1639: De hecho, la Compañía se hace independiente (II)

Francisco Javier Fernández ChentoLuisa de MarillacLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Benito Martínez · Año publicación original: 1996 · Fuente: CEME.
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En el Gran Hospital de Angers

El primero de febrero de 1640, culminó la evolución de la cofradía de Caridad de las jóvenes en Compañía de las Hijas de la Caridad. Fue el día en que se instituyó una co­munidad de Hijas de la Caridad en el Gran Hospital de San Juan Evangelista de la ciudad de Angers. Luisa tenía 48 años y una excelente preparación que la capacitaba para con­cluir el cambio y asumir la dirección.

Angers era y es la capital y el corazón de Anjou. Vitalizada por el obispado, la uni­versidad, el juzgado y el gobierno militar. Era ante todo una ciudad de eclesiásticos y ad­ministrativos. A pesar de tener una posición privilegiada, no lejos de la mar, cerca del na­vegable río Loira y unido a él por el río Maine, no supo sacar ventajas de esta gracia ni de la red fluvial de primer orden. Tampoco, supo aprovecharse de su población numero­sa, menos aún de su tierra fértil para la agricultura, ni de su suelo rico en materias primas variadas. Había logrado mantener una pequeña industria textil y de lanas pero, según los contemporáneos, los telares languidecían al igual que el comercio. Por lo que se contaba, los angevinos no eran ni emprendedores ni laboriosos: tan pronto como hacían algo de di­nero, se retiraban a vivir tranquilamente de sus rentas. Con todo, Angers era una ciudad de gran categoría reconocida y envidiada por muchas ciudades del reino. No era una ciu­dad cualquiera.

Angers tenía un Gran Hospital, el de San Juan Evangelista. Como otros muchos hos­pitales, en los primeros años del siglo XVII, sufría una situación de desbarajuste en lo es­piritual y en lo material. Estaba atendido por «varios criados, mercenarios a sueldo, que era preciso tolerar sin que cumplieran con sus obligaciones». Mejoró la situación cuando se despidió a la gobernanta de los pobres en 1610 por robo y dilapidación, y se la substi­tuyó por Rosa Baillif, mujer piadosa que había hecho «voto de terminar allí sus días sir­viendo a los enfermos». Estaba ayudada por otras voluntarias que se llamaban «hermanas sirvientes de los pobres enfermos… y llevadas a ello por un espíritu de humildad, manse­dumbre y Caridad extraordinaria».

En el año 1633, la presidenta Goussault, señora de varios pueblos y dueña de ricas po­sesiones en Anjou, hizo un viaje hasta Angers, visitó el hospital y lo encontró «bastante bien ordenado —escribe a San Vicente—. Hay allí una buena señora que ha hecho voto de acabar allí sus días sirviendo a los enfermos y les ha hecho mucho bien; sobre todo, tiene mucho cuidado de su salvación» (I, c.143).

Pero en 1638, moría Rosa Baillif sin haber concluido satisfactoriamente el cuidado a los enfermos, ni haber afianzado la organización del hospital. Como un edificio sin co­lumnas, los logros de la buena mujer comenzaron a desmoronarse. Todo volvía a la si­tuación de 1610. Sor Maturina Guérin, la fiel secretaria de la Señorita, escribía en 1675, siendo Superiora General, que cuando llegaron las Hermanas «había alrededor de 30 ó 40 enfermos, hombres y mujeres, y tres docenas de camisas [pijamas], en total… Tan pocos pobres había por entonces que los de la ciudad no querían que se los llevara al hospital, y si se encontraban algunos que fuesen obligados a ir allí, procuraban llevarse camisas blan­cas de sus casas o de sus amigos».

Esta situación remordió la conciencia a los administradores, que acudieron a la seño­ra Goussault como intercesora ante Vicente de Paúl para que las Hijas de la Caridad se hicieran cargo del hospital. Se aceptó y la señora Goussault preparaba la fundación a tra­vés de sus amigos de Angers cuando murió el 20 de setiembre de 1639. Luisa de Marillac recogió el compromiso. Personalmente, ella condujo a sus hijas hasta el Gran Hospital

Valía la pena. Angers no era París, pero tampoco era un pueblo. A más de doscientos kilómetros de la Casa de Luisa, parecía una aventura. Era el primer hospital del que se ha­cían cargo las Hijas de la Caridad como hospitalarias y la primera obra de envergadura le­jos de París y de los superiores. Pero, y era lo más importante y singular, era la primera vez que actuaban con independencia de las Damas de la Caridad. Angers se presentaba como un reto a la nueva Compañía: se comprobaría su capacidad, su efectividad y su fu­turo.

