Al servicio de los pobres (II)

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Margaret Flinton · Año publicación original: 1974 · Fuente: CEME.
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Informes juiciosos

En Sannois, por ejemplo, es la tesorera la encargada de preparar el alimento de los pobres enfermos; si está muy cansada puede ser reemplazada de este servicio aportando una cantidad de dinero. Pero ésta no es la caridad del con­tacto personal… Luisa lo deplora con razón, como también en Franconville donde descubre el mismo relajamiento. «Abusos por corregir, anota, porque significa apartarse del verdadero servicio de los pobres».

En Herblay, «las damas se mantienen aún en su primer fervor» pero Luisa se lamenta de la ausencia de registro. Todo detalle tiene importancia; nada escapa a su vigilancia.
Aquí, apacigua algunas querellas mezquinas: «peque- enemistades» que separan a los miembros de la cofradía de Neufville-Roy; algunas damas no quieren «que las acompañen, en sus visitas a los enfermos, aquellas otras con las que han tenido una rencilla». Allí, consigna las murmuraciones del pueblo de Gournay, enojado porque se requerían limosnas para encargar las misas.

Su conocimiento del mundo y su experiencia de la vida le permiten elaborar un juicio rápido y seguro. Las damas de las cofradías y las simples lugareñas no dudan en pedirle consejo. A su contacto y bajo el impulso de su celo, los co­razones se encienden con una llama nueva.

Y, poco a poco, Luisa se descubre a sí misma y madura su personalidad. Toma iniciativas: dándose cuenta de la lamentable ignorancia de las niñas de los pueblos, establece maestras de pueblo; será una de las originalidades de su obra.

Sin embargo, su actividad permanecía siempre sumisa. Comunicaba cualquier paso de cierta importancia a Vicente; por ello éste conocía sus dificultades y saboreaba sus ale­grías. Por su informadora conocía tanto las miserias de las almas como las de los cuerpos; y sus intervenciones alcan­zaban en cualquier dominio un éxito grande.

El seguía también los progresos espirituales de la visita­dora. La orientaba tanto en devoción como en acción hacia el Evangelio. Una devoción minuciosa en «treinta y tres actos» en la humanidad santa de Jesucristo será reempla­zada por procedimientos más simples.

«Lea, le aconseja, el libro del amor de Dios, especialmente el que trata de la voluntad de Dios y de la indiferencia. En cuanto a esos treinta y tres actos a la santa humanidad y a los demás, no se opone cuando no los cumpla. Dios es amor y quiere que vayamos a él por amor. No se sienta, pues, obligada a todos esos buenos propósitos».

Su perfeccionamiento no es sino un primer resultado de sus visitas. Inteligencia viva y afinada por una gran cultura, juicio fortificado por las pruebas y por el sufrimiento, cons­tancia de carácter poco común al alma femenina, discre­ción que san Vicente aprecia, con estas dotes Luisa ha sa­bido imponerse rápidamente a lo que la rodea. Uno de los aspectos dignos de señalar en su apostolado laico es la ac­tividad discreta de Luisa con respecto a las Damas de la Caridad.

Luisa y las Damas de la Caridad

Las recibirá en su casa, y muchas de ellas se pondrá bajo su dirección en la práctica de los ejercicios espirituales. La señora Goussault será una de las primeras. Cada año se convertirá en la huésped de la señorita Le Gras. Una de sus compañeras del hospital general, la señorita Lamy, la acompañará. Otras ejercitantes las sucederán pronto: la se­ñorita de Atry, emparentada por su madre con la familia de Marillac, una artista decidida a cambiar de vida, una chica que se preparaba para el matrimonio… . La señora de Miramion que, después de un retiro hecho en la casa madre de las Hijas de la Caridad, se vinculará por el voto de cas­tidad, el 2 de febrero de 1649….

Luisa había conservado numerosas relaciones que se ha­bían impuesto como deber ayudarla y que, recíprocamente, se dirigían voluntariamente a ella en busca de apoyo y con­sejo para su apostolado exterior. Por su parte, Vicente la ponía en relación con otras Damas de la Caridad. Ciertos nombres aparecen constantemente bajo la pluma de Luisa; los hemos ya oído: la señora de Miramion, la señora Gous­sault, la señorita Lamy. A los que se añaden: la señorita Po­llalion, la señorita Viole, la señorita de Fay, la presidente de Herse, la señora Séguier, la mujer del canciller, la señora Fouquet, madre del superintendente, la duquesa de Venta­dour, la duquesa de Liancout, antes de que su profesión clara del jansenismo obligase a Luisa a romper con ella. La élite caritativa de entonces debe mucho a Luisa de Marillac.

Dama de la Caridad primero… Hija de la Caridad después

Ella misma era una Dama de la Caridad, pero se acerca la hora en que, no sin repugnancia, comienza a adaptarse a la vida de las jóvenes del pueblo, aprendiendo de este modo a realizar la unión de clases en la perfecta caridad, y es la primera en dar, en este nuevo ambiente cuya manera de vi­vir compartirá, el ejemplo de una perfección tan elevada como la de las religiosas de clausura.

En 1630 expresa el deseo de hacer el voto de emplear su vida al servicio de los pobres. Desde hace largo tiempo su director espera este día.

