Animación espiritual

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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Autor: Pilar Rendón de Dueñas, H.C. · Año publicación original: 1998 · Fuente: Encuentro de la Familia VIcenciana.
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Voy a intentar presentar la preciosa misión de la animación espiritual, de una forma sencilla y experiencial que es lo que me parece que proce­de en una comunicación.

A lo largo de ella intentaré responder a dos cuestiones

  • Quién anima
  • A qué y para qué la animación

1. Quién anima

Sin tener que mirar al Diccionario, todos sa­bemos lo que es animar; infundir ánimo, vigor, energía, excitar a una acción, a decidirse, cobrar ánimo, estimular,… Ese, por tanto, será el «rol» del animador, nuestro papel en la animación espiritual de estos movimientos que son distintas ramas del maravilloso árbol que es la Familia Vicenciana.

Buscando una imagen bíblica que pudiera expresar cuál es nuestro referente en la animación espiritual de estos movimientos laicos, se me ocu­rre identificarlo con la figura de Juan el Bautista, el Precursor.

Su misión es «ir por delante», «mostrar el cami­no», «preparar las sendas»; me parece que es lo que estamos intentando hacer en esta misión de acompañamiento; para ello, al igual que Juan, necesitamos ser personas de fuerte experiencia de Dios, de hondura de vida, personas que testi­monien su vivencia. Saber asumir el «es preciso que Él crezca y yo mengue».

Por lógica, se deduce que el animador ha de estar animado, ilusionado, ha de creer en lo que hace. Dicho con palabras del P. LLoret, «sentirse bien en su piel».

Sus fuertes convicciones han de procurarles la certeza de que esta misión encaja plenamente en su vocación cristiana. Que es una forma de ser fiel al mandato evangélico: «lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis».

Encaja en nuestra vocación vicenciana. Ape­lando a la experiencia de Vicente de Paúl pode­mos contemplar su testimonio de actuación con los laicos; algunos le plantean cuestiones determi­nantes que le conducen a abandonar sus proyec­tos y les lleva a fijarse en los pobres… Es capaz hasta de orientarse a horizontes que no había previsto… Él colabora con ellos y les devuelve sus propias cuestiones pidiéndoles que asuman sus responsabilidades, animándoles y ayudándoles a organizarse para dar una respuesta adecuada. Nosotros, sus seguidores, estamos llamados a hacer lo mismo.

En nuestra vocación de Hijas de la Caridad también encaja por completo. Si miramos al Est. 5, dice así, «colaborar con todas las fuerzas vivas de la pastoral del lugar y hacer lo posible por promo­cionar y alentar a laicos responsables. La fidelidad a sus orígenes les induce a trabajar con los movi­mientos vicencianos y a suscitar el compromiso de jóvenes y adultos en favor de los más nece­sitados».

El animador no es un experto, ni es un organi­zador, aunque es verdad que hay que organizar, tampoco es un programador aunque hay que pro­gramar, es una persona que quiere dar razón de su fe y esperanza, compartir su experiencia, es decir, transmitir lo que ha visto y oído. Como ya decíamos al principio, ha de ser un testigo.

Otro elemento muy importante es que tenga conocimiento y aprecio por la identidad y el caris­ma del movimiento. Es verdad que todos son vicencianos pero cada uno tiene su identidad específica. Sólo conociéndolo, amándolo, respe­tándolo y viviendo en comunión podrá orientar por el camino de la fidelidad.

El animador ha de dejarse animar, saber enri­quecerse… sólo así podrá superar el desgaste inevitable que conlleva la misión, el cansancio.

Ha de ser persona con una actitud de colabo­ración, talante de diálogo… que sintiéndose com­pañera de camino y teniendo clara su misión de servicio, se muestra abierta y receptiva, capaz de acoger y aceptar ideas, propuestas, sugerencias, compartir. Aquí me parece oportuno citar algunas demandas y sugerencias que se desprenden de la síntesis de las encuestas aplicadas en las Pro­vincias con vistas a preparar el encuentro. Refi­riéndose a los Padres y Hermanas como anima­dores, decían así;

  • «Debe ser el motor permanente de la Asocia­ción o Movimiento y a la vez enlace con las otras organizaciones, dando alas a los laicos en su propia formación»
  • «Que valoren el papel de los laicos como otros animadores, ellos también pueden rea­lizar esta misión sin necesidad de depender totalmente de los Padres y Hermanas».
  • «Que sean animadores y acompañantes, no p rotagonistas»
  • «La Hija de la Caridad debe acompañar a los laicos de manera que sean ellos los que tomen iniciativas y hagan proyectos, se arriesguen. La responsabilidades deben estar en manos de los laicos sin que ellas desaparezcan de escena, «saber estar detrás».

