Año (1980) Mariano de la Medalla Milagrosa

Francisco Javier Fernández ChentoVirgen MaríaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Rafael Ortega · Año publicación original: 1980 · Fuente: Vincentiana, 1980.
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Notre Année Mariale fait éclore de nombreux Bulletins. Parmi eux, celui de la Prov. du Vene­zuela est particuliérement volumineux, dense et varié. De son nº 1, on offre ici un substantiel extrait du «pregón» (p. 2-6).

Las apariciones de la Virgen de la Medalla Milagrosa son una especie de carisma o regalo que como toda «revelación privada» tienen como objetivo servir de reclamo para remitirnos a la «revelación pública «. Ahí radica uno de los criterios más importantes de toda revelación particular: someterse a la letra y al espíritu de la revelación pública. En el caso de las diversas apari­ciones de María son un despertador que nos sacuden del letargo y olvido del rostro evangélico de la Virgen.

En el evangelio está retratado el verdadero rostro de María.

Pero es ahí, precisamente, donde la Medalla muestra uno de sus mejores signos de autenticidad: nos remite al Evangelio. Cada uno de sus símbolos, tanto del anverso como del reverso, invitan a escudriñar y vivir otros tantos textos bíblicos marianos. La Medalla es una catequesis plástica y visual que sirve de trampolín para comprender y vivir la piedad mariana tal como la revelación pública nos propone.

El rostro maternal de Dios y el rostro maternal de la Iglesia

Cuando quiso Dios mostrar toda la profundidad de su amor, tomó carne y huesos del fruto bendito en las entrañas de una Mujer. Hasta hace años nada más, resultaba un tanto escandaloso a los oídos, no sé si machistas o varoniles, de los teólogos decir que «María es el sacramento maternal de Dios». Con cierta osadía y originalidad de piropo, sin embargo, los obispos latinoamericanos afirmaron en Puebla que María es «el gran signo del rostro maternal de Dios» (n. 282) o la «presencia sacramental de los rasgos ma­ternales de Dios» (n. 291). Aflora entre líneas la confesión de un pecado de omisión en el trato para con Dios y en el trato para con la mujer en general.

Era necesario subrayar todo esto en un Continente donde, a pesar de las deficiencias que pueda haber tenido, el culto a la madre, sea en las antiguas religiones prehispánicas, sea en la época actual, aparece como uno de los elementos claves de la cultura latinoamericana. Ello significa que en nuestros ambientes habrá que resaltar el papel de las madres, poniéndolo como signo o sacramento terrestre de aquel de la Madre de Dios por una parte y, por otra, habrá que descubrir en Dios, a partir de María, los rasgos maternales que un día reveló en Jesús cuando quiso compararse con «la gallina que cobija a sus polluelos». Si algo canta María en el Magnificat es el Don de la Maternidad y precisamente como signo de la bendición, fecundidad y fidelidad de Dios.

Pero no es eso todo. La figura maternal de María tanto en la Medalla como en el Evangelio sobre todo, nos está gritando que Ella debe ser también el signo o «el Sacramento maternal de la Iglesia».

El Vaticano II recoge los datos de la tradición multisecular al decirnos que María es el modelo, el Tipo y Arquetipo, la Imagen del Pueblo pere­grino de Dios. Tal vez, sin embargo, hemos visto esta figura de una forma demasiado estática: como la Madre admirable que contemplamos extasiados, en muchos casos hasta con intención de plasmarla en nuestras vidas.

No era poco; pero no era suficiente esa visión. María es la Madre de la Iglesia y por eso reproduce en Ella, casi de una forma necesariamente bio­lógica, sus propios rasgos, como la hace una mamá en sus propios hijos. Decir que María es Sacramento maternal de la Iglesia, quiere añadir que reproduce en los miembros del Pueblo de Dios lo que Ella significa. María «marca al Pueblo de Dios», dice Puebla (n. 291).

Pero significa todavía más para la Iglesia: en la Imagen de María debe encontrar su Modelo, que es también, según Puebla, «una presencia femenina que crea el ambiente familiar, la voluntad de acogida, el amor y el respeto por la vida» (n. 291). Dimensiones estas que deben aflorar continuamente en el rostro visible de la Institución eclesial, a todos los niveles: el jerárquico, el evangelizador y el pastoral, María y la Iglesia es Madre, no sólo Maestra. Si la Iglesia no hace patentes los rasgos maternales de María, no podrá presen­tarse ante el mundo como su hija.

La primera y más perfecta discípula de Cristo

Esto lo afirmaba Pablo VI en su exhortación «Marialis Cultus» (n. 35) al hablar de María. Recogía la tradición perenne de la Iglesia que con Isabel la proclama «bienaventurada», precisamente «porque ha creído» (Lc 1, 45).

Seguramente que aún bajo el aspecto físico María fue el mejor retrato terreno de Jesús; Ella prestó su carne al Hijo de Dios. Como hombre, Jesús nada pudo heredar biológicamente de su Padre; todo entero era fiel copia del rostro de la Madre.

Sin embargo, su semejanza estaba más en la dimensión religiosa. Si Jesús tuvo como obsesión y alimento «hacer la voluntad » de su Padre ( Jn 4, 34) y si desde el momento de su encarnación fue dejarse asumir y asimilar por la Palabra de Dios hasta el momento de poner su vida en las manos del Padre (cf.Mc 14, 36), María fue «la fiel acompañante del Señor en todos sus caminos » (Puebla, 292): desde que como esclava dio el Sí a su palabra paradógicamente incomprensible, pasando por los momentos en que, al resultarle misteriosa, una y mil veces la «meditaba en su corazón» (Lc 2, 19, 51), hasta que esa misma palabra de su Hijo traspasó su corazón como a fiel discípulo junto a la Cruz (cf. Lc 2, 34s; Jn 19,25s).

