En 1617 y a través de dos acontecimientos insignificantes en apariencia… Folleville – Chátillon…, el «Señor Vicente» ha encontrado su camino: ha tomado el partido de los débiles. En adelante, nada podrá desviarle de esta misión… Se ha encendido un fuego en su corazón, el fuego del amor a Jesucristo y a los pobres, un fuego a cuya luz habrá de interpretar todos los acontecimientos, un fuego, cuyas llamas van a comunicarse de uno a otro entre los que se relacionan con él.
Los que se relacionan con el Sr. Vicente son ¡muchos! Puede uno hacerse una idea de ello recorriendo la lista alfabética de sus corresponsales. Han llegado a nuestro poder 3.000 cartas suyas —de unas 30.000, que, según los especialistas, debió de escribir—: con ello queda dicha la extensión de sus conocidos… y de sus preocupaciones.
Entre esos conocidos, hay mujeres que desempeñan una misión importante: Vicente las estimula y, por su parte, aprende de ellas cómo servir. Extraordinaria reciprocidad. Vamos a detenernos en tres de esas mujeres: Luisa de MariIlac, Margarita Naseau y la Señora Goussault. Al mismo tiempo veremos cuál fue su acción en relación con las «Caridades».
I – Luisa de Marillac
1. Un camino de sufrimiento
Procedente de una de las familias más importantes de Francia, en el siglo XVII —su tío Miguel fue ministro de Justicia; su tío Luis, mariscal de Francia— Luisa estaba ya profundamente marcada por el sufrimiento cuando conoció a Vicente de Paúl. Se había visto privada del calor de un hogar, contrariada en su elección de estado —hubiera deseado ser Capuchina—, quedado viuda a los 34 años… Era por entonces una mujer llena de ansiedad, desconcertada.
El día de Pentecostés de 1623, mientras se hallaba en una dolorosa noche oscura de fe, Dios le dio a comprender que llegaría el día en que podría consagrarse a El sirviéndole en el prójimo, en una comunidad en la que habría «idas y venidas»… ¿Cómo?
No le hizo falta mucho tiempo a Vicente de Paúl para descubrir la rica personalidad de Luisa y la solidez de su fe. En realidad, lo único que busca es cumplir la voluntad de Dios. Por eso, deliberadamente, Vicente orienta la inteligencia y el corazón de Luisa hacia los pobres: empieza por confeccionar para ellos prendas de vestir que envía —según lo va indicando su director— a las diferentes cofradías; además, visita a los enfermos en sus casas.
A medida que va conociendo y apreciando mejor su disponibilidad, su juicio recto, su sentido de la organización, su intuición femenina, Vicente acaba por hacer de ella su principal colaboradora en la animación de las Cofradías de la Caridad.
Efectivamente, esas Cofradías se han multiplicado desde 1617 al ritmo de las Misiones predicadas por Vicente y sus primeros compañeros, sobre todo en las tierras de los Gondi.
Después del entusiasmo de los comienzos, llega el peligro del cansancio que puede apoderarse de aquellas mujeres que se habían reunido para servir a los pobres. Por otra parte, hay que saber distinguir a los que lo son verdaderamente, los que no tienen nada, los que se han visto obligados a vender sus bienes, o tienen sus modestas propiedades cargadas de hipotecas. Hay que encontrar fondos: donativos, colectas, compra de alguna parcela de terreno o de unas cuantas ovejas; hay que llevar minuciosamente las cuentas… Hace falta organizarse para visitar con regularidad a los enfermos, hay que dar catequesis a las niñas que no saben leer. Es necesario buscar los momentos para ser fieles a los rezos previstos por el reglamento y vivir en buena armonía como «hermanas» (así es como Vicente llama a los miembros de las Cofradías).
Para lograr esto y dar permanencia a la fundación, es necesario que alguien se encargue de seguir el crecimiento de la misma y establezca una coordinación. ¿Por qué ese ‘alguien’ no sería una mujer?
2. Misionera de las Caridades
Sin escatimar esfuerzo alguno, Luisa se entrega a este ministerio caritativo. Unas veces enviada por su Director, otras llamada por el párroco, por una señora, por una situación especial que se ha presentado… Luisa recorre las calzadas y caminos de la región de Isla de Francia y más allá de la misma: ora lo hace a pie, ora en diligencia o a caballo… como verdadera misionera de las Caridades.