La persona que anima, al igual que Juan el Bautista, ha de ser voz profética, que con su coherencia de vida y un estilo de choque sea respues­ta contracultural y dinamice y estimule, suscite el afán de vivir la radicalidad evangélica y vicencia­na de su vocación laical.

Podríamos decir que ha de ser testigo y profe­ta… Dicho en términos ascéticos, vivir en actitud de conversión.

Estas serían las metas… en la realidad he­mos de contar con nuestra limitación y debilidad humana.

El P. Ives Danjou, Visitador Provincia de París, pone de relieve su presencia de clarificación, lla­mada constante y referencia eclesial. Sintetizando metafóricamente su rol, dice que es:

  • Lámpara que ilumina la acción cristiana.
  • Campana que recuerda constantemente las bellas cualidades que deben adornar su vocación laical.
  • Un poderoso indicador que marca su refe­rencia a la familia vicenciana y a la Iglesia.

Ha de tener sensibilidad pastoral, talante evan­gelizador. Las Hijas de la Caridad estamos llama­das a participar en la Nueva Evangelización. Los nuevos evangelizadores son aquellos que testifi­can que la Buena Nueva que anuncian les ha transformado a ellos, por eso creen lo que dicen, viven lo que anuncian y están convencidos de su mensaje salvador. ¡He aquí el estilo del animador espiritual vicenciano!

2. Contenido de la animación

En este servicio de animación hemos de tomar y hacer tomar a los laicos una clara conciencia de su vocación laical. El Vaticano II ha sido el concilio que más ha hablado de ellos en toda la historia de la Iglesia y el que ha desarrollado la teología de la identidad y funciones de los mismos. El Capítulo IV de la Lumen Gentium y el Decreto sobre el aposto­lado de los laicos son dos ejemplos contundentes.

Todos, tanto nosotros como ellos, hemos de estar alerta y tener en cuenta una de las acusacio­nes que con más frecuencia han recibido muchos grupos, asociaciones y movimientos en la historia de la Iglesia; es la de haberse quedado a un nivel devocional y pietista, y mucho podríamos temer que a los de nuestra Familia Vicenciana les ocu­rriera lo mismo. Aquí, podemos remitirnos al Evan­gelio de Mateo que nos habla a propósito de «la sal que no sala o la luz que no ilumina», si eso es inad­misible para cualquier grupo cristiano comprometi­do, lo es mucho más para los que hunden sus raí­ces en el carisma vicenciano, que por boca de Vicente de Paúl tiene un lema ineludible.

«Todo nuestro obrar consiste en la acción, la perfec­ción no está en los éxtasis sino en cumplir perfecta­mente la voluntad de Dios» (XI, 211).

También nos dice con la misma fuerza que: «las virtudes meditadas y no practicadas son más nocivas que provechosas» (VII, 311).

Está claro, pues, solo hay una salida cristiana, evangélica y vicenciana para orientar nuestra mi­sión de animar: el paso de lo meramente devocio­nal al compromiso militante.

Convencidos de que nuestros movimientos dentro de la Iglesia tienen una triple acción:

  • Catequética – anuncio de la Fe
  • Litúrgica – Celebración de la Fe
  • Caritativa – Servicio

ha de estar claro en la mente y en el corazón de todo vicenciano que nuestra espiritualidad ha de desembocar en el compromiso y no se trata de un compromiso genérico sino que todo lo que se denomina vicenciano se refiere única y exclusiva­mente a los pobres y marginados.

En definitiva, no es nada nuevo decir que hablar del compromiso vicenciano es hablar en tres dimensiones como son:

  • El servicio a los pobres
  • La práctica de la solidaridad
  • La lucha por la justicia.

No podemos cerrar los ojos, hemos de tenerlos siempre bien abiertos a la realidad: Jesucristo clama en el pobre. Por tanto, hemos de abrir los ojos y el corazón para conocer el mundo de los pobres y las condiciones de necesidad, margi­nación y explotación, tal y como se están dando en nuestros días. Este fue el primer paso dado por Vicente de Paúl: «descubrir la pasión de la huma­nidad», abrir los ojos a la realidad sangrante de su tiempo.