«Sí, mi querida señorita, —aprueba—, lo estoy deseando. ¿Por qué no? Ya que Nuestro Señor le ha dado este santo sen­timiento… No sabría expresarle cuán ardientemente mi cora­zón desea ver al vuestro para saber cómo ha surgido en él este anhelo, pero me quiero mortificar por el amor de Dios, del que quiero que únicamente se ocupe vuestro corazón».

Las cartas de Vicente a la señorita Le Gras presentan, en adelante, un contraste que llama la atención. El santo se dirige ahora a una colaboradora prudente en la que se apo­ya cada vez más. Le confía sus impresiones, buenas o pe­nosas, sobre las cofradías y pide a veces que ella les aporte el remedio.

«En la Caridad de Saint-Sulpice se tiene mucha necesidad de usted, ya existe cierto comienzo; pero esto va tan mal, por lo que me dicen, que da lástima. Quizá Dios le reserve la ocasión de trabajar allí.

Si se trata de establecer nuevas caridades durante la ausen­cia de Luisa, Vicente prefiere esperar a que regrese antes de actuar.

Así, le escribe:

«Me siento apremiado por la limosna de la señora del mi­nistro de gracia y justicia a hacer lo posible para establecer la caridad en Saint-Laurent; pero esperaré a que usted venga para comenzar».

Cuando impedido por alguna circunstancia no puede ver a las auxiliares de las caridades que piden verle, acude a aquélla en la que tiene plena confianza:

«Aquí está la señora Brou, tesorera de Saint-Barthelemy, escribe. No pudiendo tener el gusto de recibirla porque estoy muy ocupado, le ruego que lo haga usted, trátela como una buena sierva de Dios y digna de algún buen empleo para su gloria».

En otra ocasión, es a propósito de una carta de la señora de Villegoubelin, cuando san Vicente escribe: «Hablaremos de su contenido después de sus ejercicios (de retiro)».

La presencia de Luisa en la capital se hace más necesa­ria que nunca, a causa de las Caridades que habían crecido en número. Así sus viajes por provincias tuvieron que ser cada vez menos frecuentes. No obstante, las cofradías te­nían mucha necesidad de visitas periódicas para mantenerse en el fervor o para salir de la apatía en la que a veces caían.

Algunas lagunas se habían manifestado ya, que Luisa había tratado de remediar: había establecido, por ejemplo, maestras de pueblo, pero hubiera hecho falta por lo menos una para que se quedara en cada sitio.

Obstáculos de otro tipo entorpecían el buen funciona­miento de las Caridades de la capital. Vicente y Luisa entre­vieron la solución: reunir a algunas buenas campesinas para ponerlas a disposición de las damas al lado de los pobres enfermos.

Las primeras Hijas de la Caridad

La primera de estas auxiliares ya mencionada no era más que una pobre vaquera sin instrucción, pero que pasará a la posteridad como el tipo ideal de la verdadera Hija de la Ca­ridad, sierva de los pobres enfermos. Se había presentado, personalmente a Vicente de Paúl, para que la pusiera al ser­vicio de los pobres enfermos, a pesar de su preocupación por la construcción de la juventud, porque juzgaba esta tarea de caridad «más perfecta y necesaria». Como dice un bió­grafo de santa Luisa: «así como Dios encierra a la encina en la bellota así el modelo de Hija de la Caridad estaba ence­rrado en este antepasado humilde de la compañía», Margarita Naseau, que va a rubricar con su sangre su vida de caridad muriendo víctima de su entrega junto a una apestada. Como si hubiera previsto su muerte pidió que se la condu­jera al hospital Saint-Louis para terminar su vida en la sala común de los pobres. Allí, expiró en medio de ellos, dejando un primer y supremo ejemplo de lo que debe ser una sierva de los pobres, como lo relata san Vicente en su conferencia de julio de 1642:

«Alcanzada por este mal, dijo adiós a la hermana que es­taba con ella, conozco si hubiera previsto su muerte, y marchó a Saint-Louis con el corazón lleno de alegría y de conformidad de Dios».

Otra buena hija fue presentada a Vicente por la señora Goussault. Es María Joly. No se sabe de dónde es, pero la señorita Le Gras la honrará siempre con su confianza. A Vicente de Paúl le encantó desde el primer momento, y le escribía de esta manera a Luisa:

«María me ha respondido muy predispuesta, afectuosa y humildemente que está lista para hacer lo que usted quiera y como lo quiera, que está pesarosa por no tener la suficiente inteligencia, fuerza y humildad para servir en esto, pero que usted le dirá lo que tiene que hacer y que seguirá enteramente sus intenciones. Oh, qué buena chica me parece. Por cierto, señorita, pienso que Nuestro Señor se la envía para servirse de ella a través de usted».

Otras jóvenes, habiendo oído hablar de la necesidad de siervas benévolas para los pobres enfermos de París, se ha­bían presentado a Luisa en el curso de sus viajes de inspec­ción. Diseminadas en las parroquias de la capital, estas bue­nas hijas se alojan ya en las casas de las damas de la cofra­día, ya en los conventos; algunas lo lograban; otras se des­animaban y abandonaban la parroquia debido a la dureza del servicio. La necesidad de una organización menos frag­mentaria se hizo sentir; la unión de todos en comunidad, bajo la dirección de la señorita Le Gras ofrecía unas venta­jas incontestables.

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