La carta que le dirige Vicente el 6 de mayo de 1629, constituye como su primer envío a misión. Es un texto importante que sitúa en la fe el paso que va a dar aquella mujer de débil salud:
«…Vaya, pues, Señorita, en nombre de Nuestro Señor… que su divina bondad la acompañe… que sea ella su fuerza en su trabajo… Comulgará el día de la partida para honrar la caridad de Nuestro Señor y los viajes que El hizo con este mismo fin y la misma caridad, así como las penas, contradicciones, cansancios y trabajos que sufrió, a fin de que El quiera bendecir su viaje, darle su espíritu y la gracia de obrar con ese mismo espíritu y de soportar las penas de la forma con que El soportó las suyas… (Coste, 73; Síg. I, 135-36).
Luisa recibe de su director la invitación a comulgar o unirse plena y totalmente a Jesucristo, manantial y modelo de toda caridad: si emprende el camino, es con El y para El; a El es a quien va a encontrar en cada uno de los miembros de las Cofradías. A El es a quien debe reconocer en los pobres.
En mayo de 1629, se dirige a Montmirail, a unos 100 kms. de París. Por la correspondencia que poseemos sabemos de unas treinta localidades visitadas en cuatro años, en las cercanías de París, y los departamentos de Yvelines, Essone, Marne, Aisne, Oise… A ellos habría que añadir, sin tardar, las parroquias de la capital.
La primera Caridad parisiense se estableció en la parroquia de San Salvador en 1629; la segunda, en 1630, en San Nicolás de «Chardonnet», que era la parroquia de Luisa de Marillac: ella fue la fundadora de dicha Caridad y su primera presidenta. Muy pronto entraron en el movimiento San Eustaquio, San Benito, San Sulpicio, San Medérico, San Pablo, San Germán de Auxerre… y depués, las demás parroquias de la ciudad y extrarradio.
En todas partes, Luisa reunía a los miembros de la Cofradía, escuchaba… observaba, alentaba, rectificaba, comprobaba… Además, enseñaba a cuidar a los enfermos, a hacer la catequesis, a poner en práctica el reglamento, después de adaptarlo, si era preciso, a las necesidades concretas de los pobres.
En Franconville, existe un conflicto entre las señoras de la Cofradía y el Procurador; en Herblay, todo marcha bien. En San Benito (París), la presidenta es demasiado «agitada»; en San Sulpicio (París), le cuesta trabajo a la Cofradía ponerse en marcha: en Villepreux, en Mesnil, los párrocos le niegan a Luisa la autorización de hablar en público: en Sannois, se ha enfriado el fervor de los comienzos; en Beauvais, han iniciado su actividad varios equipos al mismo tiempo: hay que seguirlos.
Por todas partes, la competencia de Luisa, su cordialidad, su paciencia, su fe, dan excelentes resultados y le permiten sacar a flote situaciones difíciles. Completándose perfectamente con Vicente, a quien da cuenta exacta de sus «campañas misioneras», Luisa no tiene más que un objetivo: el servicio a los pobres, desempeñado por unas mujeres a las que ha congregado y pone en movimiento el amor de Cristo.
No obstante, en aquel tiempo de gran miseria no cesan de aumentar las desgracias y de hacerse más apremiantes, por lo tanto, las llamadas que se reciben: guerra, hambre, epidemias, mendicidad. Los miembros de las Cofradías —sobre todo los de las cofradías de las parroquias de París— no pueden dedicar todo su tiempo a los pobres, a causa de sus obligaciones familiares y sociales; no están acostumbradas, estas señoras, a cierta clase de trabajos duros, costosos, y ocurre que envían, en vez de hacerlo personalmente, a sus criados a llevar la comida o los remedios a los enfermos. Esto no responde ni al espíritu ni al reglamento de la Caridad, que dice entre otras cosas:
«…dará de comer al enfermo con amor, como si se tratara de su hijo, o mejor dicho de Dios… acordándose de terminar por aquellos que están solos para poder quedarse con ellos más tiempo…».