Esta escucha del clamor de los pobres, como ya dijeron los obispos latinoamericanos en Pue­bla, en el año 87,no puede reducirse a estadísti­cas frías o a análisis bellamente sociológicos, aunque sean necesarios y útiles como herramien­tas de trabajo. Por el contrario, se trata de tomar conciencia más lúcida y crítica de quienes son los pobres que nos interpelan desde nuestras ciuda­des, barrios y pueblos. Se trata de que los miem­bros de toda la Familia Vicenciana descubramos los rostros dolientes de aquellos que nos rodean. Se trata de empatizar con ellos a la manera de Vicente de Paúl, hasta llegar a decir que ellos constituyen «nuestro peso y nuestro dolor».

La animación espiritual no será tal si no impul­sa a:

  1. Echar una mirada global a las pobrezas. No podemos conformarnos con una toma de conciencia más o menos atomizada del clamor de los pobres, hemos de asumir existencialmen­te el pensamiento de Pablo VI: «nuestra sociedad es una máquina de fabricar pobres». Por ello la variedad y complejidad de las diversas situacio­nes de marginación e injusticia son cada vez más grandes.
  2. Hacer una lectura más objetiva de la mar­ginación. Hemos de aprender a descubrir lo que el Papa Juan Pablo II ha calificado, en la Solicitudo Rei Socialis, como «estructuras de pecado», al denunciar la existencia de unos mecanismos eco­nómicos, financieros y sociales, los cuales, aunque manejados por la vida de los hombres, funcionan de modo casi automático haciendo más rígidas las situaciones de riqueza de los unos y de pobre­za de los otros.
  3. Tener una actitud crítica ante esta sociedad tan insolidaria. Vivimos en una sociedad organiza­da para satisfacer los deseos de los que «produ­cen y consumen» y no para responder a las nece­sidades de los menos privilegiados, una sociedad competitiva, donde quedan al margen los que no rinden, que ignora y aminora a los incapaces, una sociedad que no promueve el estilo de compartir con los necesitados.
  4. Una sensibilidad distinta respecto a los pobres. Lo terrible sería que los vicencianos tuviéramos una visión normal de ellos. Que nos acostumbráramos a verlos, los consideráramos como un peligro latente o potente, enemigo real o potencial de la paz, la tranquilidad y la seguri­dad. Por el contrario, tenemos que hacer la expe­riencia de un convencimiento comprensivo de los pobres y necesitados de hoy. Esos que ya no aceptan su situación de manera resignada o fata­lista sino que saben que tienen un lugar en el banquete del mundo.
  5. Luchar por crear la cultura de la pobreza, entendiendo por ella, la austeridad. Nos hemos instalado en lo superfluo… hemos de ser austeros no como un fin sino por razón de solidaridad… los que no somos pobres somos ricos.

3. La interpelación del evangelio

La espiritualidad vicenciana ha de sentirse interpelada por un Evangelio que es ante todo Buena Noticia, liberadora para los pobres. Hemos de orientar nuestro hacer a que tomen conciencia a través de nuestra vida y palabra de algo muy esencial. Cuando Jesús de Nazaret anuncia la lle­gada del reino de Dios se dirige a los pobres como a los primeros que deben escuchar este anuncio como Buena Noticia. Toda la actuación de Jesús parte de esta convicción: «El Espíritu del Señor está sobre mí y me ha ungido para llevar la Buena Noticia a los pobres» (Lc 4,13).

El carácter privilegiado de los pobres, no se debe a sus méritos, a sus virtudes, ni si quiera a su mayor capacidad para acoger el mensaje de Jesús. La pobreza por sí misma no hace a nadie mejor. La única razón es que son pobres y aban­donados y, Dios, Padre de todos, no puede reinar entre los hombres sino haciendo justicia a los que nadie hace.

4. Líneas de fuerza de la espiritualidad

Sintonizando con la Iglesia podemos apuntar unas «líneas de fuerza», subrayadas con insisten­cia en determinados documentos, que pueden resultar significativos para los vicencianos.

1.- La caridad «reestructuradora» de la realidad social: El Vaticano II en su Decreto sobre el Apostolado Seglar, «Apostolicam Actuositatem», lo en­foca desde una perspectiva nueva, que está en la base de lo que después ha venido a ser un nuevo estilo eclesial de ser cristiano.

