio, a la ignominia y desaprobemos los honores que nos procuran la fama y los aplausos que nos dan, , y no hagamos cosa alguna que tienda a este fin.
«Trabajemos con humildad y con respeto; que no se desconfíe de los ministros en el púlpito; que no se diga que no podrían mostrar ningún artículo de su creencia en la sagrada Escritura, a menos que no sea raramente y en espíritu de humildad y de compasión; porque de otra manera Dios no bendecirá nuestro trabajo y alejará de nosotros a esta pobre gente y ellos pensarán que hay vanidad en vuestros hechos y no os creerán, Creemos a los hombres no porque los miramos como sabios, sino porque los estimamos buenos y los queremos. El demonio es muy sabio y no le creemos nada de lo que nos dice, precisamente porque no le queremos. Ha sido preciso que Nuestro Señor previniera con su amor a los que él ha querido hacer creer en él; hagamos lo que queramos, no se nos creerá nunca si no mostramos amor y compasión a los que queremos que nos crean. El Sr. Lambert y el Sr. Soufflie por haberse comportado así fueron tenidos por santos por las dos partes católica y herética, y Nuestro Señor ha hecho cosas grandes por su medio. Si os comportáis de esta manera, Dios bendecirá vuestros trabajos; sino no haréis otra cosa que ruido y charlatanería, y poco fruto. No os digo esto, Señor, por haber sabido que hubierais hecho el mal del que hablo, sino para que os guardéis de ello y trabajéis constantemente en espíritu de humildad».
Otra vez este buen padre animaba a su discípulo a la paciencia.
«22 de junio de 1635.
«Espero mucho fruto de la bondad de nuestro Señor, si la unión, la cordialidad y el apoyo están entre vosotros dos.
«En nombre de Dios, Señor, que sea éste vuestro gran ejercicio, y como vos sois el de mayor edad, el segundo de la Compañía y el Superior, soportadlo todo, digo todo del buen Sr. Lucas. Os lo digo otra vez todo, así que siendo depositario de la superioridad, ajustaos a él en caridad; es el medio por el cual Nuestro Señor se ganó y dirigió a los Apóstoles y el único por el que lo lograréis con el Sr. Lucas. Según eso, da lugar a su humor, no le contradigáis al punto, sino advertídselo cordial y humildemente después. Sobre todo que no se vea ninguna escisión entre ustedes; estáis ahí como en un teatro en el que un acto de acritud puede echarlo todo a perder. Espero que os comportéis así y que Dios se servirá de una millón de actos de virtud que practicaréis en ello, como base y fundamento del bien que debéis hacer en esa región, etc. …»
San Vicente escribe otra vez al Sr. Portail para felicitarle por la buena conducta de un hermano. 10 de agosto de 1635.
«Os ruego que digáis a nuestro hermano Philippe, que me siento satisfecho por lo que me decís, por el celo que demuestra en la instrucción de la pobre gente según su pequeña capacidad.
«Y ciertamente, Señor, es verdad que lo que [19] me comunicáis me ha consolado mucho, en particular lo que me decís que enviándole a un pueblecito en el Faut de un monte donde fue a catequizarle.
«Bien está, Dios sea bendito pues se puede decir que Idiotae rapiunt coelum, ¿Qué os diré en cuestión de noticias nuestras? La Compañía está ahora casi toda reunida aquí, vamos a hacer nuestros retiros y luego a comenzar el ejercicio de las controversias y de nuestras predicaciones; y para los jóvenes, tal vez se les haga leer al maestro de las sentencias, etc. …»
Por último san Vicente da al Sr. Portail consejos sobre la correspondencia y la firmeza que se debe emplear en hacer observar el reglamento.
16 de octubre de 1635.
«Ruego a Nuestro Señor, Señor, que os continúe el espíritu de la santa dulzura y también de la condescendencia en lo que no es ni malo ni contrario a nuestro reglamento; pues para ello sería crueldad se dulce, mas para poner remedio a eso mismo, hay que tener el espíritu de suavidad. Monseñor de Mende me ha demostrado mucha satisfacción por vuestros servicios. Monseñor de Bézières me ha escrito para tener obreros parecidos a ustedes, Señores, pero ¿cómo dárselos? Monseñor de Viviers ha venido a ver con las mismas intenciones.