Vicente y Luisa se inquietan: ¿En qué van a parar las Caridades? ¿No sería necesario, para servir a los pobres, que, juntamente con las señoras, hubiera jóvenes de clase humilde que se entregaran totalmente a Dios para ello?
II – Margarita Naseau
Natural de Suresnes, aldea al oeste de París, Margarita conoció al Sr. Vicente en 1630, en una Misión que éste predicó en Villepreux. Tenía entonces Margarita 36 años y una gran personalidad. En una época en la que todas las aldeanas eran analfabetas, ella aprendió a leer sola, mientras guardaba las vacas, preguntando las letras a los que pasaban por el lugar. Después se puso a enseñar a otros, lo que le valió incomprensiones y burlas.
1. La que mostró el camino a las demás
Al oír al Sr. Vicente hablar de las Cofradías de la Caridad y del sufrimiento de los pobres enfermos, manifestó el deseo de que se la enviara junto a ellos.
Sí, hija mía, respondió Vicente, maravillado a la vez por la respuesta que la Providencia daba a su preocupación por las Caridades y por la gozosa disponibilidad de aquella campesina, a la que él calificó de «la primera».
«Margarita Naseau, de Suresnes, es la primera Hermana a quien cupo la dicha de mostrar el camino a las demás, tanto para enseñar a las niñas como para asistir a los pobres enfermos, aunque no tuvo casi otro maestro o maestra que a Dios» (Coste, IX, 77, Conf. esp. n.° 135).
Margarita empieza su servicio en París con la cofradía de San Salvador y después con la de San Nicolás de «Chardonnet». Ve con frecuencia a Luisa de Marillac, que la inicia en el cuidado de los enfermos y va descubriendo día tras día su fe profunda y su sencillez. Pero en febrero de 1633, Margarita muere víctima de la peste, en el Hospital San Luis; había recibido en su misma habitación a una pobre mujer enferma de este mal.
Su ejemplo fue comunicativo: otras muchachas campesinas fueron presentándose para ayudar en las Cofradías: Germana, Juana, Jacoba, Micaela, María… Vicente las recibe y se las envía a Luisa de Marillac que las instruye, les enseña los rudimentos de los cuidados, les explica cómo funciona una Cofradía de la Caridad, les dirige un breve retiro, teniendo en cuenta la evolución espiritual de cada una y las distribuye, según las necesidades, por las diversas cofradías de las parroquias de París y los alrededores.
Puede decirse que la llegada de aquellas campesinas salvó las caridades de la ciudad, que no daban abasto a todo el quehacer. Con su juicio práctico, su ánimo decidido, con un amor humilde de verdaderas siervas, les infundieron una «sangre nueva» que les devolvió la vida.
Luisa de Marillac, que tiene un contacto diario con estas muchachas aldeanas, deseosas de servir a los pobres y de vivir plenamente su vida cristiana, piensa que hay que hacer algo más. ¿No estaría ahí perfilándose la intuición de Pentecostés de 1623?: servir al prójimo en una comunidad en la que habría «idas y venidas».
Vicente se muestra vacilante. En el siglo XVII, las mujeres consagradas viven todas en clausura; la vida religiosa parece reservada a jóvenes procedentes de familias de buena posición. En esas condiciones, formar una comunidad era suprimir el servicio a los pobres a domicilio. Por otra parte, las jóvenes que Luisa de Marillac quiere reunir son unas sencillas aldeanas sin dote ni cultura.
Luisa ora… Vicente reflexiona. Busca la voluntad de Dios. En agosto de 1633, al terminar sus Ejercicios Espirituales anuales, escribe a Luisa:
«Su Angel de la Guarda se ha puesto en comunicación con el mío con relación a la Caridad de sus hijas. Lo cierto es que me ha sugerido varias veces acordarme de ellas y que he pensado seriamente en esa buena obra. Hablaremos de ello, Dios mediante, el viernes o el sábado» (Coste, I, 218; Síg. I, 266).
Algunas semanas más tarde se llevaba a cabo el proyecto.