El Concilio descalifica la sustitución de la Cari­dad de tipo reestructurador por la caridad asisten­cial. El siguiente párrafo lo expresa fuertemente:

«cumplir antes que nada las exigencias de la justicia para no dar como ayuda de caridad lo que se debe dar por razón de justicia; suprimir las causas y no sólo los efectos de los males y organizar las res­puestas de tal forma que quienes las reciben se vayan liberando progresivamente de la dependen­cia externa y se vayan bastando a sí mismos. Es decir, hacerlos agentes de su propia promoción».

2. Convencerse de que sin compromiso por la justicia no hay santidad. Es muy importante citar una línea de fuerza, recuperada de la mejor tradi­ción evangélica y eclesial por el Sínodo de los obispos sobre los laicos en 1987. En su mensaje final se dice;

«El Espíritu nos lleva a descubrir más claramente que hoy la santidad no es posible sin un compromi­so con la justicia, sin una solidaridad con los pobres y oprimidos. El modelo de santidad tiene que incor­porar la dimensión social en la transformación del mundo, según el plan de Dios».

3. Nuestro ser y nuestro hacer, el de todos los vicencianos, se juegan en el mundo de los pobres.

El 21 de febrero de 1994 aparecía el Docu­mento «La Iglesia y los Pobres». En él se plantea un compromiso ineludible por la causa de los po­bres que es la causa de Jesucristo y de la Iglesia. Además, todo el documento tiene un sabor ine­quívocamente vicenciano y lógicamente consti­tuye para nuestra familia un revulsivo vital.

Uno de los aspectos más importantes que plantea el Documento es lo que en el pensamien­to de Vicente de Paúl se denomina el «juicio de los pobres». El siguiente párrafo es fundamental para discernir el compromiso de una familia que quiere reafirmar el carisma vicenciano:

«De aquí que el encuentro con el pobre no puede ser para la Iglesia y el cristiano meramente una anécdota o algo marginal, intrascendente, ya que en su reacción y en su actitud se define su ser y tam­bién su futuro. Los pobres son sacramento de Jesu­cristo, más aún, ese juicio y esa justificación no sólo debemos pasarlo algún día ante Dios, sino también ahora ante los hombres. Bien puede afirmarse que el ser y el actuar de la Familia Vicenciana se juegan en el mundo de la pobreza y del dolor, de la margi­nación, de la debilidad y del sufrimiento».

5. Notas para una espiritualidad de la familia vicenciana

Aunque por lógica es fácil deducir que la espi­ritualidad y, por lo tanto, nuestra animación con los laicos no puede ir por otra línea que la vicenciana, sí es conveniente citar una serie de rasgos que vertebran el ser y el hacer de estos movimientos.

a. Una espiritualidad de encarnación y de inserción. No podemos tener un compromiso a distancia, éste no puede darse sin estar encarna­do en el mundo de los pobres, no puede darse el servicio, la solidaridad con el pobre, si no se da el abajamiento hasta ellos, la cercanía, el estar con ellos. De lo contrario, sería demagogia. Tenemos el ejemplo de Cristo en el Tabor. Cuando Pedro proclama ¡qué bueno es quedarnos aquí! la res­puesta de Cristo al final de la escena es invitarle a descender del monte para continuar el servicio. Veamos también un amplio párrafo de este Docu­mento, «La Iglesia y los Pobres».

«Para salvarnos, Dios se acercó a nosotros, vino a vivir entre nosotros y con nosotros; se despojó a sí mismo, tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres (Filp 2, 6-7). Nuestra Cari­dad debe acercarnos a los pobres de todas las maneras posibles, pero especialmente en la convi­vencia, situándonos entre ellos para poder analizar las situaciones con realismo, compartir su proble­mas y buscar soluciones» (134).

b. Una espiritualidad de solidaridad. Si Cristo no sólo se acercó a nosotros, sino que se solida­riza curándonos de nuestras heridas y haciéndo­nos volver al buen camino, viniendo a buscar y a salvar lo que estaba perdido… ¡cuánto más en seguimiento suyo, debemos asumir la causa de quienes sufren el hambre, la miseria, la injusticia y la opresión, trabajando y luchando en la defen­sa de los «sin voz», buscando espacios para que ellos la tengan. Tener corazón de hermano hacia todos los hombres, pero especialmente entrañas de misericordia para sentir compasión, es decir, padecer con los más necesitados. La vida entera de Jesús es una manifestación multiforme de su solidaridad con el hombre, sintetizada en estas palabras: «El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate de muchos» (Mt 20, 28).

c. Una espiritualidad del principio misericor­dia. Es decir, tener el corazón en la miseria del otro. Este principio debe informar todas las dimen­siones del seguidor de Cristo, la del conocimiento, la de la esperanza, la de la celebración y, por supuesto, la de la praxis.

