“La caridad es el centro que une a la comunidad con Dios y con los demás” (SvdeP)
El Evangelio nos presenta dos parábolas: la de la semilla que germina lentamente y la del grano de mostaza que crece hasta convertirse en arbusto. Estas parábolas evocan el estado glorioso del Reino futuro que sucederá al estado actual de humildad. El narrar estas parábolas, Jesús se refería en forma directa a un texto del profeta Ezequiel; y, San Pablo después de recordar las pruebas sufridas durante su ministerio, expresa su deseo del cielo y su preocupación por agradar al Señor, caminando en la fe.
La gran virtud de las parábolas es la de superar los obstáculos más obvios e inmediatos del entendimiento. Una parábola es un arco que se eleva en el aire y cae justo en su objetivo, enfocándose en su meta. Las parábolas de Jesús tienen un efecto similar. Frente a las interpretaciones oscuras y cargadas de sanciones con las que los maestros de la ley, solían responder a sus interlocutores, las palabras de Jesús se imponen con una claridad demoledora. Se presentan con una evidencia incontrovertible.
Las palabras de Jesús hablan de la vida cotidiana: el campesino que salva su cosecha; de la persona que al cocinar administra con tino y prudencia la sal. Las palabras del Profeta Ezequiel nos hablan del cedro, un árbol excepcional por su longevidad y por la calidad de su madera. Pablo nos hablará del cuerpo, como un domicilio provisional, y sin embargo imprescindible, para alcanzar una residencia permanente en un cuerpo resucitado. El Profeta Ezequiel compara la acción de Dios con la de un campesino que reforesta las cumbres áridas con cedros que se caracterizan por su tamaño excepcional, por la duración de su madera y por su singular belleza. El nuevo Israel será un rebrote joven plantado en lo alto de los montes de Judá: atrás quedaría la soberbia de la monarquía y todos los peligros de su desmesurada avidez del poder. El Profeta tiene la esperanza de que su pueblo renazca luego del exilio y su estirpe perdure como lo hacen los cedros que pueden llegar a durar dos mil años.
Las parábolas de Jesús, en cambio, no hablan desde la perspectiva de los árboles grandes, sino de los arbustos que pueden crecer en nuestros jardines sin derribar la casa, ni secar las otras hortalizas. La primera parábola habla de la fuerza interna de la semilla, que opera prácticamente sin que el campesino se percate. Si la semilla encuentra las condiciones favorables, florecerá. La labor del campesino se limita a preparar el terreno para que ofrezca esas condiciones que hacen posible el cultivo; a los cuidados indispensables para que la semilla germine y se fortalezca, y la acción oportuna para cosechar los frutos.
Dios trabaja de incógnito en el mundo, pero con eficacia. Dios no deja de vivificar su mundo y nosotros somos cooperadores de esa nueva creación. Pero nos falta confianza en la presencia de Dios en el mundo, confianza en la fuerza interior, capaz de transformar todo poco a poco. Las parábolas del Reino, nos desvelan una ley de la naturaleza y de la fe: en lo más pequeño, en lo cotidiano, en lo que no llama la atención, Dios está actuando escondido. Como la semilla que crece por sí sola, así se desarrolla la fe en nuestro corazón, pero es importante preparar ese terreno debidamente para depositar en él la semilla.
¿De qué manera operamos como cristianos, favoreciendo la implantación de la semilla del Reino? ¿Preparamos el terreno y nos dejamos preparar con la Palabra, para que se deposite la semilla? Dios, nuestro Buen Padre, es quien siembra en nuestros corazones todo lo que es bondad, dejémosle el campo abierto y preparado.
«Tenemos que atribuir a Dios cualquier cosa buena que resulte de nuestras acciones, de lo contrario deberíamos atribuirnos todo lo malo que ocurre en la comunidad” (SVdeP)