2. Una cofradía de nuevo estilo
En noviembre de 1633, Luisa de Marillac, segura de la voluntad de Dios, recibe en su casa, en la feligresía de San Nicolás de «Chardonnet» a cinco o seis jóvenes que quieren entregarse a Dios para servir a los pobres: vida consagrada en medio del mundo. Así es como nace la Compañía de las Hijas de la Caridad: minúscula semilla que germinará y crecerá con rapidez.
¿Una Cofradía? Sí, así es como los documentos oficiales designan a la nueva Institución: «Cofradía de las Siervas de los Pobres de la Caridad»… Pero Cofradía de un nuevo estilo, porque estas jóvenes que la forman se han entregado totalmente a Dios, sirven a los pobres con plena dedicación y viven en pequeñas comunidades. Muy unidas a las Cofradías de la Caridad por lo que se refiere al servicio, forman sin embargo un cuerpo distinto, bajo la dirección de Luisa de Marillac, su superiora y formadora.
¿Monasterio?, ¡ninguno! Tienen por claustro las calles de la ciudad, las salas de los hospitales o las casas de los enfermos… Es necesario que puedan ir por todas partes a buscar a los pobres donde se encuentren: a los enfermos, a los niños abandonados, a los soldados heridos, a los encarcelados… a todos aquellos a los que la sociedad excluye o encierra.
En todos los lugares en que la caridad tiene su puesto, «Señoras» y «jóvenes» (pronto, «Hermanas») actúan juntas, de manera complementaria, para socorrer a los que sufren y revelarles que Dios los ama.
III – La señora Coussault
En el primer tomo de la correspondencia de San Vicente, encontramos con frecuencia su nombre. Quedan algunas cartas dirigidas a ella por San Vicente, y un relato hecho por ella misma y dirigido a San Vicente, de un viaje a Angers —tierra de la que es originaria su familia—. Dicho relato revela a la vez su distinción, su rango elevado, su piedad y su gran caridad.
Su padre, Nicolás Fayet, y su marido, Antonio Goussault, habían sido ambos Presidentes del Tribunal de Cuentas. Madre de cinco hijos, viuda en 1631, conoce al Sr. Vicente en 1632 y se compromete a fondo en las acciones que él emprende en favor de los pobres.
Al igual que Luisa de Marillac y que la Señorita Pollalion y a veces en unión de la una o la otra, la Sra. Goussault visita las Caridades, se preocupa de buscar jóvenes y de mandarlas a las mismas, propone fundaciones, presta su apoyo a la Compañía naciente. El Sr. Vicente tiene por ella una profunda estima, le pide consejo y hablando de ella después de su muerte, dice: «Hermanas mías, tenedle una gran devoción porque tengo para mí que es una gran santa» (Coste, X, 115; conf. esp. n.° 1378).
1. La cofradía del Hospital General (Hotel -Dieu) de París
La situación del Hospital General no era brillante en aquellos comienzos del siglo XVII. Los enfermos, muy numerosos, ocupaban varios la misma cama. Las religiosas Agustinas estaban desbordadas de trabajo, y la Sra. Goussault, en sus frecuentes visitas al Hospital, se da cuenta de que se descuida el seguimiento religioso de los enfermos, por falta de sacerdotes preparados para tal servicio y en número suficiente. Le parece que si se creara una Caridad para el Centro, tal vez sería el mejor remedio. El Señor Vicente no se decide porque proyectos análogos, intentados por otras personas, han fracasado. La empresa le parece delicada: la administración del Hospital General depende del cabildo de la catedral «Notre Dame»… ¡No importa! Que por ello no quede; la Sra. Goussault expone el asunto a Juan Francisco de Gondi, Arzobispo de París, y éste da su aprobación. Entonces, la prudencia de Vicente cede el paso a su espíritu de iniciativa. En una carta a Luisa de Marillac, de comienzos del año 1634, escribe:
«La reunión se celebró ayer en casa de la Señora Goussault… Se aceptó la proposición y se resolvió celebrar otra reunión el lunes próximo. Entre tanto, se encomendará el asunto a Dios, se comulgará con esta intención y cada una propondrá la cosa a las señoras y señoritas conocidas suyas… La necesitaremos a usted y a sus hijas. Se cree que harán falta cuatro. Por eso habrá que pensar en el medio de escogerlas buenas…» (Coste, I, p. 230; Síg. I, p. 276).