d. Una espiritualidad de gratuidad. Hoy todo es efímero, inmerso en una cultura materialista, pragmática… nosotros hemos de gastarnos y des­gastarnos «a fondo perdido».

e. Una espiritualidad del misterio pascual. No siempre se ha resaltado suficientemente la espiri­tualidad «pascual» y es de las más ricas y con más talante vicenciano. Supone renunciar al yo a favor del otro, es cauce de exaltación del hombre, ascenderle en su dignidad, pasarlo de la no-vida a la vida total. Saber morir, olvidarse de sí mismo para que otros tengan vida.

f. Una espiritualidad mariana comprometida. Que hunde sus raíces en María, la que conduce nuestros pasos para revelar el amor entrañable de Dios a los pobres, totalmente abierta al Espíritu, la sierva fiel y humilde, la madre de misericordia y esperanza de los pequeños y desvalidos. Una espiritualidad mariana tal como la describió la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano, en Puebla, en 1979. Allí se habla de María como el gran signo de rostro maternal y misericordioso, de la cercanía del Padre y de Cristo; como la presen­cia sacramental de los rasgos maternales de Dios. María personifica la opción preferencial de Dios por los pobres, el triunfo de Dios en lo débil, la parcialidad de Dios hacia el que sufre. El Magni­ficat es claro exponente de ello, es pues, un cán­tico de esperanza que, a la vez, nos compromete muy concretamente al servicio de nuestros her­manos y los libera de la angustia. Es el cántico de la civilización del amor.

g. Una espiritualidad de inculturación. Cristo se unió por su Encarnación a las determinadas condiciones sociales y culturales de los hombres con quienes convivió, el Verbo encarnado se inserta en el mundo de la cultura. Desde ahí, nuestras actitudes de corazón han de ser:

  • el respeto al otro.
  • relativizar lo que no es absoluto de Dios.
  • hacer un esfuerzo por conocer las distintas culturas; descubrir las semillas del Verbo que hay en cada una.
  • amar al otro como Dios le ama, con lo que es y tiene.

6. Riesgos y tentaciones

No debemos terminar sin alertar, para no caer en peligros que nos pueden acechar, entre ellos tendríamos:

  • El espiritualismo. Es curioso que, en estos momentos, en que la Iglesia urge a todos los movimientos a un compromiso social, tam­bién coexistan reclamos a un «intimismo espi­ritual desencarnado». Hoy hay signos que denotan un divorcio entre la fe y la vida, una vieja dicotomía entre la fe y la solidaridad.
  • El autoaislamiento. No son pocos los que en el nuevo contexto social tienen miedo a per­der su identidad y surge la tentación de replegarse, cerrarse ignorando a la sociedad y cayendo en el aislamiento. Con ello se fomenta la atmósfera de «gheto».
  • El narcisismo. El estar preocupados por la cantidad, creerse los mejores, el éxito, la buena imagen… y naturalmente las fuerzas se gastan no en la lucha por la justicia y la solidaridad sino en tener un gran andamiaje institucional que, a la larga, se vuelva estéril. Vicente de Paúl decía que le preocupaba ¡cómo no! la Compañía pero… que todavía mucho más los pobres.
  • La falta de organización, coordinación, cola­boración. Nadie puede negar que dos de las notas características de la Caridad Vicencia­na son la organización y la coordinación. Precisamente de ahí surgieron las obras de san Vicente al querer organizar la Caridad. Pen­semos en Chatillón.

La tentación sería querer actuar al margen de los planes de pastoral y cerrarse y hacerlo «por libre».

Los obispos españoles en su Documento «Tes­tigos del Dios vivo» lanzan una seria advertencia contra esta tentación…

‘A pesar del reconocimiento de la acción generosa de tantos cristianos a nadie le debe extrañar si decimos que el momento actual requiere intensificar y coordi­nar mejor las formas de ejercer la caridad en favor de los pobres y necesitados. Lo requiere la misma natu­raleza de la evangelización… lo requiere también el sufrimiento de tantos hermanos nuestros… lo requie­ren los nuevos pobres de la sociedad moderna» (60).

7. Perspectivas de futuro

Después de todo esto y apelando a nuestra propia experiencia, creo que tenemos razones para la esperanza. Tanto la Iglesia como la Com­pañía nos impulsan a «embarcarnos» en esta ma­ravillosa empresa.

