El poder de confiar
El pasaje del libro de Job que leemos en este domingo está tomado de la intervención final de Dios luego del pedido de apelación que lanzó el justo sufriente al callar a sus amigos guardianes defensores de la teología de la retribución. Dios habla con autoridad y con poder, manifestándose en una teofanía (“desde la tempestad”), como en otras tantas en el Antiguo Testamento (2Re 2,1; Sal 107,29; Is 29,6), y responde a Job por medio de preguntas retóricas que van llevando a situar, tanto a Él mismo como a Job, en su auténtica identidad: uno es el Creador y el otro es su criatura. En una de estas alocuciones, Dios habla de su poder sobre el mar. Para el mundo antiguo, el mar era una fuerza incontenible y todo aquellos que el hombre no podía controlar debía ser reverenciado y temido. Pero esta descripción que nos presenta el libro de Job, nos lleva al orden primordial establecido por Dios (imagen del nacimiento del mar como dando a luz y atendido como a un bebé), donde Él es quien ha determinado señalar el límite del poder del mar. El recuerdo del diluvio se hace notar con la imagen de las puertas y el cerrojo (Gn 7,11), pero éstas están custodiadas por Dios quien ha fijado el confín hasta dónde puede llegar el mar, provocando que el orgullo de su bravura se quede solo representado en las olas que irrumpen en las playas sin avanzar más a tierra. Al final de este discurso, donde no se termina de explicar el por qué Job tuvo que sufrir tanto, se queda uno con la sensación de encontrarse con un vestigio de misterio y a la vez de esperanza en la voluntad divina. Dios es Dios, no piensa como los hombres. Su designio no puede equipararse a la lógica de los actos humanos, pero invita a que el justo confíe y sepa esperar en su voluntad, porque ni la soberbia del mar, con todo lo que puede representar de adversidad y temor, podrá contra el poder de Dios que no olvida de sus hijos atribulados.
Pablo, una vez más, defiende en esta segunda carta a los corintios su apostolado. Para él, le basta con el propio testimonio de conversión de los mismos corintios, la mejor carta de presentación de lo que ha significado su misión. Si esto es considerado una locura por sus enemigos (“pseudo-apóstoles”), lo es por Dios. ¡Y vaya qué locura! Esto es lo que realmente constriñe y apremia al cristiano, pues creer que por la muerte de uno se ofreció la vida por todos, no resulta ser tan lógico. El mismo Pablo cuando conoció a Jesús, con el discernimiento de la carne (su intransigencia que lo llevó a ser perseguidor de los cristianos) no creía en él; pero al aceptarlo en su vida por el bautismo reconoce que ha sido transformado en una nueva criatura. Ésta, que fue su experiencia, tiene que vivirla todo cristiano. Nuestra antigua vida de pecado ya ha pasado, ahora solo lo nuevo ha surgido.
El evangelio de Marcos en su primera parte presenta el anuncio del Reino escatológico en la persona y misión de Jesús (Mc 1,15), pero para que Dios puede ejercer su soberanía sobre la tierra, el Mesías e Hijo de Dios (Mc 1,1), debe enfrentar a las fuerzas del mal que justamente están impidiendo esta soberanía. Por ello, la insistencia en esta primera parte del evangelio de la presencia de los espíritus impuros que deben ser conminados y expulsados, así como también las enfermedades que son entendidas como un poder oculto que ata a las personas y no les permiten desenvolverse en su naturaleza buena. A esto se le suma la malicia de los adversarios de Jesús que cuestionan su proceder con sus discípulos en referencia a tradiciones de los antepasados. Como vemos, hay un cúmulo de elementos de oposición a la misión de Jesús de instaurar el reino de Dios. Finalmente, el mar de Galilea, entorno geográfico del ministerio de Jesús en esta región, se convierte en la imagen de una de las más grandes fuerzas opositoras a Dios: el océano primigenio. Este es el momento adecuado para el primer momento revelatorio de Jesús ante sus discípulos en la barca (de los tres que encontramos en el evangelio: Mc 54,35-41; Mc 6,45-52; Mc 8,14-21). El episodio narrado por el evangelista hace una reminiscencia de la huida de Jonás. En el fondo, es un tema de confianza. Los discípulos se desesperan ante lo incontrolable del mar, a pesar de que cuentan en su barca con quien había expulsado demonios y había sanado a muchos. Jonás, por su parte, reconoce que la tempestad ha sobrevenido por su culpa ya que había desoído el mandato de Dios para su misión en Nínive y pide a sus compañeros de viaje que confíen en él, por lo que pide ser arrojado fuera del barco. El mar no podrá con Jonás, pues un pez se lo comerá para ser devuelto después a su misión. Dios controla este poder para que Jonás sepa quién es Dios. En el relato del evangelio, Jesús, despertado por sus discípulos, ejerce con la palabra el poder de Dios para que sus discípulos confíen en él. El mar no puede con Jesús, es conminado como los demonios, y aquella tempestad pronto cambia a un mar apacible y tranquilo. Ante el hecho, Jesús se queja de que sus discípulos hayan sucumbido al temor y carezcan de fe. Es la crítica más fuerte hasta el momento en este evangelio y es dirigida a sus discípulos. Finalmente, este portento ocasiona una gran confusión en ellos, pues no terminan por reconocer a Jesús como el Hijo de Dios, sino solo expresan su admiración y temor con un “¿quién es este?”.
Confiar en Dios es la base de toda religión. No se puede creer en Dios si no se confía en Él, si no se sabe esperar en Él, si no se es capaz de soportar tormentas y fuertes vientos por más terribles que estos sean. Si realmente nos consideramos nuevas criaturas desde nuestro bautismo, deberíamos demostrar en todo momento nuestra confianza en Dios, y esta confianza se pone a prueba en los momentos de adversidad. Son estos momentos fuertes de la vida los que se entienden como pruebas de fe, no porque Dios nos lo mande, sino porque estos surgen como parte del misterio propio de la vida del hombre. El problema es que en ocasiones, al superar tales realidades, nos olvidamos de Dios y pensamos que fueron nuestras fuerzas y nuestro raciocinio lo que nos hizo salir airosos de tales situaciones de peligro. Lo que sale más bien a relucir es nuestra falta de fe y terminamos solo admirándonos ante lo sucedido, más no llegamos a la confesión firme del que confía que Jesús, que es el Hijo de Dios, está siempre con nosotros. En esta ocasión, el hilo conductor de esta liturgia está en el salmo responsorial, pues al final de la alabanza del creyente que es salvado de la tormenta, reconoce que no fue su pericia la que le libró de la angustia sino la misericordia de Dios que se ha manifestado en el prodigio divino que lo ha salvado.