En la reunión del lunes siguiente, las participantes, que eran diez, escogieron a la Sra. Goussault como presidenta, función que desempeñó hasta su muerte, acaecida en 1639.
Esta nueva cofradía tiene, pues, como campo de acción no ya una parroquia, sino un gran hospital de París.
Su finalidad es servir espiritual y corporalmente a los enfermos. Ello requiere visitarlos con regularidad, escucharlos, instruirlos, prepararlos a la confesión, servirles una «colación» (especie de merienda) diaria… tales son los medios que permitirán a las señoras ayudar a los enfermos a sobrellevar su enfermedad, a vivir cristianamente, si sanan, o a tener una buena muerte.
En marzo de 1634, la Cofradía constaba de diez miembros; pero en julio del mismo año eran cien; las señoras del gran mundo, de la más alta clase social, desean formar parte de la misma. Es como una moda. Una vez pasado el primer fervor, el peso de las obligaciones se deja sentir y el número de «fieles» queda reducido a la mitad. De todas formas, son como un «batallón de choque» al que el Sr. Vicente, que siempre está pendiente de los acontecimientos, dirige las llamadas urgentes que él mismo ha escuchado de los pobres.
2. El «salón» de la caridad
Al mismo tiempo que florecen y se multiplican los salones mundanos en los que la sociedad «preciosa» habla de poesía, de amor, de ciencias o de astronomía… mientras en los palacios aristocráticos los grandes se divierten en fiestas y bailes de disfraces… el Sr. Vicente, el humilde sacerdote de las Landas, reúne todas las semanas a las Señoras del Hospital General, verdadero «Salón de la Caridad» en el que se habla y discute de las desgracias de la época y de las soluciones que pueden aportarse.
¿Qué más pobre, más indefenso que un niño abandonado en el pórtico de una iglesia? Pues son 400 los que se recogen todos los años en París y se llevan a la «Casa de la Cuna»: allí permanecen mal alimentados, si es que no se los vende o deforma… y la mayoría mueren.
El cabildo de «Nuestra Señora», dirigente de la obra, solicita de la Cofradía de la Caridad del Hospital General que se haga cargo de la misma. En 1638, después de un modesto ensayo, se toma la decisión: Señoras e Hijas de la Caridad aunarán sus esfuerzos para dar respuesta a esta urgencia. Algunas cartas de Luisa de Marillac son verdaderos gritos de angustia ante las dificultades tan grandes que se presentan. Vicente no deja de estimular la generosidad de las Señoras:
«…la Providencia les ha hecho a ustedes madres adoptivas de esos niños… Se trata de un vínculo que han contraído ustedes con ellos, de forma que si abandonasen a esos pobres niños, no tendrían más remedio que morir… ¿Y qué dirán ustedes a la hora de la muerte, cuando Dios les pregunte y les pida cuenta de esas criaturitas?… (Coste, XIII, 799; Síg. X, 941-42).
La guerra de los Treinta Años y —de 1648 a 1652— la «Fronda», violenta guerra civil, causan estragos en el país. Sucesivamente, las regiones del Este, del Norte y la región cercana a París se ven transformadas en campos de batalla: las tierras arruinadas, las granjas incendiadas, el hambre, las epidemias, los soldados heridos, la avalancha de la población rural hacia la capital… Al mismo tiempo que se compromete personalmente haciendo gestiones e intentos para conseguir solución ante la Reina, Mazarino, el Papa…, Vicente se lanza, en colaboración con otras personas, especialmente con las instituciones fundadas por él, en socorro de las poblaciones angustiadas. La Casa Madre de San Lázaro se convierte en cuartel general de la Caridad. Comunidades de Sacerdotes de la Misión y de Hijas de la Caridad, se trasladan a los lugares estratégicos; Hermanos coadjutores se encargan, con peligro de su vida, de transportar y distribuir las ayudas. Con frecuencia, las Caridades de las parroquias se ven en la imposibilidad de responder a tantas necesidades y, entonces, la Caridad del Hospital General, impulsada por Vicente, pasa a ser el «apoyo logístico» de aquel amplio movimiento de solidaridad. Es necesario hacerse con dinero, ropas, víveres, herramientas y semillas. Valiéndose de octavillas u otros prospectos redactados por los que están en vanguardia, las señoras recurren a la generosidad de sus amistades y conocimientos, hacen colectas, organizan roperos y repartos de alimentos, ponen a contribución sus personas y sus bienes.