Cuando llegaba el tiempo de la partida, Vicente de Paúl, que estaba en Richelieu, cer­ca de Angers, habló con los señores administradores y concretó los detalles más signifi­cativos del funcionamiento. Preocupado por la salud de su dirigida, le preparó los billetes de la diligencia y le señaló, pueblo a pueblo, el camino que convenía seguir para evitar los fastidiosos adoquines y los siempre inesperados peligros; le indicó hasta los aloja­mientos y a qué personas convenía dirigirse.

Las Hermanas destinadas a Angers habían sido escogidas cuidadosamente: Sor Juana Lepeintre iría para acompañar a Luisa a la vuelta; y para quedarse en el hospital, Sor Isa­bel Martín, Sor Cecilia Angiboust y Sor Margarita Francisca; a las demás Hermanas, has­ta ocho, las enviarían según vieran la situación. No tenían experiencia de hospitales y no querían improvisar. Por el mismo motivo, no habían decidido quién sería la Hermana Sir­viente.

Cuando ya estaba todo preparado para iniciar el viaje, el 24 de noviembre, el superior Vicente les recomendó, desde Richelieu, que lo atrasaran. Había peste o epidemia de di­sentería en Richelieu y en la región de Anjou. Era una epidemia mortal y había peligro de contagio. Pero la carta no llegó a tiempo. La ansiedad había desatado los nervios de Lui­sa que salió el 29 de noviembre, aunque Vicente de Paúl, sin saber que ya había salido, se lo autorizó el día 30. En una diligencia de servicio público, propiedad de la Congrega­ción de Vicente de Paúl, comenzaron el viaje de París a Chartres y luego a Cháteaudun; de aquí a Cléry, a Meung o a Beaugency. Fue un largo rodeo para evitar los molestos ado­quines entre París y Orléans. Luego, el pesado viaje por el río Loira hasta Angers. El via­je fue incómodo debido a los fríos de invierno y agotador por los seis días empleados en el trayecto, a pesar de que el Loira en invierno lleva abundancia de agua y la corriente es ligera. Llegaron a Angers el 5 de diciembre de 1639. Las Hijas de la Caridad se instala­ron en el hospital y de inmediato se pusieron a asistir a los «apestados».

El 12 de diciembre, cuando Vicente de Paúl volvió a París, quedó asombrado del va­lor de aquella mujer que se había atrevido a viajar con un cuerpo enfermo.

Casi tres meses estuvo Luisa organizando el hospital y, a pesar de las ocupaciones, sa­có energías para escribir a las Hermanas que habían quedado en París así como para aten­der los asuntos de la Compañía y de las Caridades. Tan es así, que en un trocito de papel que se ha encontrado se puede leer esta pequeña frase de san Vicente: «La esperamos con todo el cariño que sabe nuestro Señor. Llegará a punto para la cuestión de los condena­dos a galeras» (II, c.453).

Agotada, cayó enferma. ¡Qué remordimientos para el superior por haberla dejado mar­char! ¡Cuánto temor y cuánta angustia por la vida de la Señorita! Continuamente, le escri­be para saber dónde está alojada. Le escribe que no escatime gastos con tal de volver   pronto. Las cartas de Vicente se suceden con rapidez e inquietud: 17 y 31 de diciembre, 11, 17, 22, 28, y 31 de enero, 4 y 10 de febrero. En Angers, tenía Vicente a su amigo Guy Lasnier, abad de Vaux y vicario de la diócesis; en su casa, se alojó Luisa durante la en­fermedad. El director escribe al abad agradeciéndole el cuidado que tenía por Luisa y, co­mo si fuera de su propiedad, exclamó: «Me gustaría estar en ese lugar para librarla de la preocupación que por ella tiene su bondad y de las molestias que le causa» (I, c.436).

Curada Luisa, tuvo que discutir el contrato y preparar el acta de instalación. Examinó y porfió con los señores administradores cada uno de los puntos. Como siempre, le co­municó al superior Vicente lo que pensaba y la que creía se debía hacer y, como siempre, Vicente le dio plena confianza aprobando todo lo que ella hacía.