En la actual encrucijada del mundo, cuando la «polución vibrante» de los medios de comunicación, como dice Puebla (n. 1065), nos bombardea y seduce con tantas palabras de sirenas, no estaría mal alertar a los mismos evangelizadores para que ellos asimilen la única Palabra divina que da consis­tencia y después la comuniquen fielmente. Como María, evangelizadores y evangelizandos deberemos dejarnos traspasar por la espada del que tiene palabras de vida eterna.

«Bendita entre las mujeres»

La efemérides sesquicentenaria también debería hacer resaltar la figura que fue proclamada «Bendita entre las mujere » (Lc 1, 42).

Puebla nos dice, en uno de sus párrafos más brillantes, que en María «Dios dignificó a la mujer en dimensiones insospechadas. En María el Evan­gelio penetró la feminidad, la redimió y la exaltó». Los dogmas marianos de la Maternidad divina, la Inmaculada concepción, la Virginidad y la Asun­ción a los cielos explican dichas afirmaciones. Y añade: «Esto es de suma importancia para nuestro horizonte cultural en el que la mujer debe ser valorada mucho más y donde sus tareas sociales se están definiendo más clara y ampliamente» (n. 299).

Hablar del tema y la realidad de la mujer puede llevar en nuestra época al romanticismo, a la demagogia o al consumismo. Lo mismo nos puede suceder en la Iglesia.

No es cuestión de exaltar los pechos y el vientre de la mujer, como lo hiciera otra al hablar de la Madre de Jesús (cf. Lc 11, 27). Ya Jesús con­trapuso otros valores. No se trata solamente de incensar a María con los piropos y requiebros que recitamos en sus letanías. Todo podría terminar en humo…

Es cuestión de tomar en serio la figura femenina de María, como dice Puebla, para hacer realidad que el Evangelio «impregne» todo lo femenino, sin explotaciones publicitarias y eróticas, pero también sin maniqueismos larvados; que el amor a María «redima » a la mujer de la marginación a que ha sido sometida por la sociedad; que la «exalte » y promueva hasta llegar a ocupar los puestos que le pertenecen en la familia, sobre todo como «Iglesia doméstica», en los diversos estamentos de la sociedad y también, por qué no decirlo, dentro de la misma Iglesia. Muchas veces da la impresión que la devoción mariana es el refugio con el que simplemente queremos disi­mular, tanto a nivel de fieles como de jerarquía, la mediocre y oculta com­pensación del machismo y maniqueísmo camuflados que han imperado en la Iglesia y en la sociedad.

La hora de María debe ser la hora de la mujer y viceversa. Que no se quede en retórica poética la afirmación de Puebla sobre María y sobre la mujer, cuando dice de ellas que «espiritualizan la carne y encarnan el espíritu » (n. 299).

Compromiso de la Familia Vicenciana

Antes que nadie la familia vicenciana debe tomar en serio lo que para ella significa el regalo de María en la Medalla. La Virgen Milagrosa quiso que la familia de San Vicente fuera la depositaria y transmisora de una herencia y un mensaje: Como depositaria inmediata debe imitar el rostro evangélico de María al que nos remite desde los símbolos de la Medalla. Pero no sería suficiente con eso. En los últimos documentos del Magisterio Universal y lati­noamericano se actualiza la piedad mariana en el aquí y ahora de nuestro apostolado.

Siendo María la «Madre educadora de la fe» y la «pedagoga del Evangelio en América Latina» (Puebla, 290), los que tienen como lema ser evangelizadores de los pobres, deberán dejarse traspasar por la misma Palabra de su Hijo, seguir como Ella a Cristo la marcha del Pueblo de Dios y acer­carse con su misma solicitud hacia los pobres. Como Ella en el Magnificat, la familia del que fue llamado «Padre de los Pobres», debe esforzarse por recoger las lágrimas vertidas por tantos rostros dolientes que Puebla describe en página dramática. Dentro mismo de la comunidad vicenciana habrá que promover al máximo los valores femeninos que subsisten en la misma familia; potenciar y fomentar cada vez más la participación apostólica de las Hijas de María y las Damas e Hijas de la Caridad.

Como transmisora del regalo recibido, la familia de San Vicente tiene conciencia de que la Milagrosa no es monopolio suyo, ni la Medalla es un concurso de competencia vanidosa con otras advocaciones de María.

Como fieles de la Virgen Milagrosa, reconocen en Ella su ternura y desvelo por los pobres, los enfermos, los angustiados… a quienes tiende sus manos suplicantes y valiosas. Al ejercer su misión, come pide Puebla, «e vuelven a María para que el Evangelio se haga más carne, más corazón de América Latina». Porque María es la «estrella de la evangelización siempre renovada» (en 81).

Concretizar hoy el mensaje de la Milagrosa en América Latina significa entre otras cosas:

Repartir su Medalla no como un amuleto mágico que con sólo llevarlo resuelve por encanto problemas humanos, sino como un catecismo en el que con sus símbolos nos evangeliza María.

Tomar en serio el mensaje de ternura y compasión de la Milagrosa que nos compromete a responder al «sordo clamor que brota de millones de hombres, pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de nin­guna parte», como decía Medellín (pobreza, 2) y que Puebla nos asegura que ya no es «clamor sordo», sino «Claro, consciente, impetuoso y… ame­nazante» (n. 89).

Trabajar y evangelizar para que la mujer, a todos los niveles, en la familia, en la sociedad y en la Iglesia sea promovida a participar en puestos decisivos, al estilo del que María tuvo en su vida y tiene en la Iglesia.

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