«¡Bendito sea Dios, señoras, por haberles concedido la gracia de servir a Nuestro Señor en sus pobres miembros, cuya mayor parte no llevaban más que andrajos… ¡Cuántas gracias tienen que dar a Dios, por haber recibido de El la inspiración y los medios para atender a estas grandes necesidades!… (Coste, XIII, 802; Síg. X, 949).
¡Qué decir de los pobres condenados a galeras, que esperan encadenados en las cárceles de París, Marsella, Burdeos… a verse amarrados al duro banco de la galera para hacer funcionar sus largos remos! Desde que fue nombrado capellán general de las galeras, en 1619, Vicente ha podido ver de cerca su miseria física y moral; maltratados, con frecuencia condenados injustamente, viven en una tremenda promiscuidad, tragando su rebeldía. El servicio espiritual que ha de prestarse a los galeotes figura inscrito en el contrato de fundación de los Sacerdotes de la Misión. También los asisten las Hijas de la Caridad. No es de extrañar, pues, que la carga financiera de esta situación dolorosa recaiga asimismo sobre la Cofradía de la Caridad del Hospital General.
3. Con alegría y ternura
Así, al paso de los años, el campo de acción de la Cofradía se ha ido extendiendo a todas las pobrezas, por toda Francia y más allá de sus fronteras, puesto que habrían de añadirse las ayudas enviadas a Africa del Norte, a Polonia y a Madagascar; la respuesta que se da a una urgencia abre el corazón y lo predisponen a atender a una nueva llamada…
¿Cómo no evocar aquí a algunas de aquellas mujeres de Fe, dispuestas a amar con alegría y ternura? La Srta. POLLALION, viuda a los 20 años, primera tesorera de la Cofradía, no se deja detener por ningún obstáculo cuando se trata de salvar a muchachas en peligro; en favor de ellas funda la Congregación de la Providencia. La Srta. du FAY, amiga íntima y prima de Luisa de Marillac, abre ampliamente sus manos y su corazón a toda miseria. La Sra. de MIRAMION, viuda a los 17 años, hace voto de castidad y se consagra a Dios y a los pobres, especialmente a los niños expósitos. La Sra. de VILLENEUVE, amiga de Juana de Chantal y de Francisco de Sales, funda las Hijas de la Cruz para dedicarse a la instrucción de las niñas pobres. La Sra. de LAMOIGNON, esposa del célebre Presidente del Parlamento de París, fue la tercera Presidenta de la Cofradía de la Caridad del Hospital General; servía a los pobres con tal cariño que se la llamaba «Madre de los Pobres». Su hija, Magdalena de LAMOIGNON transformó su palacio en ropero para los indigentes y vendió en provecho de éstos sus más preciadas joyas. La Sra. FOUQUET, madre del superintentente de Hacienda, de dos obispos y de cinco religiosas de la Visitación, mereció este elogio de parte de Vicente: «Si, por desgracia, llegara a perderse el Evangelio, se encontrarían su espíritu y sus máximas en el corazón y la vida de la Sra. Fouquet». La Sra. de HERSE, prima del Sr. Olier, amiga de la reina Ana de Austria, ayuda al sostenimiento de todas las obrsa de Vicente, especialmente la asistencia a las provincias devastadas. La Sra. Duquesa de AIGUILLON, sobrina preferida de Richelieu; casada a los 16 años, se queda viuda a los 18 y entra en el Carmelo, de cuyo noviciado la hace salir su tío, que quiere sea una de las damas de honor de la reina-madre, María de Médicis. Si es cierto que tiene una gran influencia en la corte, es todavía mayor la grandeza de que la reviste su caridad hacia todos los que sufren. Es la cuarta Presidenta de la Cofradía del Hospital General y funda en Marsella un hospital para los condenados a galeras. A estas señoras habría que añadir los nombres de: Sra. Séguier, Sra. de Brienne, Carlota de Montmorency, princesa de Condé, Luisa María de Gonzaga, futura reina de Polonia, Srta. Viole, tesorera de todas las obras de Caridad… Y no terminaríamos.