Llegó el día de la firma del contrato y del establecimiento oficial de las Hijas de la Ca­ridad. El 1 de febrero, se presentaron en el hospital los señores administradores y Luisa de Marillac con las cinco Hermanas que cuidarían de los enfermos. El Director General, Vicente de Paúl, la había autorizado para que firmara como Directora de las Hijas de la Caridad, sirvientas de los pobres enfermos de los hospitales y parroquias, con el beneplá­cito del Superior General de la Congregación de la Misión [padres paúlesl, Director de di­chas Hijas de la Caridad».

Cuando Luisa estaba para volver, San Vicente supo que de nuevo Luisa no estaba bien y carta tras carta la reprende, la consuela y la aconseja que vuelva cuanto antes y en ca­milla, no en carroza, más pesada; que mire si es mejor la camilla o la litera; que no vuel­va por el río, pues el aire frío y húmedo la puede dañar: «que ordene hacer una camilla y que alquile, o mejor dicho, compre dos buenos caballos», pues en París pagaría lo que cos­tasen. Y cuando se entera de que ya está mejor, le escribe gozoso: «¡Ay, Jesús, señorita! Doy muy complacido mil gracias a Dios de que se encuentre usted mejor, y le ruego con todo mi corazón le devuelva las fuerzas para volver cuanto antes» (II, c.443, 446).

El 24 de febrero de 1640, Luisa se puso en camino hacia París y a finales de mes ya es­taba en su casa de la Chapelle. Poco después, los dos fundadores redactaron el definitivo Reglamento de vida para las Hijas de la Caridad de Angers. Vino a ser como las primeras Reglas comunes de las Hermanas; a su imitación, se hicieron los demás reglamentos.

La Compañía, organizada hacia las instituciones civiles y en su vida interna, había con­cluido su transformación. En julio de 1640, tanto Vicente de Paúl como Luisa de Mari­llac estaban convencidos de haber fundado una nueva congregación o Compañía en la Igle­sia, una congregación secular, no religiosa,

La ilusión molesta de los destinos

Las obras aumentaban, las jóvenes se multiplicaban y la Compañía estaba consolida­da y extendida fuera de París. Aunque todo ello emocionaba a la señorita Le Gras, la abru­mó de trabajo. París, Richelieu, Saint-Germain, Angers venían a ser como una empresa gigante que tenía que dirigir y a veces le faltaban obreras. Frecuentemente, casi cada semana, sentada ante la mesa, tenía que distribuir o cambiar a sus jóvenes por el París de los pobres y por otras ciudades y pueblos de provincias. Las cambiaba y las volvía a cam­biar. Cada destino exigía examinar las necesidades de los pobres y analizar las circuns­tancias y el ambiente de las parroquias y de las obras. Necesitaba sensibilidad social y no menos delicadeza para penetrar en la sicología de cada Hermana y conocer sus cualida­des o sus virtudes. Era fácil preguntar a Vicente o consultar con la señora Goussault, lo difícil era colocar a las Hermanas adecuada y oportunamente en cada Caridad, en cada pa­rroquia y en cada lugar que habían quedado vacíos. Todo queda completo hasta que haya que volver a cambiar a una joven y haya que comenzar otra vez a completar el tablero de los destinos. Es duro, y cuanto más aumentan las jóvenes y cuanto más se extiende la Compañía, más absorbida está Luisa por los destinos. Una joven se va, otra puede ser re­chazada por el párroco o por las señoras y alguna no puede ser destinada porque lo impi­den los administradores o el pueblo. Es Luisa, sostenida por Vicente de Paúl, quien tiene que buscar la solución.

Los destinos se complican cuando la Compañía, sin dejar las visitas a domicilio, asu­me una serie de servicios variados, como hogares de niños abandonados, hospitales, pre­sos condenados a galeras y, más tarde, ancianos. Alegre para una mujer que se siente con­tinuadora de la misión de Jesucristo, pero humanamente agotador.

El dolor alegre de su hijo Miguel

Cualquier otra mujer enfrascada en una empresa tan comprometida como la Compa­ñía de las Hijas de la Caridad, se hubiera olvidado de todo lo demás, pero su hijo era una parte inseparable de su humanidad. Su corazón no podía desprenderse de él.

En el verano de 1636, Miguel Le Gras terminó las Artes —Lógica, Moral, Física y Quí­mica— es decir, la Filosofía. En octubre, cumpliría 23 años. Animado, se esforzó en re­dactar la tesis y pretendió defenderla en público. Vicente lo vio bien. El joven se sentía seguro, pero la madre, frágil y temerosa de un fracaso, lo desanimaba. Vicente de Paúl la convenció de que era corriente defender una tesis. Miguel pudo defender su tesis, pero no en público (I, c.261,263).