En el Documento «Vita Consecrata» encon­tramos:

«Estos nuevos caminos de comunión y colaboración merecen ser alentados por diversos motivos… de ellos se podrá derivar, ante todo, una irradiación activa, más allá de las fronteras del Instituto, que contará con nuevas energías, asegurando así a la Iglesia la continuidad de algunas de sus formas más típicas de servicio. Otra consecuencia positiva podrá consistir en el aunar esfuerzos entre personas consagradas y laicos en orden a la misión».

Se constata cómo en estos últimos años los Movimientos Vicencianos siguen buscando un acercamiento y tienen grandes deseos de relacio­narse más con los Padres y Hermanas, de estre­char lazos espirituales y apostólicos y, sobre todo, de conocer mejor el espíritu vicenciano con el fin de prestar un mejor servicio a Cristo y a la Iglesia.

En nuestra reciente Asamblea General fueron mu­chas las voces que se pronunciaron en este sentido.

Este fenómeno, crea en nosotros, Padres y Hermanas, una responsabilidad especial. El Espí­ritu Santo, al despertar esta conciencia, nos pide, no sólo conservar la herencia recibida sino pro­moverla, hacerla creíble y eficaz. Es un nuevo reto que tenemos que afrontar.

Nuestro Superior General entre las esperanzas que nos lanzó a las Hijas de la Caridad decía: «Espero que haya una mayor y más concreta cola­boración con los seglares, especialmente con los jóvenes…».

También en la reciente Asamblea General sacudió nuestras memorias recordándonos los elementos esenciales de nuestra identidad, uno de esos puntos a recordar fue el siguiente:

«Recuerden que son parte de una gran familia que se identifica por su carisma y comparte un patrimo­nio común.

Hay muchas ramas en la Familia Vicenciana. Cada uno de estos grupos tiene su carisma específico que, para nosotros, es importante respetar y ayudar. Tenemos mucho en común.

Permítanme que les lance hoy este desafío. Traten de establecer fuertes lazos de unión entre todos estos grupos vicencianos para que nuestra familia, trabajando unida, pueda ser un instrumento eficaz al servicio de los pobres. Apoyen especialmente a los jóvenes».

8. Conclusión

Varias pautas hemos ido ofreciendo para impulsar y dinamizar la animación espiritual de la Familia Vicenciana pero quedan muchas más, tra­bajo que cada uno de nosotros irá realizando día a día en total apertura, escucha y disponibilidad al Espíritu.

Ahora demos paso a nuestra imaginación y escuchemos hipotéticamente a san Vicente que, de acuerdo con santa Luisa, podría decirnos:

«Ahí tenéis, hijos míos, unas pinceladas para ir formando el maravilloso cuadro que constituye la animación espiritual de la Familia Vicenciana. Si os lanzáis con ilusión, estad seguros que viviréis en fidelidad al espíritu que en este momento histórico os urge dar una respuesta. Oremos por ello.

¡Oh Salvador de nuestras almas!, luz del mundo, a fi, que para continuar tu misión de Servidor y Evange­lizador de los pobres has querido formar esta fami­lia que ha de comprometerse y servir de la misma manera que tú le has enseñado con tu vida y pala­bra, te pedimos que animes nuestra espiritualidad y fortalezcas nuestra comunión fraterna para que nos comprometamos en todo lo que acabamos de decir.

Necesitamos animadores que tengan una auténtica experiencia de Dios, que sean testigos y profetas para que vayan mostrando el camino, abriendo hori­zontes y ensanchando los márgenes de la misión.

Necesitamos laicos que crean en lo que hacen, que sigan avanzando mediante una profunda vivencia de su espiritualidad de encarnación, que se traduzca en un mayor compromiso proyectado en comportamien­tos cristianos de vida familiar, profesional y social.

Necesitamos una Familia Vicenciana cuyos movi­mientos se sigan actualizando en la lucha por la jus­ticia y en la línea de la solidaridad, respetando a las personas, trabajando por su promoción y luchando por crearles espacios para que tengan voz y se dejen oír.

Necesitamos la fuerte convicción de que trabajar por la civilización del amor y de la justicia es hacer creíble el Evangelio de Jesús de Nazaret y ser testi­gos del Amor Misericordioso.

Concédenos estas gracias, Señor Nuestro. Si refor­zamos nuestro compromiso, si hacemos legible y significativa nuestra respuesta a la Nueva Evangeli­zación se podrá decir que la Familia Vicenciana camina hacia el Tercer Milenio siendo en el mundo ese Fuego Nuevo de transformante Caridad».

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