» Sólo pertenece a Dios estar en todas partes. La Compañía goza de buena salud, a Dios gracias, Dios le ha comunicado muchas gracias en los ejercicios espirituales, y todos han salido de ellos llenos de fervor. El número de los que han entrado entre nosotros desde vuestra partida es de seis. . Oh, Seños, cómo temo a la multitud y a la propagación! Y qué motivos tenemos de alabar a Dios por hacernos honrar al pequeño número de los discípulos de su Hijo, en quien yo soy, etc. …»
Terminada la misión de las Cévennes, el Sr. Portail volvió a París, hacia finales de 1635. Algunos meses después, tuvo que volver a salir, encargado de acompañar L Sr. Olier y algunos sacerdotes más que iban a evangelizar varias parroquias de Augergne.
Fue al Sr. Portail a quien se le devolvió la superioridad sobre esta compañía de hombres apostólicos. Partieron por el mes de abril o a primeros de mayo; predicaron la misión en San Ilpise con un éxito maravilloso.
He aquí el relato que hacía de ella, dirigiéndose a los miembros de la Conferencia de los martes, el Sr. Olier, el futuro fundador de la Compañía de San Sulpicio.
«Yo no puedo estar ausenta por más tiempo de vuestra Compañía sin daros cuenta de nuestros trabajos. La misión comenzó el Domingo después de la Ascensión y duró hasta el quince de este mes. Ese día que era la fiesta patronal del lugar, se quiso que por la noche en presencia del Santísimo Sacramento, yo dirigiera los adiós al pueblo; lo que se hizo con toda reverencia por la majestad de Dios que presidía , y también con tantas lágrimas y suspiros, que, sería preciso, creo yo, haber estado allí para creerlo; Dios se bendito! Lo mismo había sucedido cuando hicimos la procesión de los pequeños y en el momento de su comunión.
«Al principio, venía el pueblo, según lo podíamos desear, es decir tantos como podíamos oír en confesión; y eso, Señores, con tales movimientos de gracia que, por todas partes, querían saber en qué lugar confesaban los sacerdotes a los penitentes; los suspiros y sollozos de éstos se hacían oír de de todas partes. pero al final, el pueblo nos urgía tan vivamente y la multitud era tan grande que necesitábamos de doce o trece sacerdotes para satisfacer el ardor de este celo.
«Se veía a esta buena gente pasar en la iglesia sin beber ni comer desde el amanecer hasta la última predicación, a pesar del calor que era extraordinario, esperando la comodidad de confesarse. A veces, a favor de los que venían de lejos, nos veíamos obligados a hacer dos horas, y más, de catecismo, y todos salían con tantos deseos como al entrar; cosa que nos dejaba muy confusos. Había que dar el catecismo desde el púlpito del predicador, pues no quedaba lugar en la iglesia y hasta cerca del cementerio, las puertas y las ventanas cargadas de gente, y lo mismo se veía en el sermón de la mañana y de la noche, al que se llama el gran catecismo, de lo cual no puedo decir otra cosa que estas palabras: Benedictus Deus! Bendito sea Dios, que se comunica tan liberalmente a sus criaturas y sobre todo a los pobres. Porque, Señores, hemos advertido que es en ellos de modo particular donde reside , y para ellos para quienes reclama el socorro de sus servidores, con el fin de acabar por su ministerio lo que él no ha acostumbrado a hacer por sí solo, quiero decir la instrucción y la conversión total de sus pueblos. Señores, no neguéis nunca este socorro a Jesús; hay demasiada gloria en trabajar bajo su mando y en contribuir a la salvación de las almas, y a la gloria que él debe sacar de durante toda la eternidad. Habéis comenzado felizmente y vuestros primeros ejemplos me han hecho dejar París; continuad en estos divinos trabajos, pues es verdad que en la tierra no se ve nada parecido. París, oh París, diviertes a hombres que convertirían a varios mundos. Ay, en esta gran ciudad, cuántas buenas obras sin frutos, conversiones falsas, santos discursos perdidos, falta de disposiciones que dios comunique a los sencillos! Aquí una palabra es una predicación; los pobres de estas comarca no han despreciado la palabra de los profetas como hacen en las ciudades; y, a causa de ello, Señores, con muy poca instrucción, se ven llenos de bendiciones y de gracias; y esto es lo que os puedo desear en el Señor, ya que soy en su amor, Señores, vuestro muy humilde, muy obediente, y muy agradecido cohermano. OLIER.»