Terminada la filosofía, a Miguel se le presentó el momento decisivo de elegir: des­cartadas las armas —propiedad de los nobles—, sólo le quedaba Iglesia o palacio, teolo­gía o derecho, sacerdocio o carrera civil. El joven se inclinaba a salir de París y estudiar en una universidad lejana, acaso para sentirse liberado de la presión materna. Vicente co­nocía a Miguel y se lo desaconsejó por los peligros que encerraba. Lo conocía bien (I, c.250).

Vicente de Paúl veía el estado eclesiástico lo más conveniente para Miguel, pues no tenía bienes. Esta postura no debe escandalizar. La economía y la situación social forma­ban entonces parte integrante de una vocación. Lo consideraban como una mediación di­vina parecida a otra cualquiera.

Miguel comenzó la teología de mala gana. Las dudas sobre su camino se intensi­ficaron y en 1637, ni estudiaba ni hacía nada. Vicente pensó que acaso lo mejor sería encaminarlo al sur de Francia, al Languedoc, a la ciudad de Riez donde era obispo su pariente Luis Doni de Attichy34. Luisa se aterró. Nunca se había separado del hijo y, durante unos años, cuando él era niño y ella viuda, sólo habían vivido el uno para el otro.

Al año siguiente, súbitamente, Miguel se inclinó al sacerdocio. Luisa se sintió feliz y rebosaba alegría. Descaradamente, empujaba a su hijo a recibir las órdenes menores. Mi­guel, en una lucha interior terrible y cruel, prefería morir antes que tonsurarse de clérigo y hasta se deseó la muerte. San Vicente, que amaba al joven, sintió el dolor del mucha­cho y escribió con dureza a la madre:

«He recibido esta mañana la suya,… para responder a la cual, le diré que su se­ñor hijo ha dicho al padre de la Salle que él no entraba en esta condición más que porque usted lo quería, que se ha deseado la muerte a causa de esto y que recibía las órdenes menores por complacerla. Pues bien, ¿es esto una vocación? Creo que él preferiría antes morir que desear la muerte de usted. Sea lo que sea, bien venga esto de la naturaleza o del diablo, su voluntad no es libre para determinarse en co­sa de tal importancia y usted tampoco tiene que desearlo… Deje que lo guíe Dios. Él es más padre suyo que usted madre, y lo ama más. Deje que sea El quien lo guíe. Él sabrá muy bien llamarlo en otra ocasión, si lo desea, o darle el empleo conve­niente a su salvación» (I, c.368).

Resignado y apenado por el sufrimiento de su madre, y sólo por ella, se decidió a ser sacerdote y a estudiar en la Sorbona. A todos, les pareció una decisión definitiva. Luisa no sabía cómo agradecer a los padres paúles todo lo que habían hecho por su hijo. Vicente de Paúl tuvo una reunión familiar con el primo del difunto Antonio Le Gras, el cartujo Hi­larión Rebours:

«Quedamos de acuerdo —Vicente escribe a Luisa— en que lo mejor para su hijo es el estado eclesiástico; segundo, que su temperamento parece tender más a él que al mundo; 3° que ha podido ser ese joven quien ha embarullado su fantasía en esto y que esto le ha traído a la memoria las pequeñas aversiones de la comu­nidad de San Nicolás; pero que, si las cosas se le representan debidamente, la ra­zón volverá a ocupar su puesto, que es peligroso favorecer su fantasía dándole un vestido corto [de seglar] a no ser para ir al campo; y aun en este caso, convendría que fuera modesto. Y si después de todo esto, persevera, in nomine Domini, habrá que echarle una mano. Pero aceptar fácilmente el cambio de las disposiciones que ha parecido tener toda su vida de ser eclesiástico, como consecuencia de la altera­ción que ese joven libertino ha hecho en su espíritu, no creo que sea conveniente» (I, c.396).

Se pensó que se ordenara ya de menores y Vicente meditaba dónde colocarlo: con su amigo el obispo Pavillon, en Alet, cerca de los Pirineos, o en otro lugar donde pudiera ejercer de clérigo. Habló con el párroco de San Nicolás de Chardonnet quien, por pedír­elo Vicente de Paúl, estuvo dispuesto a recibirlo entre sus clérigos sin título. Y Miguel Antonio Le Gras, hijo de Luisa de Marillac, recibió las órdenes menores en 1639. Iba a cumplir 26 años o los acababa de cumplir (I, c.412).

 

 

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