Admirado ante este laicado femenino, comprometido en el «ministerio de la Caridad», Vicente le contagia su propio entusiasmo:
«La Cofradía de ustedes es obra de Dios… Es El… quien las ha llamado y las ha unido a todas… Es Dios quien les ha hecho el honor de llamarlas. Es menester escuchar su voz… para ir adonde El las llame… con alegría y con ternura… Es amar a Dios como es debido, amar a los pobres…» (Conf. Coste, XIII, 809/811: Síg. X, 952/955).
* * *
Lo que sorprende, cuando se leen los hechos, es la multiplicación en cadena de las personas que se comprometen y de las respuestas que se dan a las necesidades. El Sr. Vicente ve, escucha, organiza, pero ¿qué hubiera podido hacer él solo sin esa amplia red de voluntarias? Mujeres casadas y solteras, ricas y pobres, en la ciudad y en el campo.. Una red se compone de mallas estrechamente unidas, y ya de por sí la palabra red evoca a la vez la eficacia y el apoyo mutuo. Además, tanto las cartas como los documentos oficiales —los reglamentos, por ejemplo— muestran la preocupación de Vicente, ya desde 1617, por insertar las nuevas instituciones que funda en la pastoral parroquial y diocesana. El mismo no actúa como «caballero andante» en solitario, sino vinculado, unido a otras personas o instituciones —incluso, si es preciso, en dependencia de ellas—.
En segundo lugar, impresiona la flexibilidad de la institución; si las llamadas son diversas, variadas serán las respuestas que se les den. Vicente se muestra extraordinariamente atento al acontecimiento. Lo primero es mirar, escuchar… porque es a través de la vida diaria como nos habla Dios. Hay que tener en cuenta a las personas, tanto a las que lanzan sus llamadas como a las que se presentan ofreciéndose a responder, porque todas ellas —ya sean sencillas mujeres de aldea, ya señoras de la alta nobleza— han sido escogidas por Dios para la Misión. Los reglamentos se adaptan a las situaciones y a los lugares, porque lo esencial es la Misión: servir corporal y espiritualmente a los pobres.
Se lee en los reglamentos:
«La Cofradía de la Caridad se establece para honrar a Nuestro Señor Jesucristo, su patrono, y a su Santísima Madre y para asistir a los pobres de la parroquia…»
y más adelante:
«Las señoras de la Caridad se considerarán muy dichosas por haber sido escogidas por Dios como Siervas de los Pobres… y para hacerse capaces de servirles dignamente… comulgarán por lo menos una vez al mes…»
De modo que la extraordinaria vitalidad de los orígenes tiene su fuente en la fe. Es el mismo Jesucristo a quien se toma como motivo, objeto y fin de la Caridad. Jesucristo doliente, a quien se reconoce en el hermano que sufre: «Tuve hambre y me dísteis de comer… estaba enfermo y me visitásteis…». Jesucristo, Servidor, «enviado para llevar la Buena Noticia a los pobres», cuya misión continúan los bautizados mediante su compromiso.
Según Vicente de Paúl, «Evangelizar es hacer efectivo el Evangelio», es decir reproducir concretamente en la propia vida los gestos de amor de Jesucristo, para que el mundo se convierta en más justo y fraternal. El signo del Reino es la Evangelización de los Pobres.
El fuego de amor que encendió el Espíritu Santo, en 1617, en el corazón de Vicente de Paúl, se ha derramado por el mundo. Cofradías de la Caridad (hoy, Equipos de San Vicente), Sacerdotes de la Misión, Hijas de la Caridad son tres instituciones vicencianas complementarias, fundadas en la misma época, para servir a los pobres. ¿Por qué no interrogarnos acerca de nuestra vinculación familiar y acerca de nuestra manera de servir, hoy, completándonos o complementándonos recíprocamente?