Esta carta dirigida a san Vicente hace, como se ve la más apremiante llamada a los sacerdotes de la conferencia de los Martes para que vayan a ayudar a los misioneros a trabajar en la salvación de las almas ignorantes o culpables, pero que piden ser perdonadas y purificadas. San Vicente de Paúl, después de recibir esta carta, resolvió mandar salir para Pébrac a cuatro o cinco sacerdotes de su Compañía, como se lo escribió al Sr. Olier. Pero, mientras tanto, habiendo hecho irrupción los ejércitos enemigos por la Picardía, y pidiendo Luis XIII a san Vicente capellanes para seguir a sus tropas en la guerra, los eclesiásticos que debían ir a Auvergne, recibieron otro destino. Varios de los amigos del Sr. Olier se fueron con él a compartir sus trabajos, entre otros el Sr. abate de Foix, lo mismo que el Sr. Meyster.
Digamos una palabra de este misionero que arrojó una luz incomparable y cuyo final fue tan triste.
Nació en el burgo de Ath, diócesis de Cambrai, se colocó primero como preceptor en casa de un hombre de calidad donde vivía en la disipación y se entregaba a estudios frívolos..
Un día de invierno, estando de caza, quiso sacar del agua un ave que acababa de matar: el hielo se rompió de repente bajo sus pies, y al no poder, a pesar de sus esfuerzos, salir del agua ni se ayudado de nadie, oyó en el aire una voz articulada que le dijo: «Tú no harías tanto por mí. Estas palabras, parecidas a las que derribaron a san Pablo, cambiaron de tal forma sus disposiciones que, con la compunción y el dolor en el alma, exclamó:
«Señor, haría mucho más», y recuperando entonces valor, que se libró como por una especie de prodigio de un peligro tan inminente. A partir de ese momento hizo un divorcio eterno con la moda, no quiso ya otros libros que la sagrada Escritura y los Padres de la Iglesia, y llevó una vida pobre, penitente y mortificada. El deseo de consagrarse a la salvación de los pecadores le atrajo al lado de san Vicente de Paúl, quien le admitió en su Congregación hacia finales de 1634 y cuando no tenía aún más que la orden del subdiaconado. Pero encontrándose demasiado comprimido en este género de vida el celo ardiente que le devoraba, dejó a san Vicente y fue a ponerse bajo la dirección del padre de Condren, quien le dejó toda la libertad de entregarse a su fervor. Fue en 1636. El Sr. Olier, retenido en París tuvo ocasión de verle y de conocerle, y la unión que ellos contrajeron entonces llevó al Sr. Meyster a ofrecerle sus servicios al año siguiente.
La muerte del Sr. Meyter y las consecuencias que varias personas sacaron de este suceso hicieron demasiado ruido para que podamos pasarlas aquí en silencio. Se había dirigido a Metz a predicar una misión por el deseo que el padre de Condren había expresado antes de morir; y fue en curso de estos trabajos cuando Dios escuchó de la manera más extraña su deseo y súplica de de ser humillado a los ojos del mundo y de perder la estima de santidad de la que gozaba en todas partes. Las iglesias no pudiendo contener la cantidad de gente que acudía para oírle, él tomó el partido de predicar fuera de la ciudad, desde un lugar un poco elevado. Un día cuando iba al lugar de la predicación, (era durante el verano y el sol era muy ardiente), se sintió indispuesto, pero no creyéndose bastante enfermo para que lo reemplazaran, quiso comenzar su discurso; pero el mal se declaró súbitamente en esta ocasión solemne. Por una dirección extraordinaria que nos cosa rara en la historia de los santos, Dios permitió no sólo que perdiera el espíritu sino que también quedara obsesionado, tal vez hasta poseído del demonio y que, en los violentos accesos de sus pruebas, blasfemara de su santo nombre, maldijera el día de su nacimiento más o menos según se lee en el santo hombre Job. Todos conocen la historia del padre Surin quien, durante veinte años, fue atormentado con frecuencia por el demonio y quien, en este estado, trató de darse la muerte a sí mismo. El Sr. Meyster bajo la impresión de una obsesión parecida, a la que se unía una fiebre ardiente y una especie de frenesí, se aprovechó de la ausencia de uno de sus guardianes para darse la muerte, hundiéndose un cuchillo en el seno. Antes de expirar recobró el uso de la razón y se confesó al padre Bouchard del Oratorio que dirigía entonces los ejercicios de la Misión en su lugar.
Esta clase de muerte tan terrible causó tanto revuelo en todas partes donde se supo, que la reina ordenó al padre Vicente que escribiera al obispo de Madaure, que fue testigo de ello, para darle cuenta; de una manera que asustó a la princesa y a toda la corte.